Una vez, un actor me dijo que la actuación es una cuestión de escalas: en el teatro tenés que estar en toda la obra y más allá, en lo que se derrama de su molde; en el cine tenés que concentrarte en la escena y en cómo se relaciona con respecto al todo de la obra; en la publicidad, por el contrario, tu actuación debe reducirse a dos o tres gestos, cada uno en relación con lo que se pretende vender, es decir, tenés que pensarla más en términos fotográficos que propiamente actorales.

Hay cierto paralelismo entre este último ejemplo y las biopics musicales que, más que seguir la metáfora auditiva de la rockola, se emparentan mucho más con las portadas de los álbumes. Así, este tipo de films (la mayoría, al menos) antes de realizarse, incluso antes de escribirse, deben pensar en la portada o las portadas de álbumes en las que elegirán inspirarse.

No es algo muy original decir que Bob Dylan es un modelo para armar, un puzle que, como señala Todd Haynes en I’m Not There (2007), se multiplica en una suerte de multiverso de Dylans que no guardan una existencia sólida y estanca, sino una multiplicidad expandida por el valor de cambio de su iconicidad. Todos los mínimamente melómanos conocemos los hitos de la vida de Dylan tal como un cristiano se acuerda más o menos de los principales highlights de los 33 años de Jesús en la Tierra: el peregrino que llega con una guitarra desde el frío, su tumultuoso romance con Joan Báez, el accidente en moto, su bautismo eléctrico y la conversión al cristianismo.

Como una sucesión de episodios retratados en la cúpula de una iglesia, las portadas de sus álbumes guardan esa condición metonímica que dispara los recortes biográficos. Creo (por fuera de lo estrictamente musical) que cuando la mayoría de la gente piensa en Bob Dylan lo evoca como el de las portadas de Highway 61 Revisited (1965) o The Times They Are A-Changin’ (1964). En la primera, Dylan, como en una gran cantidad de portadas, parece estar preposando (refuerza esta noción las piernas y la cámara de Bob Neuwirth captadas en el fondo), pero la mirada permanece desafiante, ligeramente impaciente, con esa campera de cuero colorinche y la camiseta de motoquero que anuncia su transformación al formato eléctrico. La segunda se coloca más del lado del Bob Dylan filoso, demasiado inteligente, casi gruñón, que, a diferencia del resto de los mortales, sabe de algo que se viene: el ligero contrapicado, la ceja derecha arqueada subrayando la desconfianza o ligero desdén hacia algo que el cantautor mira por debajo de sí.

Hay personas a las que les resuena más la cornucopia de referencias pop esparcidas en el ojo de pez de Bringing it All Back Home (1965), otros que guardan en su interior aquel pseudo daguerrotipo poroso, con el perfil solemne como el reverso de una moneda en Blood on the Tracks (1975), y hay algunos (bastante extraños) que prefieren otro plano contrapicado, pero esta vez inusualmente bondadoso, de Dylan sonriendo y ajustándose el sombrero en Nashville Skyline.

La imagen que más manejo de Dylan no es ninguna de estas, sino la del Blonde on Blonde (1966): Bob ligeramente desenfocado, con su campera de cuero marrón y la bufanda a cuadrillé blanco y negro. Ahí mira un punto indeterminado, pero con la cansada concentración de cuando alguien desayuna y, entre lagañas, ve en los azulejos de la cocina algo que no logra identificar qué es. Es frágil, te das cuenta de que está pasando frío (al igual que el fotógrafo, cuyo temblequeo se traduce en la imagen), pero aun así es una presencia ya imponente, inconmensurable. Creo que es el Dylan conceptualmente más interesante, ese que siempre está fuera de foco, como así también incómodo de permanecer en cualquier casillero o mote que se le quisiera asignar.

La película A Complete Unknown toma para su título un verso de “Like a Rolling Stone” y de ese modo señala la condición opaca e impenetrable de Dylan. Sin embargo, adopta como leitmotiv la portada más cálida y afable de su carrera, la de The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), con el cantautor y Suze Rotolo encogidos de frío, pero dándose calor mientras caminan en una mañana del Greenwich Village.

Desde chico, cuando me topé con aquel vinilo de mi madre, mucho antes de saber siquiera quién era Dylan, atesoré esa portada como la definición más clara del amor o de lo que al menos debería ser el amor. Y sin embargo, no hay que ensuciarse demasiado las uñas para desenterrar en la biografía del músico y su relación con sus mujeres todo lo que no andaba bien con la chica de la portada.

