Uno de los muchos aspectos en que Una batalla tras otra se sale de lo normal es la ubicación temporal. Mucha gente dio la bienvenida al hecho de que, luego de 11 años en que todas sus películas se ubicaban en algún tiempo pasado, el director Paul Thomas Anderson había hecho una ambientada en la contemporaneidad, y otros, observando que esa “contemporaneidad” no es exactamente nuestra contemporaneidad sino una especie de realidad paralela, tendieron a interpretarla como ambientada en un futuro cercano donde se estabilizaron e institucionalizaron algunas de las peores facetas del presente. Pero no es exactamente así.
La acción transcurre en dos épocas, ambas parecidas al presente pero recargadas en algunos de sus peores aspectos. Estados Unidos es un Estado policíaco autoritario que persigue en forma ensañada a los inmigrantes chicanos, y en cuya sociedad hay fortísimos elementos racistas. A ese estado de cosas se opone un grupo guerrillero cuyos métodos y discurso se parecen más bien a las guerrillas urbanas de los años 60 y 70. De hecho, la expresión “una batalla tras otra” y algunas frases dichas por esos personajes derivan de una proclama real de Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS) publicada el 21 de octubre de 1969 en su semanario oficial New Left Notes. Ese artículo o proclama llevaba el mismo título (“You Don’t Need a Weatherman to Know Which Way the Wind Blows”, es decir, “No hace falta un meteorólogo para saber en qué dirección sopla el viento”) del manifiesto publicado el 18 de junio previo (y que procedía de un verso de “Subterranean Homesick Blues”, 1965, de Bob Dylan).
Esa adhesión de miembros de la SDS a la lucha armada fue el paso inicial para la concreción del grupo guerrillero llamado Weatherman. Como curiosidad, el artículo de octubre contenía la siguiente frase: “Vinimos a Chicago para unirnos al otro lado: para dejar de hablar y empezar a luchar con el Vietcong, el Pathet Lao en Laos, los tupamaros en Uruguay y la lucha por la Liberación Negra”.
En la película de Paul Thomas Anderson, el grupo guerrillero tiene un nombre inventado, French 75, que refiere a un cóctel que, a su vez, saca su nombre de un cañón francés empleado en la Primera Guerra Mundial. Y no está actuando hacia 1970, sino en un mundo que se parece más bien al de hoy. Bob, el protagonista, usa un celular para activar el detonador de las bombas que emplea la agrupación en sus atentados y sabotajes. Las causas por las que luchan tienen total vigencia: contra la política migratoria del gobierno y el tratamiento cruel a los migrantes, contra los movimientos para ilegalizar el aborto, contra el oligopolio, la represión policial y el racismo.
Trumpismo sin Trump
La primera hora de película es como un enorme cuento de origen, que, como es usual, está basado en escenas relativamente breves y con extensas elipsis temporales. Luego de eso saltamos al verdadero “hoy” de la historia, 16 años después de los últimos eventos de la primera parte. ¿Será que esos eventos representan nuestro futuro cercano? Para nada, porque, en un momento, a Bob le preguntan cuándo nació y dice que “allá por los 80”; luego sabremos que tiene 42 años: matemáticamente, eso nos daría algún momento entre 2022 y 2031. En ese ahora, el grupo guerrillero fue desarticulado hace rato, sus exintegrantes están desperdigados, pero el entorno es el mismo Estado autoritario de antaño. Bob se convirtió en un alcohólico drogón que pasa la mayor parte de la acción con una bata medio ridícula que lo acerca a Jeff Lebowski, de El gran Lebowski (Joel y Ethan Coen, 1998), o al Lance de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994). Es paranoico y se muestra muy poco a gusto con que su hija salga de noche y ande con una persona no binaria.
