¿Hay lugar para el humor en el horror? La pregunta se relanza década a década con diferentes resultados. El humor puede aparecer como un gag que descomprime para generar la falsa sensación de seguridad en el set up de un film; era algo muy común en los slashers de los 80 y los 90 que en el primer acto trataran de hacer una vaga mixtura de géneros con el fin de no perder la atención de su público fundamentalmente juvenil. O puede quedar camuflado a lo largo del metraje como parte del temperamento ingenioso o cínico de su director (a veces se nos olvida del afilado humor de Hitchcock, incluso en sus películas más mórbidas). Y puede incluso transgredir las mismas reglas y utilizar la comedia desde una virtud iconoclasta, algo que suele darse en las secuelas, como The Texas Chainsaw Massacre 2, o en la curiosa evolución de la saga de Chucky o Nightmare on Elm Street.

Hay, sin embargo, algo curioso que se produjo en el cine de posthorror actual, en el que se destacan productoras como A24 y Blumhouse: la base del miedo se desplazó de los sustos a otra cosa más inasible, más vinculada al tono y a los efectos emocionales que se generan en el espectador. El cine de horror actual está mucho más enfocado al mal viaje emocional que al simple pavor; casi podría decirse que lo que se quiere es más que el espectador tenga miedo de cuán bajón o perturbado va a volver a su casa que la reacción inmediata que le generen los sucesos en pantalla.

Por eso, este humor entra en un lugar un poco más complejo: todo está atado por finos hilos al tono, y el humor conspira en contra de ese efecto, porque, para el director, debe intoxicar al espectador con los gases de la desesperación y lo gracioso actúa como una hendija por donde se filtra aire fresco.

Esto no significa que no se haya intentado. Jordan Peele, con orígenes en la comedia, tiene a todos sus films haciendo un complicado equilibrio entre lo humorístico y lo terrorífico (aunque es, quizás, el punto más débil de su estilo). Ari Aster, por su parte, hizo de Beau is afraid (2023) una obra maximalista que funciona como una película de Charlie Kaufman donde el absurdo, el trauma y lo triste están en una eterna partida de piedra, papel o tijera. Beau is afraid sigue siendo una película difícil de descifrar tonalmente, una que para muchos fue un traspié del considerado mayor exponente del poshorror, pero que en la acumulación de ridículo y desconcierto parece ser una película a ser redescubierta con el tiempo.

De todos los directores que podían virar hacia lo humorístico, Osgood Perkins era posiblemente el más impensado. Con películas como Longlegs (2024), The Blackcoats Daughter (2015) y I am the pretty thing that lives in the house (2016) su estilo está más ligado a lo abstracto y los ambientes que el de todos sus congéneres. El tono suele ser glacial y el horror queda suspendido en los films como un hedor imposible de identificar. Y también, como sus principales detractores afirman, sus películas son “dead serious” (serias en serio). Nada de esto podría hacernos pensar en el director como un gran candidato a este viraje hacia lo humorístico y, sin embargo, The Monkey es de las películas más juguetonas, libres y carentes de neurosis que hayan hecho realizadores del subgénero.

Trauma sobre trauma

En el film tenemos a dos hermanos gemelos que heredan de su padre (un aviador que nunca estuvo presente en sus vidas) uno de esos tan icónicos como perturbadores monos a cuerda que tocan el tambor. La peculiaridad de este mono (como sucede con muchos objetos ominosos en la literatura de Stephen King) es que cada nuevo giro de la cuerda desata una muerte tan inesperada como bizarra. La caja donde permanecía guardado el mono llevaba estampado en su tapa “like life” (como la vida), y el sentido no podría ser más preciso: las muertes suceden como accidentes absurdos, y el mono acata la orden de quien lo hace funcionar, pero no necesariamente da muerte a la persona que se pretendía.

Podemos pensar en Final destination (James Wong, 2000) como antecedente claro, pero The Monkey está más pendiente de lo absurdo en sí de las muertes que de la delicada ingeniería de aquel morboso efecto dominó que precipitaba decapitaciones, evisceraciones o empalamientos en aquel hit dosmilero.

