“Era oscuro, luego fui más claro, después volví a lo más oscuro”. Así dice Bill Callahan en la canción “Jim Cain” y esa es la disposición anímica de los cuentos de Espinos blancos, fiestas privadas, la más reciente colección de cuentos de Mercedes Estramil. No es que los haya especialmente alegres en el medio, sino que en las puntas están ubicados dos bastante duros: una especie de reversión de “Jacob y el otro”, el cuento de Onetti, protagonizada por un delincuente adolescente, y un relato que deja chico a “El malvado”, aquel de Bukowski contado desde el punto de vista de un criminal aberrante.
Empecé hablando de baja luminosidad a modo de advertencia, porque, se sabe, más vale prevenir. Pero lo fascinante de estos cuentos, y de casi toda la narrativa de Estramil, es la voz: indignada, elegante, ingeniosa, quemada, nunca resignada. Vibra en una frecuencia cercana a la de Onetti, y en este momento no se me ocurre otro escritor actual que se arrime con tanta despreocupación rockera a él.
Estramil es parte de dos o tres generaciones que recibieron promesas implícitas en la educación uruguaya, y describe con bronca la forma en que fueron incumplidas. No hablo de cohortes más recientes, en las que el desencanto choca con una noción de derechos adquiridos, sino de otras, de gente nacida en las décadas de 1960 y 1970, pongamos, golpeadas por una política menos amable. Esa percepción desemboca en una especie de visión del mundo que tiñe toda la literatura de Estramil. Tal vez sea un poco exagerado, pero cada frase de sus cuentos y de sus novelas nos remite a esa cosmovisión, sin importar quién o de quién se esté hablando. Lo mismo me pasa cuando leo a Onetti.
Ella y él comparten también la adoración por los escritores estadounidenses contemporáneos, y en un par de cuentos de esta colección Estramil nos incita a que leamos al colega Donald Ray Pollock, autor de esa maquinita perfecta llamada Knockemstiff.
Los cuentos de Espinos blancos, fiestas privadas están atravesados por parejas destruidas, hijos muertos, niños enfermos, pero también por la risa en torno al mundo de los escritores, por referencias al cine de Tarantino, por conocimiento de marcas comerciales a lo Fogwill (no en plan posmo), por autos ruteros y secretos a punto de detonar. El que da título al libro es una especie de expansión del meme en el que un perro antropomorfo intenta ignorar el incendio de su casa, con el agregado de la mezcla de resentimiento y atracción por las clases altas que aparece en unos cuantos textos de Estramil, como la imprescindible novela Washed Tombs.
Los relatos también están ordenados –creo yo– de acuerdo al género de sus narradores: al inicio se concentran las mujeres y hacia el final la voz es la de protagonistas masculinos. Es fácil hacer encajar en estándares feministas la furia con la que Estramil describe el cóctel de deseos inducidos y proyectos arruinados en sus personajes mujeres, pero hay un par de cuentos en este libro que retratan de manera fría y lacerante el padecimiento al que se someten entre sí los grupos de hombres, en un panorama de la maldad masculina que recuerda al núcleo de Rojo, su brillante novela debut.
Espinos blancos, fiestas privadas. 126 páginas. Hum, 2024.