Sin dudas es una película de zombis. Curiosamente, eso no la convierte propiamente en una película de terror, al menos no en el sentido de que tenga el propósito de aterrorizar y que eso sea un elemento esencial para su funcionamiento. Es decir, no parece haber tenido la pretensión, como algunas comedias de zombis mainstream (Shaun of the Dead –en Uruguay Muertos de risa–, 2004; Zombieland –aquí Tierra de zombis–, 2009), de asustar y generar un suspenso aflictivo al mismo tiempo que se burla y hace reír. Aquí todo atisbo de enganche serio está ahogado por la risa, el tono de parodia y la presencia de algunos pasajes que no ocultan el presupuesto tendiendo a bajo. Las dos escenas en que se perpetran las más grandes carnicerías están sonorizadas con una música jocosa con sonido de coro (son los pasajes más originales y cuidados de la música de Luciano Supervielle, que se vuelve medio primaria en los momentos en que alude a lo “terrorífico”). Lo del “no terror” vale, al menos, para quienes no tengan demasiada sensibilidad para el gore, ya que, como en toda película de zombis que se precie de tal, hay tripas, ojos perforados, cerebros destrozados, chorros de sangre emanando de gargantas desgarradas a dentadas, etcétera. Aun esas cosas aparecen más a modo de humor negro que de choque.
La historia es la de tres muchachas que se dedican a atraer chicos ricos para robarles dinero, y que, temprano en el metraje, se dirigen a una mansión muy moderna y suntuosa aislada en un balneario uruguayo. Allí ellas tienen la intención de dar el golpe de sus vidas a un millonario excéntrico que maneja criptomonedas. Esa línea persiste mientras, periféricamente, vamos captando evidencias de que algo raro está pasando en Uruguay o en el mundo. Resulta que se desató una epidemia zombi, y toda motivación que pudiera subsistir de la línea anterior de las chicas estafadoras se desdibuja en la lucha por la supervivencia ante los muertos vivos.
No es fácil a esta altura inventar zombis originales, pero Pablo Stoll y su coguionista Adrián Biniez se salieron con una variante propia. Al igual que en la serie Walking Dead, la mordida no es esencial para el contagio: sencillamente todo aquel que muere, por la causa que sea, se convierte en zombi. Al despertar, la primera señal de la nueva condición de muerto vivo es una vomitada a chorros de coloración oscura. Eso importa para definirlo como muerto vivo, ya que esos zombis, al menos en los estadios iniciales, son conscientes de su condición, hablan, razonan, preservan su yo y se mueven con cierta naturalidad. Un personaje femenino recién convertido se muestra harto de que su compañero (¿novio?) le pregunte a cada rato cómo se siente, y le dice, en forma casual, que si le vuelve a preguntar, se lo va a devorar. Luego de que cumple su promesa y ambos ya son zombis, salen por ahí con ollas de metal duro en la cabeza para protegerse de los disparos de los vivos.
Pablo Stoll.
Foto: Alessandro Maradei
Transcurrieron 12 años entre este lanzamiento y el anterior largo del director, 3 (2012). Durante buena parte de ese lapso hubo expectativas sobre la “película de zombis de Stoll”. Cuando finalmente se ataron las condiciones de esta coproducción sudamericana (Uruguay, Argentina y Chile), sobrevino la pandemia, y la película incorporó esa premisa. En la anécdota, hay una especie de hiperbolización de la pandemia de covid, en que las autoridades sanitarias andan por ahí equipadas con armamentos pesados exigiendo certificados de la novena dosis de determinada vacuna. No queda claro si esas autoridades con permiso para matar son del Estado o trabajan para la empresa farmacéutica que produce la vacuna. Si bien no queda totalmente explícito, podemos suponer que la epidemia zombi deriva de la vacuna. En ese sentido, la película incorpora cierta mitología antivacunas o negacionista, reforzada con cierta mirada irreverente ante los tapabocas y la distancia entre las personas para evitar el contagio, mostrados como herramientas de opresión. No quiere decir, por supuesto, que la película abrace en serio tales tesis (así como nadie piensa que difunde la idea de que realmente existan los muertos vivos): simplemente son premisas usadas para construir su universo.
Se abre ahí también una posible lectura metafórica: la obsesión por sobrevivir, el acopio de medicamentos para prolongar la vida administrados en forma compulsiva sobre la población mundial terminó generando un estado en que la muerte dejó de existir, más allá de que, tupidos de fármacos no debidamente experimentados, los efectos secundarios no son los que se esperaban. También cabe la posibilidad distinta de que la epidemia zombi sea la propia enfermedad objeto de la emergencia sanitaria (si no me falló la atención, la covid no se menciona), y en esta lectura el subtexto sería simplemente una especie de exageración chistosa, o el procesamiento elevado al absurdo, de la opresiva condición de la pandemia y de la emergencia sanitaria. Más allá de la pandemia, también se tiran pistas para una lectura vinculada al final del capitalismo. En forma menos explícita y más general, como en tantas películas de zombis, queda latente la lectura metafórica más general de una humanidad tendiendo a involucionar hacia la bestialidad.