Así, por un lado, estamos más bien en una realidad paralela a nuestro mundo real. Ese mundo tiene la apariencia de la actualidad en lo que refiere a la tecnología, arquitectura, indumentaria y referencias culturales (recuerdo una mención a Tom Cruise). Claro que ese énfasis en tantos aspectos terribles que Estados Unidos vive bajo el gobierno Trump (y no sólo en los gobiernos de Trump) tiene una inmensa relevancia para nosotros y, por más que se trate de cosas feas, es un regocijo el hecho de que uno de los grandes cineastas de la actualidad haya decidido poner el dedo en la llaga, por más que lo haya hecho en el espíritu de una comedia casi festiva.
Quizá, en conexión con la irreverencia con que llevó este proyecto y como rastro de su fuente inicial de inspiración –la novela Vineland, 1990, de Thomas Pynchon–, Anderson prefirió no apartarse, al menos en espíritu, de la que se convirtió en su zona de confort temporal. Weatherman fue un fenómeno de los años 1970. Ese tipo de distopías similares a la actualidad fueron características de aquella misma época —piénsese en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) o Mad Max (George Miller, 1979)–. Toda la primera parte de la película, dominada por el personaje de una imponente guerrillera negra, tiene un buen toque de blaxploitation. El grupo supremacista blanco que vemos en la película tiene la misma aversión a los judíos que tenían los integrantes históricos del Ku Klux Klan hace varias décadas, y si no me perdí de algo, no hay ninguna mención al “peligro islámico”.
Es más, el mundo ficcional de la película ignora cualquier consideración sobre el resto del mundo, y “México” es simplemente un proveedor de inmigrantes —el mismo tipo de simplificación ficcional que se solía usar en las historias de Superman, Batman y tantas otras—. Si hubiera habido un empeño de justificar esa película con recursos naturalistas, hubiera sido mucho más fácil adaptar esta mismísima historia a, pongamos, 1970 (gobierno de Nixon, grupos guerrilleros) y 1986 (exguerrilleros inadaptados a un nuevo contexto) que a 2009-2025, como es el caso.
Obviamente, la intención de Anderson no fue en absoluto acercarse a algo naturalista. Los anacronismos son uno entre muchos de los componentes de absurdo que alimentan esta comedia. El grupo supremacista se llama Club de Aventureros Navideños y su saludo ritual es “Feliz Navidad”. Algunas de las guerrilleras asumen los nombres de guerra de Perfidia Beverly Hills, Mae West y Junglepussy, y en el convento de “monjas revolucionarias” llamado Hermanas de la Nutria Valiente las religiosas se dedican a plantar marihuana.
Comedia absurda al fin
La ambientación en tiempos paraactuales contribuye a que muchos sientan la película, en forma, a mi parecer, muy exagerada, como un material destinado a convertirse en un fenómeno generacional y una extraordinaria reflexión crítica sobre los tiempos que corren. Si la miramos así, es una obra bastante timorata e inocua. Anderson no tiene la culpa de esa lectura, que más se convierte en una deprimente observación sobre lo poco equipadas que estamos la mayoría de las personas de tendencia progresista para pensar el hoy.
En la película, la única oposición real al régimen que parece existir es ese grupo de guerrilleros insensatos y extemporáneos, y luego cierta resistencia moderada por parte de las monjas y de un grupo que se articula alrededor de un senséi de karate muy cool. La película mira al grupo guerrillero con simpatía y curiosidad, pero sin una adhesión real. De hecho, todos sus atentados son más bien llamadores de atención; no tienen víctimas (son como los tupas en su etapa “Robin Hood”). Hay un momento en que una guerrillera se ve en la contingencia de tener que matar a alguien —y lo hace—, y esa escena no parece desempeñar otra función que no sea la de señalar “el inicio del fin”: poco después, esa misma guerrillera va a ser el Amodio que va a llevar al desbaratamiento del grupo, que parece ocurrir sin matanza ni torturas feas y es conducido por unos servicios de inteligencia singularmente ineficaces.
