Después de salir de ver El brutalista, la más reciente película del director Brady Corbet, tuve que entrar a internet y buscar si su protagonista, László Tóth, era una figura histórica. No necesariamente porque la construcción de Adrien Brody haya sido tan tridimensional que era imposible que hubiese sido creado en el guion de Corbet y Mona Fastvold, sino porque la epopeya inmigrante tenía características de biopic. Por más que fuera una premium.

La película, de más de tres horas y media (y otros 15 minutos de intermedio), cuenta la historia de un sueño americano. La vida de un inmigrante que comienza desde su llegada a Estados Unidos y atraviesa varios obstáculos hasta alcanzar el reconocimiento, aunque Corbet se concentre más en los obstáculos. Esa montaña rusa de emociones y ocupaciones, con golpes de suerte en los momentos esperados, recuerda a esas historias basadas en hechos reales en las que los hechos se acomodan con cierto criterio dramático, pero sin salirse de lo esperado y de cierta comodidad narrativa, por así decirlo.

Esto no significa que lo que atraviesa Tóth no sea interesante, y que (obviamente) refleja y destila la vida de miles de personas que llegaron a la tierra de las oportunidades con historias similares. El paso del tiempo ha hecho que se comprenda y se valore el esfuerzo de aquellos desplazados a causa de la guerra y las invasiones bélicas, aunque cuando situaciones muy similares ocurren en nuestro tiempo o en nuestra puerta, los discursos demonizadores se amplifican y tienen la mejor prensa. Pero volvamos a Tóth.

La primera necesidad del protagonista es la más básica: sobrevivir. O seguir sobreviviendo. Ya habrá tiempo de preocuparse por subir peldaños en la sociedad o conseguir repatriar a integrantes de su familia explícitamente invisibles durante el primer acto. Por suerte para él, su adaptadísimo primo Attila (Alessandro Nivola) le proveerá de casa y empleo, ambos en su mediocre mueblería. De a poco comenzaremos a notar que, como también ocurre en numerosas historias de inmigración, Tóth parece estar sobrecalificado para los trabajos que le encomiendan.

Perdón por insistir con la comparación inicial, pero en las biopics basadas en personajes conocidos estamos esperando el momento en que el protagonista se destaca en aquello por lo que mereció una película en primera instancia. Esperamos que Bob Marley componga su primera canción. Esperamos que J Robert Oppenheimer construya su primera bomba atómica. Si leímos la sinopsis oficial o vimos el tráiler, sabemos que Tóth es un arquitecto visionario con pasado en la Bauhaus, y si no lo hicimos, comenzaremos a sospechar cuando elabore sus primeros muebles vanguardistas en el local del primo.

En medio de una banda sonora que romantiza (con indudable ironía) al Estados Unidos de mitad del siglo pasado, el personaje de Brody transita una espiral ascendente en la que se vuelve fundamental la familia Van Buren, unos millonarios con ínfulas filantrópicas con quienes Tóth termina embrollado. Su principal relación, la que mueve gran parte de la película y la más interesante (más incluso que la relación con su esposa), será con Harrison van Buren, interpretado por Guy Pearce.

Pearce, una de esas caras conocidas que no ha estado tan presente en los últimos años, construye al personaje más cautivador de El brutalista. De inmediato el patriarca de los (sociopáticos) Van Buren se convierte en el sparring intelectual que Tóth estaba precisando, aunque siempre quede claro que no pertenecen a los mismos círculos. El centro comunitario que el empresario pretende construir honrando a su fallecida madre es el motor de buena parte de la acción y cada interacción entre ambos, desde la más gratificante a la más horripilante, ayuda a que los 215 minutos corran a muy buen ritmo, considerando que son 215 minutos.

El director Corbet no busca convertirse en un tercer protagonista de la película, pero en numerosas ocasiones demuestra interés por ponerle pienso a lo que está contando, como evidencia (por ejemplo) el discurso a contraluz de Attila, o la forma en que cierra los planos en las escenas en las que hay más cantidad de personas. En otros momentos se ampara en el cliché, como cuando utiliza programas de radio que convenientemente mencionan el estado de las cosas y la fecha en la que transcurre la historia.

La primera mitad es la más interesante, quizás porque Felicity Jones en el papel de la recién llegada esposa, Erzsébet, no termina de estar a la altura de las circunstancias en un film en el que las mujeres (a veces a propósito, a veces no) quedan relegadas a articuladoras de la acción de los hombres. Además, su personaje abre más puertas o intenta profundizar en otras (la relación de Tóth con lo sexual, con la religión judía, con las adicciones) y por momentos terminan siendo demasiadas puertas en simultáneo.

El resultado final es bueno, aunque no explica tanta alharaca en la temporada de premios (en las nominaciones tampoco sobran los films que sean tanto mejores). Trata temas sumamente actuales con el punto justo de obviedad como para permitir a los espectadores llegar a conclusiones. La extensión no debería ser un obstáculo; más allá de asuntos de agenda, el trayecto será esperable, que no es lo mismo que cómodo, y al final descubriremos que la recompensa no estaba en el camino, sino en la meta. No me peguen a mí, péguenle a Tóth que es quien lo dice.

El brutalista, de Brady Corbet. Con Adrien Brody, Guy Pearce y Felicity Jones. 215 minutos. En cines.