Es un pájaro

La biopic de James Mangold se embarca en un peligroso pero interesante juego que busca retratar la opacidad desde la total nitidez. Es decir, retratar lo impenetrable de un personaje sin escudarse en los velos, sino presentarlo en su total claridad y ahí esperar que, aun así, siga pareciéndonos un misterio.

El documental sigue esa noción hiperclásica de las biopics musicales que el mismo Mangold ayudó a crear, o al menos a dar su forma definitiva, con Walk the Line (2005), su película sobre Johnny Cash: la escaleta de sucesos que de alguna forma se encadenan en una rara línea causal, con cada canción nueva como resultado de un episodio y como punto y aparte para un nuevo capítulo. Así, hay una especie de total transparencia e información del tras bambalinas de las personas que conocieron y ayudaron a Dylan para llegar a donde llegó. La gente expone verbalmente lo que sucede, y los hechos son claros e iluminados con la luz necesaria.

Es justo decir que este tipo de formatos, aunque sean didácticos, a la larga se vuelven un poco insufribles y reduccionistas, ya que en la vida de los artistas las inspiraciones obedecen más a una versión rizomática de sucesos personales, contextuales e imaginarios que a una estructura arbórea y ordenada, y también porque no todo lo vivido se imprime de forma tan literal en la textura y contenido de las canciones. En los peores casos, a veces hay que mentir de forma descarada para que calce en la estructura general (la mitómana película sobre Queen), y en los mejores, como la misma Walk the Line, se genera una condición operística que hace olvidar esta cosa tan segmentada y ordenada (hay un rincón especial para las biopics carentes de toda pompa y linealidad, que más que nada bordean el agujero de significación, como hace Last Days –Gus van Sant, 2005– con la vida de Kurt Cobain o Control –Anton Corbijn, 2007– con la de Ian Curtis).

Volviendo a la idea inicial, lo interesante de A Complete Unknown es que esta estructura didáctica colisiona con la figura de un personaje que se niega a ser desmontado fácilmente. Para eso, es importante subrayar el particular magnetismo y la excepcional fisicalidad del actor Timothée Chalamet: todos hablan de la autenticidad de las reversiones cantadas y tocadas por él mismo, pero lo que encuentro más fascinante de su personificación es algo que hace con su espalda y su cuello, una especie de posición encorvada que, en vez de hacerlo parecer más pequeño y desgarbado, lo vuelve ingrávido y escurridizo. Dylan siempre parece estar con la mente en otro lado, pero eso también condice con el cuerpo de Chalamet, un pajarito demasiado diminuto y ágil para poder capturarlo con las manos.

Ya en la recreación de la famosa portada del The Freewheelin’ Bob Dylan se subraya que eso que queda estampado para la eternidad es tan sólo un segundo, una instantánea entre miles de cambios y mutaciones, desengaños, soreteadas y olvidos. Lo mismo ocurre con su relación con Woody Guthrie, afásico, sólo capaz de comunicarse con puñetazos en la cabecera de su cama de hospital: lejos de la relación perdurable de un alumno con su senséi, lo que termina quedando de aquel retoño, de aquella promesa, como resto, es una armónica. Y en la relación con Bob Seeger (Edward Norton en una actuación a primera vista contenida pero, desde un segundo visionado, sutil, finísima), su desavenencia no toma la forma de un gran estallido final, sino de una ola que lo sobrepasó y es imposible alcanzar ya desde muy atrás. Así, para una película en la que las situaciones están demasiado bien encadenadas, los movimientos de su protagonista son presentados de una manera no tan fácilmente psicologizable.

El resultado final es una película contradictoria en la que lo por momentos banal de la forma y el estilo (por ejemplo, es mucho más interesante cómo Inside Llewyn Davis –Joel y Ethan Coen, 2013– retrata el universo folk de la década de 1960 en Nueva York) contrasta con el misterio y el magnetismo de su personaje (y el actor que lo interpreta). Quizás otras películas puedan captar al Dylan juglar jodorowskiano con sombrero y collar de pieles de Desire (1976), al Dylan resaqueado, de lentes negros y barba desprolija, casi lourreediano, de Infidels (1983) o al Dylan new wave con un saco digno de parodista de Empire Burlesque (1985). Sólo habrá que esperar.

Un completo desconocido (A Complete Unknown). 140 minutos. En Life Cultural Alfabeta.