Más adelante, cuando un grupo de jóvenes es presionado por un oficial (que les habla duro, nada más), el que va a delatar a la compañera —ella sí está en peligro de que la maten– va a ser la persona no binaria. La resolución tiene una pizca de relevancia política (ilustra la emergencia de una nueva energía militante juvenil planteada en términos distintos a los de sus progenitores tirabombas), pero el énfasis está en aspectos personales: los buenos zafan en forma heroica, el villano principal la queda, se armoniza el vínculo padre-hija, y para sellar nuestro sentido de resolución emerge una “canción final” bien popera.
La película se ve mucho mejor alejada de tantas pretensiones. Es una gozosa comedia absurda, llena de momentos insensatos y con un sentido general catártico. El enfoque absurdo es el único que puede justificar que Anderson haya tenido dos excelentes ideas para matar al villano y no haya querido prescindir de ninguna, de modo que lo revive para que luego se vuelva a morir.
Leonardo DiCaprio y Benicio del Toro están sensacionales, y el rol de Sean Penn parece hecho a medida. La música de Jonny Greenwood es magnífica, casi toda basada en unas bases de percusión que no parecen seguir un compás fijo, con un piano haciendo notas repetidas entre colchones melancólicos de cuerdas. Hay música casi todo el tiempo, y de vez en cuando, sin que parezca haber una motivación para ello, salta de su posición en el fondo a un primerísimo plano sonoro, como si estuviéramos viendo un musical o una escena especialmente trascendente. Cuando no suena la música original, hay canciones que conforman un curioso menjunje que incluye rock, jazz, una pieza de guitarra clásica y, por supuesto, el bolero “Perfidia”, en alusión al mencionado personaje.
En la segunda parte de la película el contexto político funciona como motivación última para la acción, ya que un supremacista que siente gran atracción sexual por las mujeres negras quiere borrar las huellas del vínculo que tuvo con una de ellas para no ser considerado impuro por sus colegas. Pero lo que realmente importa es la acción: la adolescente Charlene es secuestrada y Bob, su padre, sale a rescatarla. En ese momento la comedia casi desaparece, y es como si entráramos en una de esas películas con Liam Neeson en las que el exsuperagente sale a rescatar a su hija de los terroristas, con las importantes diferencias de que en Una batalla tras otra eso no llega a borrar el marco de comedia absurda, y que la cinematografía es sublime.
Sólo por la persecución de autos cerca del final valdría la pena pagar el doble de lo que sale hoy una entrada al cine. Anderson no usa ninguno de los recursos que se volvieron habituales: no pone la cámara cerca de la rueda de uno de los autos, no muestra roces contra postes o un transeúnte que tiene que correr para no ser pisado, y el montaje no es hiperrápido. La persecución se da en una carretera desierta, en un lugar con un relieve totalmente ondulado. Las subidas y bajadas se usan para un efecto de montaña rusa que sí o sí hay que ver en una pantalla grande, de cine, para poder apreciarlo en toda su potencia. Del mismo modo, son impresionantes ciertas imágenes tomadas con teleobjetivo en las que los autos, muy bien coreografiados, emergen, cada uno de ellos, en un pico distinto de ese océano de ondulaciones. Además de emplearse para generar diversos efectos visuales, el relieve va a ser crucial para la resolución misma de la persecución, que es genial.
Una película cuyo momento central es una persecución en auto ¿les suena? Es como Bullit (Peter Yates), de 1968, Vanishing Point (Richard Sarafian) o The French Connection (William Friedkin), ambas de 1971. Anderson adora esa época del cine, y nosotros también. Al igual que en los casos mencionados, la persecución es la culminación de una película llena de momentos sensacionales.
Una batalla tras otra (One Battle After Another). 162 minutos. En Cinemateca, Ejido, Life 21, Movie Punta Carretas, Grupocine Punta Carretas, Alfabeta, Movie Montevideo, Tres Cruces, Portones, Costa Urbana, Las Piedras Shopping, Grupocine Punta del Este, Punta Shopping.