Los personajes de Misericordia, de Alain Guiraudie, rotan de una habitación a otra, se espían, se pelean porque se aman o se amaron. Se consuelan después de una pesadilla, se desnudan y se prueban ropa frente a otros. Se mueven como encerrados en un pueblo chico. Se celan, se lanzan dardos, desean a la mujer y al hombre del prójimo y, después, se denuncian entre sí. Tensan la cuerda, se tiran unos sobre otros y son rechazados a los escopetazos. Luego se disculpan y se confiesan. Nunca nadie llora. Hacen planes, toman la sopa, buscan hongos comestibles en el bosque, se tiran flores, preparan omelettes y descubren que las medias naranjas no existen. Duermen en la misma cama sin que nada pase. La última película del director de El desconocido del lago (2013) y El rey de la evasión (2009) no sólo no le teme a la sexualidad, sino que es sobre sexo y, sin embargo, nunca nadie lo hace.

En Misericordia parece que todo el tiempo está por pasar algo. Y sí, pasa, pero nunca en el sentido en el que se podría prever. Parece una historia sencilla que transcurre en un infierno rural en el que se conocen todos. Jérémie, un joven panadero, vuelve unos días al lugar donde creció para acompañar a la viuda de quien fuera su jefe y maestro pastelero. El encuentro con algunos de sus antiguos vecinos revive celos y tensiones hasta llegar a un crimen.

Como en El desconocido del lago, Misericordia explora dos de las facetas del espionaje: la vigilancia y el voyeurismo. No sólo sucede a nivel temático; a nivel formal, en casi todas las secuencias hay un personaje que está siendo espiado por otro.

Misericordia señala además el peso de la iglesia en la vida cotidiana de una comunidad reducida, con todos sus desvíos y permitidos. Muestra a un cura que sabe sacar ventaja de los secretos, que extorsiona con la información que obtiene de las confesiones. Quiere controlar en los demás las pasiones que no puede reprimir en él. Así, la película de Guiraudie deja en evidencia cómo la hipocresía y la “vista gorda” son parte del sistema y no anomalías.

El punto Q

Misericordia no es una de esas películas que usualmente se asocian a lo LGBTI, en el sentido militante, temático o estético, y sin embargo la cuestión queer está ahí. Late por debajo. La ambigüedad sexual de los personajes es parte necesaria de la trama. Pero no es por la vía de lo identitario –en particular, de la orientación sexual– por donde transitan todas las preocupaciones.

“Creemos que está ocultando algo”, le dicen los policías que sospechan de Jérémie por la desaparición de otro de los personajes, Vincent. Y esa frase hace referencia a muchas cosas: a que parece estar ocultando lo que pasó con Vincent, pero también a que oculta algo sobre su sexualidad. Jérémie vive en un “clóset de cristal”. No oculta que le gustan los hombres, pero aun así permanece bajo la lupa. El murmullo, la endogamia y la vocación chismosa son parte del modo de vida de este lugar inventado por Alain Guiraudie, pero que podría ser cualquier suburbio. Esta comunidad quiere saber de qué se trata. Llega un punto en el que no se sabe si la investigación gira alrededor del hombre desaparecido o de la vida privada del recién llegado Jérémie. El escrutinio alcanza un clímax de disparate cuando los investigadores irrumpen a la madrugada con linternas entre sus sábanas.

Misericordia es una película de un género imposible. Un ¿policial? de intriga sexual, al estilo Guiraudie, con sus reglas, en las que el deseo es prioridad, mucho más que el delito y, ni que hablar, su castigo. Los amantes tienen sus propias leyes. Y seguirlas es más importante que sobrevivir. La sexualidad –más específicamente, los actos sexuales sin consumar– es el centro de la película. La tensión, violenta o amorosa, organiza lo que pasa entre los personajes y mantiene al espectador en alerta, intrigado por esos cuerpos bastante alejados de lo que se entiende por “hegemónicos”. Bellezas a contramano de las edades y los rasgos preferidos por Hollywood.

Alrededor del pueblo hay un bosque. Y lo que el bosque calla, o tapa, tiene que ver tanto con el sexo como con la muerte. Es un lugar donde encontrarse a escondidas y también donde esconder un cuerpo. Cuando el cura dice, en el marco de un interrogatorio policial, que “todo el mundo tiene derecho a tener una vida privada”, es como si hablara de esas licencias que tienen lugar en “un estado de naturaleza”. El bosque de Misericordia funciona como lo hacía la playa nudista en El desconocido del lago, filmada por completo en exteriores. Un espacio natural delimitado con sus propios códigos para el sexo entre hombres y también el descarte de los cuerpos.

El desajuste, lo que no cuaja y la traición de las expectativas son las cualidades de base de Misericordia, pero no porque los personajes se engañen entre ellos. Mucho menos porque la película recurra a engañar a los espectadores o a romper los pactos de lectura para generar suspenso, risa o sorpresa. Alain Guiraudie no hace trampa. No manipula ni subestima. Usa la ambigüedad y todo aquello que no se termina de explicar como una militancia. Una ética para contar. Y quizás ese sea uno de los mayores gestos de consideración que una película puede tener con su audiencia.

Misericordia. 103 minutos. Viernes 18 de abril a las 19.50 en la sala 1 de Cinemateca.