El cine de ensayo siempre se da en una tensión entre lo excesivo y lo perfecto. Los artistas del ensayo excesivo dejarán costuras que raspen y los efectos de su obra se palparán en la irritación de la piel. Los que buscan la redondez, en cambio, perseguirán un espacio liso, como un abrigo que calza perfecto y que una vez retirado persiste como un calor fantasma.
La metamorfosis de los pájaros (Catarina Vasconcelos, 2020) entraría en esta segunda categoría. Es una película resuelta plano a plano, con una interacción sublime entre narración e imagen, como un collar en el que es difícil saber qué estuvo primero, si las perlas o el hilo de plata que las atraviesa. Otra Catarina, en este caso, Mourão (también portuguesa) hace en Astrakan 79 una película que no está en el terreno del exceso ni en el de la redondez. Atisba una extraña hibridización que puede hacerla ver como impura, irregular, pero que guarda una lógica posterior con la temática que plantea.
La premisa parece sencilla y es parte de una tradición del cine de ensayo: la narración de un secreto (generalmente familiar) con base en material encontrado. Creo que el origen del found footage, el núcleo magmático de la labor de quienes decidieron ir por esos vericuetos, está en esta imagen: la dinámica de alguien que en su infancia se sienta a ver álbumes familiares e intenta engarzar las fotos en una especie de narración, que puede ser bien una historia o una explicación de lo que se ve.
Mourão ya tiene experiencia en estos terrenos: en A toca do lobo (2015) se metía de lleno en sus álbumes familiares, en la compleja semblanza de un abuelo escritor y la extraña relación con su hija (madre de la directora) con quien nunca llegó a tener un verdadero vínculo. Una historia de un desencuentro, mucho más marcado por una frialdad y otredad bien portuguesas (con Pessoa como mito fundante), que también lanza finos tentáculos hacia el terreno sociohistórico de la dictadura de Salazar.
Pero Mourão también puede salir de esta esfera íntima y abocarse a buscar otras fotos, como la interesante disección de un personaje mítico de Portugal, “el Chiflador”, un tipo que rondaba los escenarios costeros y sobre el que pendían un montón de leyendas urbanas. La parte crucial del cortometraje _O Mar Enrola an Areia _(2019) es haber dado con un material fílmico real a partir del cual empiezan a tejerse conjeturas. Más allá de las conclusiones (no conclusivas), el candor principal, el elemento que la directora sabe que maneja, es el de dotar de una condición áurea a algo encontrado: esos 30 segundos de filmación en los que el Chiflador aparece, dándole piel y huesos a aquello que sólo eran historias.
En Astrakan 79, Mourão maneja una dimensión similar del peso de la imagen como algo descubierto, que da carne a lo mítico. Tenemos la historia de Martim, un chico que integra una suerte de filial de las juventudes comunistas de Portugal, que a sus 15 años (instado por sus padres) decide partir a la Unión Soviética para formarse en un curso de cría y pesca de peces, pero sobre todo para foguearse con las realidades del socialismo aplicado. Allí experimenta soledad e indefensión, y emprende un aprendizaje acelerado en los terrenos del amor, el alcoholismo y el desconcierto intelectual. Podría parecer un retrato desencantado del socialismo real desde los ojos de un adolescente (como los hubo a montones en el cine), pero es mucho más.
Lo que trasciende la mera trama política es el peso de las imágenes: la rigidez de los retratos oficiales y la belleza congelada de las postales se entremezclan con la imperfección y naturalidad de las fotos que pudo sacar Martim (muchas veces, a escondidas). En la primera mitad del film parecería que en vez de contar una historia y utilizar las fotografías como soporte (lo que hace el 90% de los documentales), lo que vemos es una historia que se cuenta a partir de las fotografías, con todo su potencial de verdad o engaño. Así, las postales, que en un primer momento parecen continuar la ensoñación de la belleza del escenario que se encuentra en el reverso de la cartulina, se convierten en algo gigante e infranqueable una vez que las historias comienzan a llenarse de dudas.
A estas imágenes se les intercalan recreaciones que saludablemente no tienen interacciones guionadas, sino más bien instantáneas de algún momento relatado. Desde un purismo cinematográfico es algo innecesario, pero introduce esta noción, que es parte del aparato ideológico de Catarina, de que ninguna imagen es demasiado clara, demasiado transparente sin mitologización agregada. La función de estas recreaciones no parece ser la asistencia narrativa hacia el espectador, sino subrayar el cariz “ficcionalizador” del material.
Y ahí, contra todos los pronósticos, en la segunda mitad tenemos la entrevista a Martim, hecha por su hijo. La cámara lo capta en el primer plano más cercano posible. Es, casi, como el premio del material fílmico del Chiflador en O Mar Enrola na Areia. Parece un pequeño milagro tenerlo ahí al chico de 15 que atravesó todos esos tormentos para que diga con precisión cómo fue vivir aquellos tiempos. Algo del misterio se disipa, pero ese rostro amplifica extrañamente el efecto, al permitir unir aquellas fotos con esta cara. La angustia de alguien que tuvo que contar hasta la mitad las cosas (denostado tanto por una familia que miró decepcionada cómo su proximidad al régimen comunista no tuvo el efecto deseado y una sociedad derechizada que observaba con desconfianza el pasado de este enrolamiento) y que de golpe tiene la oportunidad de decirlo todo que sólo le brinda el cine, en su formato más literal, como los planos/contraplanos que se dan en la entrevista.
Dentro de esa cuestión más literal y específica sigue habiendo magia. Por ejemplo, en la interacción entre la narración sobre un tipo de pez que se congela en invierno y en el deshielo vuelve a la vida, y la artesanía de un pez gigante que Martim, ya escultor profesional, coloca al fuego hasta solidificar su forma, y el rostro de ese pez/recuerdo que también se moldea, similar al empaste de todo el maquillaje que el hijo se esparce en el rostro para hacer un espectáculo drag. Son vibraciones de la poesía entre el material real y el recreado, entre el maquillaje y la piel, entre el hielo y el fuego, entre la fotografía y el recuerdo.
Astrakan 79. 63 minutos. En Cinemateca.