La noticia llegó por Whatsapp. Era una imagen de la fachada sin fuente, sin contexto, sólo el título: “En el Día Nacional del Libro, la directora de la Biblioteca Nacional anuncia su cierre al público por varias crisis que sufre la institución”. El grupo de Letras, habitualmente sosegado, encendió de notificaciones las pantallas. Cada mensaje, cada chispa de indignación funcionaba como una sinonimia del desconcierto. ¿Cómo podía ser? ¿Cerrar la Biblioteca Nacional justo en el Día del Libro?

Fui a la fuente. Agotados los artículos gratuitos, llegué a leer la letra chica que la presbicia me había vedado: “A partir de mañana… no brindará acceso al público hasta que haya seguridad para recibirlo”. Esa transitividad me calmó un poco, no tengo del todo claro por qué. Tal vez porque al menos el público, del que ya no formo parte, estaba siendo contemplado. Había también una invitación a participar en un manifiesto. La puesta en escena de todo esto me parecía más performática que administrativa. Un gesto en busca de algo. Demasiado simbolismo como para tener razones tan literales.

Antes que Constitución, tuvimos la Biblioteca, fundada por Dámaso Antonio Larrañaga en pleno auge artiguista, el 26 de mayo de 1816. De ahí mi frase favorita de Artigas: “Sean los orientales tan ilustrados como valientes”. No sé si de verdad lo dijo, no me importa. A mí me conmueve. La ficción no me asusta y si promulga esas ideas, la abrazo y agradezco al autor, sea el prócer o algún ignoto escriba.

El cierre, como gesto, tenía una resonancia. Y pasado el impacto inicial, después de los mensajes en cascada, pensé: esto es un hecho político. Porque se ha probado de todo. Se ha abusado de buenos funcionarios y de buenos gestores; también se ha apañado a algunos mediocres, siempre sin continuidad. Se ha sostenido a pura resistencia, hasta que el deterioro se volvió más visible que la voluntad, hasta que no se quiso esperar a que un lector fuera mordido por una rata.

¿Cuánto más hay que soportar? ¿Cuál es el umbral de lo tolerable? Tal vez la pregunta debería ser otra: ¿qué nos indigna más? Los años de abandono, los años de indiferencia, los años en los que nos limitamos a señalar el error, esperando que otro piense y otro ponga el cuerpo hasta el portazo.

No soy indulgente con la nueva directora, Rocío Schiappapietra. Sólo sé que momentos complejos exigen decisiones audaces, de esas que, aunque drásticas, demandan respuestas que no se reduzcan a apagar incendios. Respuestas que no sonrían al vacío cuando la cuna de la ilustración de la patria es hoy ganada por la humedad y la indiferencia.

La crisis es, al final, un espejo. Y ese espejo nos devuelve no sólo indignación, sino la posibilidad de un pacto colectivo, una acción sutil para el más desprevenido, pero que sea irrefutable. Cerrar la Biblioteca Nacional en una fecha tan cargada no puede ser el principio del fin, sino un valiente punto de partida. Un golpe en la mesa que exige que la respuesta no sea otro “basta” vacío.

Es imperioso que la Biblioteca reabra con un plan sólido, tejido en transparencia y construido desde la colaboración real. Y que sea en un plazo cercano. Porque esta crisis no sólo expone el deterioro institucional, sino también nuestra pasividad.

Conviene recordar que hace pocos días la Cámara Uruguaya del Libro perdió a la mayor distribuidora del país como socia. Es otro síntoma de una estructura que se desmorona sin resistencia organizada. Llueven críticas de acá para allá, normalmente en lo callado, porque somos ilustrados pero la valentía te la debo. Las editoriales no terminan de organizarse, ni siquiera las que no son parte de multinacionales. Las librerías no logran ponerse de acuerdo en un radio de cinco cuadras. Los escritores han mostrado avances. Los periodistas, en vías de extinción. Los lectores llevan la delantera. Y la literatura resiste. Los clubes de lectura lo demuestran: organizan, sostienen, revelan que no hace falta un héroe, que la única salida es colectiva.

Por eso, creo que cerrar la Biblioteca Nacional es buscar un hecho político. No es resignación, es un golpe de realidad. El llamado escandaloso que nos tiene que interpelar, sacudirnos la mezquindad. No depende de un o una buena directora, la raíz es mucho más profunda. Es un llamado a entender, de una vez por todas, que esa frase que flota ahora en el aire, esa que una serie de plataforma popularizó, es más cierta que nunca: nadie se salva solo.

Y ayer alguien tuvo el coraje de decir basta. Aquí la única salida es colectiva. Sean los orientales ilustrados, sí. Y también valientes.