Esos 12 años de interregno en la filmografía de quien es el más reconocido de los cineastas uruguayos en actividad generaron quizá una expectativa desmesurada. El tema del verano es una entrega medio desconcertante desde el punto de vista autoral. Stoll deja de lado ese estilo escueto, comedido, muy meditado, pautado por las influencias de Kaurismäki y Jarmusch, que caracterizó sus cuatro largos previos, y lo cambia por un montaje mucho más picadito y basado en un rodaje con tomas de cobertura, con muchos primeros planos tomados con gran angular y con inserciones breves destinadas a explicitar la reacción de algún personaje. Hay muchos componentes estilísticos satíricos, como esos planos en que Ana, Malú y Martina se mueven en cámara lenta rumbo a su siguiente golpe, como enfatizando que son tres lobas y que forman un equipo potente. Es una incursión en un camino distinto y una expansión de sus posibilidades autorales, pero no siento que sea una ganancia, porque Stoll cambió una opción menos común por una mucho más estándar, siendo que en la manera anterior se movía como un maestro y en la nueva sigue siendo un aprendiz. Whisky (2004, codirigida con Juan Pablo Rebella) posiblemente iguale las mejores películas de Aki Kaurismäki, mientras que 25 watts (2001, también con Rebella) no quedaba tan lejos del referente de Jim Jarmusch. Hiroshima (2009, su primer esfuerzo sólo) era tan original que no suscitaba comparaciones. Ya El tema del verano queda a leguas de distancia de, ponele, Edgar Wright. Si estuviéramos en un contexto en que un cineasta uruguayo pudiera tener una carrera más o menos regular, nada de eso importaría demasiado: sería un ejercicio lúdico, un interregno, un traspié, una instancia accidentada de aprendizaje, y ya está. En nuestra desgraciada condición de no-industria cinematográfica, en la que aun un cineasta reconocido y exitoso como Stoll termina teniendo que esperar 12 años para realizar su quinto largometraje, las expectativas se inflan en forma desproporcionada para lo que es, claramente, un divertimiento modesto.
Incluso como diversión, parece presuponer un estado de predisposición a la risa fácil y gran relajación (por ejemplo, jóvenes bizarrofílicos que van fumados a verla en un trasnoche, u otras formas análogas de alegría). Fuera de ese marco, uno puede extrañar un poco de tensión dramática: nada parece tener demasiada consecuencia en la anécdota. Como puse arriba, la línea de la estafa que las muchachas pretenden perpetrar sencillamente se desvanece, con lo cual parece estar ahí simplemente para ocupar con eventos la primera parte de la película. Junto con ese núcleo temático se van varios de los artificios que ellas cuidadosamente se inventaron (lo de que cada una se hace pasar por artista de una práctica distinta), así como la trama bastante recargada con la que sorpresivamente se encuentran (el amantazgo entre Ramiro y Tito, el asesinato de Ramiro, la situación clandestina de Felipe, las aspiraciones musicales de este). Tampoco parece haber habido el propósito de realizar una vuelta de tuerca radical, cambiando de “género” en la mitad de la película y privándonos violentamente –expresivamente– del seguimiento de las líneas empezadas al inicio, a la manera de Del crepúsculo al amanecer (1996), porque hay un prólogo que ya introduce el asunto zombi y luego lo grueso del metraje transcurre como un flashback de “tres meses antes”, de modo que desde el inicio estamos aguardando la eclosión de la línea terrorífica. El prólogo, por su lado, tampoco implica más que un anticipo genérico de la historia de zombis: ninguno de los personajes del prólogo va a jugar un papel relevante cuando la historia regrese a ellos en el tramo final.
El press kit de la película, cuyo contenido aparece también en algunas referencias internacionales sobre su estreno en el ciclo Midnight X-treme del Festival de Sitges, habla de un tercer componente genérico, que sería la comedia romántica. Un alguito de eso hay: Felipe le gusta a Ana desde el inicio. Sin embargo, los dos terminan juntos más por una casualidad en la distribución de muertes y supervivencias que por un movimiento expreso que tenga que ver con la atracción amorosa. Por otro lado, la película mantiene una distancia radical con respecto a todos los personajes, y eso incluye a los dos integrantes de esa ¿pareja? En tal sentido, es la comedia romántica menos romántica de la historia. Apenas nos ofrece contemplar la sucesión de supervivencias, muertes, vidas en muerte y muertes definitivas (con la destrucción de los cerebros), jugando, ponele, con expectativas narrativas (no es esperable que tal personaje importante se muera en tal momento de la historia), pero nunca lidiando con la emocionalidad del espectador. Incluso las tres amigas del inicio se pasan a las puteadas entre ellas y no manifiestan dolor cuando una de ellas se convierte en zombi o es liquidada definitivamente (las muertes de las supuestas heroínas son particularmente objeto de humor negro). Ni siquiera los rasgos originales de los zombis se mantienen ni son llevados a consecuencias relevantes: si no entendí mal, con el paso de los días, el resto del razonamiento de los muertos vivos se va borroneando y los zombis se terminan convirtiendo en esos seres torpes, bobos, de caminar rengo y movimientos espasmódicos cuyo único propósito es devorar carne viva, ya establecido en el cine de George Romero.
