El cast es preciso: aun sin ser irlandés (aunque la imitación del acento le sale a la perfección), Christopher Abbott siempre fue un actor de menos es más: a diferencia de lo que sucede con las estrellas silenciosas del cine independiente de Hollywood, uno no está tan pendiente de su inminente estallido como de su implosión en cámara lenta. Todas sus películas parecen films de supervivencia, aun cuando no tengan nada específico que ver con ese subgénero, aun cuando él mismo sea teóricamente el villano. Y posiblemente todo radique en su mirada perpetuamente triste; una tristeza que no se presenta en las vitrinas de la autocompasión, una tristeza siempre huidiza, avergonzada de su condición.
Barry Kheoghan maneja exactamente el reverso de esta inescrutabilidad melancólica: sus personajes siempre son personas que, cuanto más desgraciadas, más peligrosas parecen. Pero su peligrosidad nunca es explícita, sino atmosférica. Kheoghan ofrece su desgracia, su invalidez y, ante ellas, te preguntás de dónde vendrá el golpe, como la maldición de El sacrificio del ciervo sagrado (Yorgos Lanthimos, 2017). Hay algo en sus silencios y en su indiferencia batracia que por momentos te hace verlo como un niño que tiene puesto un saco que le queda demasiado grande, pero que una vez que se lo saca se convierte en alguien extrañamente potente y desafiante (pienso en la danza desnuda de Saltburn (Emerald Fennell, 2023) o en su cuerpo íntegramente tatuado mientras maneja un monopatín en Bird (Andrea Arnold, 2024). Kheoghan es como la rémora que se pega al vidrio de la pecera: está ahí, imperturbable, viéndonos a nosotros más que nosotros a él, y cada palabra suya se siente como una única y viscosa burbuja que danza brevemente hasta desintegrarse en la superficie.
En Acaba con ellos (Bring Them Down, ópera prima de Christopher Andrews), hay una continuidad entre la tristeza de estos dos actores/personajes y el escenario frío e incompasivo de las montañas Wicklow, en Irlanda. Abbott es Michael, un silencioso pastor que desde que protagonizó un choque que acabó con la vida de su madre se retiró a vivir con el gruñón Colm Meaney (posiblemente el actor más irlandés que haya existido en el cine). Kheoghan es Jack, lo más plancha que puede ser un pibe de un entorno netamente rural, un chico que trata de ayudar a su padre en lo que parece el epílogo trágico de su estabilidad familiar. Ambos linajes están peleados desde vaya uno a saber cuándo (algo que no es poco común en los dramas irlandeses) y, cuando Michael descubre que Jack le robó dos ovejas, se pone en funcionamiento un sistema de relojería por el cual cada cosa que cada bando hace sube la apuesta de un conflicto con fines inexorablemente trágico.
Hay una larga tradición de películas en clave de family feuds (a vuelo de pájaro se me ocurre Shotgun Stories (Jeff Nichols, 2007), Blue Ruin (Jeremy Saulnier, 2013) e incluso el excelente documental Knuckle, sobre dos familias irlandesas que desde hace décadas se enfrentan en peleas sin guantes. Pero toda la violencia que sucede en Acaba con ellos es más triste que emocionante. La referencia más evidente sería la reciente Las bestias, de Rodrigo Sorogoyen, que eleva el conflicto de una manera más interesante y hace que choquen los extranjeros puristas con la población autóctona, desesperada por vender sus tierras (una fórmula que funcionaría al revés en la mayoría del cine). Incluso en este punto hay una trazabilidad entre ambos films: el drama que subyace a Las bestias tiene que ver con la venta colectiva de predios para la instalación de molinos de viento, mientras que el de Acaba con ellos es la construcción fallida de un hotel como forma de diversificación. Pero más allá de lo temático, el parecido es evidentemente ambiental y emocional, aspectos en los que ambas tramas hacen avanzar su tragedia como en el lento torrente de un arroyo lleno de barro.
Está esa idea de la escalada, de cómo algo pequeño puede elevarse a proporciones bíblicas (el sacrificio de corderos alude evidentemente a eso) que une bastante a ambos films. Incluso, si se abre el mapa, también vienen a la memoria otra película de España, la gallega O que arde, de Oliver Laxe, y la también ineludiblemente trágica Petra, de Jaime Rosales. Quizás, más que pensar en referencias cinéfilas, podríamos intuir que hay algo un poco más parecido de lo aparente entre los gallegos y los irlandeses.
La peculiaridad de Acaba con ellos es que la escalada de violencia casi siempre ocurre fuera de cámara. En el comienzo mismo, donde se ve ese pecado original del accidente automovilístico con tintes de suicidio, Michael es aludido pero la cámara incómodamente lo deja fuera del plano y sólo se nos permite ver las expresiones de terror de sus acompañantes. El carneo (o más bien asesinato) de un montón de ovejas sucede también de una forma algo escotomizada y lejana, concentrándose más en la potencia visual de la placidez de los cuerpos lanosos recostados (sin patas) en el suelo, como si fuesen nubes que hubieran bajado a pastar en medio de la noche. Y los enfrentamientos también se suelen dar de ese modo tan incómodo y recortado: cuando Michael descubre la camioneta responsable del asesinato de sus ovejas, todo lo vemos desde una cámara subjetiva que reproduce su impotencia, donde lo único que se puede recoger es el rojo y amarillo de las luces del vehículo abriéndose paso en la oscuridad. Todo esto le da al film un tono medio abstracto que hace pensar en otra película protagonizada por Christopher Abbott: It Comes at Night (Trey Edward Shults, 2017).
El tema es cuánto más hay detrás de todo esto atmosférico y semiabstracto en Acaba con ellos. A todas luces es una película pequeña, pero hay algo que a veces pasa en las películas pequeñas: si hay un mecanismo narrativo explícito (en este caso, la cuasi tragedia griega en la que todos sabemos el final inevitable), uno se anticipa demasiado bien a los diversos capítulos de su escalada. Es una película que tiene la peculiaridad de que todo lo bueno y lo malo vienen de la misma fuente de su contención y minimalismo.
Acaba con ellos. 105 minutos. En cines.