Lo absurdo de los seudoasesinatos (filmados con tanta velocidad y uso de lo digital que indican que lo gore no es central en la película) se complementa con una licuefacción del drama en el tono del film. La madre de los gemelos, que parece una figura bastante magnética por su compleja alternancia entre calidez, dedicación, oscuridad y distanciamiento humorístico (no sé por qué me hace acordar a la vieja seductora de Harold y Maude; Hal Ashby, 1971), muere de una aneurisma explosiva en el primer acto del film y su funeral está retratado desde un tono tan ridículo y distanciado que haría pensar en las exequias de The hunt for the wilderpeople (2016), de Taika Waititi.

El drama familiar es para el poshorror lo que las casas abandonadas eran para el terror gótico y los campamentos para los slashers de los 80, y en The Monkey hay trauma generacional de sobra: un protagonista que tiene a su hermano como un dopplegänger sádico, una especie de maldición que persigue a sus seres queridos como una enfermedad ineluctable y la extraña certeza de que, de una forma u otra, es responsable indirecto de la muerte de su madre. Sin embargo, Osgood Perkins toma todo eso, que en una película de Ari Aster sería el set up, para la profunda inmersión en la psique torturada del protagonista y le da un giro que convierte al film en algo cercano a una comedia absurda en la que el protagonista, 25 años después, trata de reconectar con su hijo, respecto del cual, tal como ocurrió con su padre, nunca estuvo presente –justamente por miedo a que se pudiera activar algo de este funcionamiento asesino hacia él–, en medio de una reactivación del impulso homicida del mono. Es la banda Moebius del nihilismo: si, tal como señala la madre, todos vamos a morir, lo que queda es anticiparse y morir en vida... o bailar.

La mayoría de los detractores de The Monkey se centrarán en que es una película de terror que no asusta, pero sería fácil responderles que en definitiva es más una comedia, pero una comedia mucho más personal y profunda de lo aparente. Si uno analiza las películas de Osgood Perkins, sobre todas ellas siempre pende algo poco claro y sin forma del pasado, que continúa operando tras las sombras, pero nunca de forma directa, sino como una especie de contaminación o influencia invisible. En Longlegs el personaje de Nicolas Cage hace su aparición recortado, como una voz a la que se le puede adjudicar apenas una cintura y una parte de torso. Su aparición es un prólogo a algo más terrible que sucederá décadas después, como una fruta de lentísima maduración, con el peso y el aura de esos traumas infantiles mal ocultados por los mayores. En I am the pretty thing that lives in the house la relación entre la enfermera, la vieja escritora y la casa también da cuerpo al peso del trauma y la porosidad entre identidades, y en The Blackcoats Daughter el mal también tiene una forma indefinible pero operante, similar al diablo de Post Tenebras Lux de Carlos Reygadas.

Toda esta idea del pasado, el trauma y la identidad persiguiéndose la cola guarda una directa relación con la vida de Osgood Perkins, hijo de Anthony Perkins, ya que en entrevistas previas al lanzamiento de Longlegs contaba que quería infundir en su film parte de esta sensación de indefinición y secreto que tuvo su infancia, principalmente por la forma en que la orientación sexual de su padre, que había sido férreamente ocultada, terminó por salir a la luz con la noticia de que fue uno de los primeros famosos que morirían de sida. Gran parte del enrarecimiento de sus ambientes fílmicos tiene la forma de estos retazos difíciles de coser en la mente infantil, como sombras chinescas que con la imaginación cambian de forma y proporción.

Si esto ya era un elemento en común en la obra del autor, en The Monkey se cierra el triángulo parental, con una película que, además de los secretos y los fantasmas, también habla de la absurdidad de la muerte, algo que guarda relación con la muerte de Berry Berenson, la madre del director, que fue pasajera de uno de los aviones que se estrellaron en los atentados del 11 de setiembre. Entre dos muertes, entre la maldición y el absurdo, existe y se desliza como raíces que levantan el suelo la obra de Osgood Perkins, y The Monkey es una película que, en vez de permanecer en vela, quiere sacarse los hábitos y bailar en el cementerio.

The Monkey. 98 minutos. En Movie Montevideo.