Las películas de Stoll siempre fueron uruguayísimas y pueden ser tomadas como emblemáticas de componentes del ethos de determinados sectores sociales del país en determinada época. Esta tiene un carácter más internacional. Las tres mujeres que al inicio protagonizan la película son argentinas (las actrices y sus personajes), e imprimen a la experiencia su acento, forma de hablar, de actuar y de ser. Uno de los actores principales es chileno. Nada impediría ubicar esta historia en Estados Unidos, Escandinavia, Ucrania, Corea o donde sea. En todo caso, la película juega con elementos rioplatenses, abordados más bien como irreverencias con intención cómica. Un par de bombillas de mate son usadas como armas. Determinado personaje se convirtió en muerto-vivo y la chica comenta “siempre fue un muerto ese chabón”. Una muchacha le dice a la otra (cito de memoria): “Acabo de salvarte de ser devorada por un zombi cheto”. Una de las mejores ideas de la película es la secuencia de montaje de ataques zombis musicalizada con “Rompan todo” de Los Shakers (esta última secuencia parece contener un homenaje a Dolls, de Takeshi Kitano).
El personaje actuado (en forma magnífica, como siempre) por Daniel Hendler introduce elementos de crítica política. Emplea como arma una escultura con la hoz y el martillo, comenta irónicamente las expectativas guevaristas sobre el “hombre nuevo” (incrementado, con lenguaje inclusivo, como “hombre y mujer nuevos”) y su contraste con los “hombres nuevos” que finalmente ocurrieron de verdad (en la narrativa), que son los zombis. Luego se pone a matar zombis a troche y moche y con total indiferencia mientras habla de humanismo, lo que tiene cierta gracia irónica. Como los zombis mismos, que empiezan lúcidos y de a poco se vuelven bestiales, las características del personaje de Hendler se desdibujan con ciertos vuelcos medio erráticos, y, a la larga, su aparición, sustanciosa pero relativamente breve, no define más que un episodio entre muchos en la narrativa, sin mayores consecuencias.
Es difícil para mí discernir el propósito de esta película de terror sin terror, de esta comedia romántica sin romance, de esta narrativa sin tensión narrativa, de cierta renuencia a terminar de ser mainstream pero atándose a cierta pulcritud que no le permite llegar a ser trash (como una basura lavada). Queda el espíritu jocoso salpicado con tres o cuatro buenos chistes. En la evaluación se podría hablar del manejo monótono del ritmo, la fotografía correcta pero inexpresiva y desprovista de clima –más allá de alguna visión crepuscular publicitaria al borde del mar–, la combinación entre efectos especiales muy cuidados y otros momentos realizados en forma ostensivamente de bajo presupuesto. Es difícil asumir (aunque no imposible, ya que la historia del cine está llena de obras malas realizadas por grandes directores) que el realizador de obras maestras como 25 watts, Whisky e Hiroshima hizo esas cosas por error de cálculo o por descuido. Personalmente, podría arriesgar que quedó comprometida por cierta actitud demasiado defendida detrás de la ironía, del estar de vuelta de todo, o quizá –son hipótesis mías, ya que desconozco detalles de la interna de su realización– motivado por las ansiedades de una producción demasiado prolongada que pudo quitarle frescura. A veces meter la pata tranquilo y rápido lleva a mejores resultados y hace menos daño que precaverse tanto, y eso vale tanto a nivel artístico como comercial. Es mi percepción nomás, no tiene nada de absoluto: de hecho, El tema del verano parece haber resonado entre los cultores de cierto tipo de “cine de género” en Argentina (Stoll ganó el premio a Mejor dirección en el festival Buenos Aires Rojo Sangre, de cine fantástico, de terror y bizarro), lo que es indicativo de que movió alguna fibra, desde alguna forma de apreciación de la que quizá yo no haya agarrado la onda, de una tribu que no integro.
A ver cómo resultará entre la masa de público. Ojalá le vaya lo suficientemente bien, especialmente en Uruguay, como para garantizar la continuidad en la trayectoria de este gran cineasta, y que no pasen 12 años más hasta su próxima película.
El tema del verano. 90 minutos. En salas de cine.