Si utilizáramos una perforadora con punta de diamante para llegar al centro magmático del espíritu norteamericano, ahí nos encontraríamos con el poder y el hambre. El hambre en Estados Unidos no sólo se sufre, sino que se celebra, como si fuese el camino de migas hacia el ingenio, el motor secreto del progreso.

Hay una cita parcialmente tergiversada de Steinbeck (que de todas formas con el tiempo adquirió su estatus de verdadera), que es que no existen pobres en Estados Unidos, sino ricos en vías de desarrollo. Viniendo los puritanos de una ala del cristianismo que supo catalizar dentro del capitalismo la idea del progreso individual como una forma de acercarse a Dios, todas la mitografías de Norteamérica están vinculadas a ese avance de predestinación autoproclamada, ya sea en el wéstern (el hambre territorial), las comedias románticas de los 30 y 40 (el hambre de ascenso social), o las películas de mafia y los noir (con el hambre por lo ilegal visto desde un lado igual de aspiracionista). Cada década ha sabido retratar la versión oficial y al mismo tiempo los lados B de este elan nacional, ya sea el optimismo desfachatado y amoral (pre código Hays) de los roaring twenties, el humanismo capriano de los 30 (y el de Preston Sturges en los 40), el giro conformista y conservador de la suburbia norteamericana de los 50, las versiones contraculturales de los 60 y 70 (la primera esperanzada, la segunda nihilista), la oda hipercapitalista yuppie de los 80 y el distanciamiento crítico pero integrado de los 90.

Con todos estos cambios de autoconciencia (condenatoria o celebratoria) de este designio capitalista, Sean Baker se ha convertido en el director que mejor sabe captar el estado del hambre estadounidense de estos tiempos. Sus películas siempre se enarbolan a través de un aspiracionismo fallido, en el que los protagonistas, en vez de buscar un ascenso social con todas las letras, persiguen una pequeña victoria, algo que les dé un golpe de dignidad o brillo dentro de su hábitat.

Es justamente en el retrato de esos microcosmos donde Baker siempre deslumbra, ya sea en Tangerine, donde logra retratar el universo trans desde el dispositivo de cómo contar una historia de peatones en una ciudad como Los Ángeles, pensada intrínsecamente alrededor del automóvil; el doble juego de la Florida de Disneylandia y la Florida de los bloques comunales en Florida Project, y las cajas chinas de trampas sobre trampas para sacar un mango en el pueblo redneck de Red Rocket.

Los personajes de Baker creen que descubrieron un agujero en la malla social de quilombos que los envuelven, y a uno no le queda otra que acompañarlos, sólo por la fuerza gravitatoria de su entusiasmo, aun sabiendo que van a fracasar. En su búsqueda llegan a traicionar a sus amigos e incluso a sí mismos, pero el mérito del director (y de sus intérpretes) es que queremos a sus personajes aún más en estas infracciones. En Tangerine, la lealtad en la amistad es como una toalla que también se usa como trapo y frazada, en Florida Project sabemos en el fondo que la protagonista –incluso más allá de sus circunstancias– no es una buena madre, y en Red Rocket el protagonista está más cerca de la psicopatía que de la simpática picaresca. Lo que entronca tan bien estos personajes con nuestros tiempos es que toda su hambre es un correlato empatizable de este “sálvese quien pueda” individualista del deseo poscapitalista. Todos son su propia marca, todos cotizan en una bolsa imaginaria que alterna entre jueves negros y black fridays.

Anora es una encarnación típica bakeriana. Articulada como una especie de Pretty Woman transcontinental, en la que una stripper –y ocasional prostituta– se engancha con el hijo de un multimillonario ruso, toda la historia se articula no tanto desde el conflicto de clases, sino desde todo lo que rodea esa imprevista conjunción de opuestos. Casi podría decirse lo contrario, que en el mundo poscapitalista en donde sucede Anora –a diferencia de Pretty Woman, donde esta estructura de Pygmalion definía las distintas pruebas que la protagonista debía sortear para llegar a ser asimilada por la clase alta– hay una especie de emparejamiento cultural de sus opuestos: todos parecen tener los mismos intereses y los mismos modales, escuchan la misma música y toman las mismas drogas, pero cada uno con versiones deluxe o berretas según su poder adquisitivo. Más allá de la mansión envidriada, de los jets y de todo el oro y brillo que rodea a Iván, no hay nada muy diferencial (incluso siendo de países diferentes) en el acceso cultural de Anora y su príncipe azul; otro novio suyo perfectamente estaría haciendo lo mismo –es decir, intercalar jugar videojuegos, fumar porro y coger–, sólo que en un monoambiente con olor a moquete mojada.

La intensidad define el camino

Esta extraña caída de las barreras culturales que separaba las clases coincide con una narrativa y ritmo aparentemente erráticos que es marca insigne de Baker, donde no hay una línea recta, o un “camino del héroe” definido, sino un avance lleno de repeticiones, giros y tropiezos. Así, recién en la mitad de una película de más de dos horas, aparecen unos nuevos personajes (unos rusos que son mandados por los consternados padres del pibe que decidió casarse con Anora) y gran parte de la narrativa entra a centrarse en ellos, que, lejos de la impresión inicial de matones a sueldo, son tipos medio torpes que lo único que buscan es realizar su trabajo de la mejor manera, o al menos con el menor grado de puteadas recibidas.

Nada está sacralizado, Anora e Iván pueden o no estar enamorados, o puede que Iván simplemente sea un signo de un ascenso social que siempre parece demasiado lejano, y lo más posible es que ni siquiera ella sepa lo que siente. La vida de Anora, siguiendo el tono caótico del submundo ruso de Coney Island, es como un flíper con grandes escenas, romances y traiciones en el que ella sólo puede ser la bola metálica que se choca contra todo pero que desprende destellos y brillos en cada colisión.

Lo que es siempre grandioso de Baker es cómo la misma película en su estética y en sus decisiones cinematográficas emula o continúa ese entusiasmo voluble de sus protagonistas. Así, hay una edición de escenas de fiestas que son filmadas desde una afectación bastante cliché y terraja (también la música de T.A.T.U. en un momento dramático, o el uso de zoom que parece salido de una película de artes marciales), pero eso es porque Anora es de por sí una piba hermosamente terraja y llena de clichés. Las películas de Baker te invitan a meterte en los ritmos de ese universo de significaciones, de aspiraciones y automentiras de sus protagonistas, y toda la idea del amor que se puede manejar en Anora es igual de vistosa que de vacua.

Cuestión de espacios

Aun señalando estos logros (en donde se subraya la actuación de Mikey Madison,) sí creo que cuando Baker filma fuera de la subjetividad de su protagonista el film pierde un montón. Así como hay centrodelanteros que se sienten cómodos pivoteando con el zaguero pegado a su espalda, creo que Baker cuando filma en espacios amplios no sabe mucho cómo fotografiar o qué ritmo darle a lo filmado. Cuando filma dentro del strip club, con todas esas cabinas/cuartos donde lo privado es tan lábil como la unidad de las charlas de las strippers interrumpidas una y otra vez, lo vemos como pez en el agua; pero cuando filma la opulencia de esas megahabitaciones de hotel o en los decks de Coney Island parecería que no sabe mucho qué decir o cómo decirlo.

Todas estas excursiones, donde lo amplio y fastuoso parece diluir el estilo, vuelven a adquirir solvencia y poder en la escena final, justamente en el interior claustrofóbico de un auto viejo. Anora no es Las noches de Cabira del poscapitalismo, pero sigue siendo una transfusión de sangre cálida en las venas.

Anora. 139 minutos. En salas de cine.