No sé exactamente cuándo pero sí cómo conocí el Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay. Fue a través de uno de aquellos avisos sonoros que se escuchaban antes de las funciones en Carnelli. En la sala, cerradas todavía las cortinas rojo oscuro que cubrían la pantalla, la voz grabada de Manuel Martínez Carril se percibía imperativa y nos conminaba a ver más cine que nunca en la inminente nueva edición del festival. Debía de ser la décima o decimoprimera, cuando despuntaba la década de los 90 y nuestro acceso a la cultura –con una necesidad férrea– era el carné de Cinemateca, además de las obras en el teatro El Galpón y en el Circular y los libros de autores prohibidos por la dictadura que habían emergido como hongos en Tristán Narvaja y que luego pasaban de mano en mano. En ese Uruguay de la cultura que emergía del subsuelo tras los años oscuros, las filas larguísimas en las salas de Cinemateca eran como renglones de una celebración colectiva. Luego, asistíamos a algo que tenía también mucho de liturgia pagana. Frente al altar, el rojo cortinaje que se abría para dejar ver la pantalla. Y, de nuevo, la voz de Manolo, grave y casi esotérica.
Me acuerdo de mi bicicleta atada en el jardín delante de la sala Pocitos, en la calle Chucarro. Olía a mar. Y por ese camino de azulejos que en broma llamábamos “el Gaudí” sabíamos que el cine iba a oficiar como arranque de uno, de mil viajes que nos llevarían a cualquier rincón del mundo con sus historias, que nos acercarían a la multiculturalidad, mucho antes de que ese concepto se empezara a enarbolar como algo a atender. Así íbamos acercándonos a las cosmogonías que han ido constituyendo de modo personalísimo cada uno de los directores en cuyos surcos entonces comenzábamos a introducirnos.
Era el Gotha del cine europeo, del neorrealismo a las nuevas olas, que ya no eran tan nuevas, pero que sólo llegaban a Uruguay gracias al festival. También de aquella tan curiosa revuelta contra el sistema de poder que salió de las entrañas mismas del Leviatán de los grandes estudios norteamericanos y se llamó el Nuevo Hollywood. Y que duró hasta que Reagan y Tiburón los redujeron, los eliminaron o los diseminaron ya atados cada uno a sus cadenas. También el cine asiático, que, con Kurosawa o Imamura todavía vivos, ya prometía futuros maestros que llegarían desde Corea, Taiwán, China o Hong Kong.
El festival también alimentaba esa ansia de volver los ojos a Latinoamérica, ese continente arrasado. El nuevo cine argentino comenzaba a encarar desde la pantalla una manera de mirar hacia adelante pero sin olvidar lo que tenía por detrás. También el cine uruguayo se activaba y empezaba a avizorarse algo que hasta entonces parecía lejano: una condición de posibilidad.
Mis boletines de Cinemateca eran un mar de olas que formaban las marcas no siempre rectas en verde y rojo subrayando las películas imprescindibles que, por defecto, eran todas. Mi reloj, naturalmente analógico, estaba siempre adelantado cinco minutos, en alerta de cualquier imprevisto que me retrasase en el camino a La Linterna Mágica o Cinema Paradiso, aunque era un clásico aquello de recorrer la cola y localizar a algún conocido más adelantado cuando, ya de lejos y por la longitud de la fila, te dabas cuenta de que ibas a quedarte afuera.
Miro hacia esos días. Han pasado 30, 31 o 32 ediciones, que son la medida de conteo cronológico de los muy cinematequeros. Cinema te quero, que es casi una declaración de amor al cine, en portugués y en gallego. Quienes venimos de esas filas y esos boletines subrayados como en oleajes aprendimos a amar la Cinemateca y su festival. En mi caso, tuve la fortuna de que, en esa progresión del afecto a la gestión de aquella apoteosis del cine, Martínez Carril, la voz que nunca se apagaba, me hiciera el honor de sumarme a un equipo cuyo motor era ya María José Santacreu, hasta entonces la única mujer. Fueron años en los que sacar adelante cada edición de festival entraba en la categoría de hazaña, en consonancia con los reclamos de Manuel, por la precariedad inenarrable de las condiciones y los presupuestos.
El equipo del festival podía definirse como una suerte de agonistas. Entre las situaciones dantescas –hay una infinidad– no me quiero olvidar del año en que se inundó la cabina de Carnelli. Hubo que salvar las copias del agua en una cadena humana de la que formaban parte los propios directores de las películas.
El festival ha sido, pues, una aventura en sentido nada retórico. Una manera de colectivizar, de algún modo, esa energía y derivarla en un punto de encuentro, de aprendizaje, de intercambio y de reivindicaciones. Ha sido la escuela iniciática de todos los que hoy hacen cine en Uruguay. Ante toda esa responsabilidad siempre tuvimos claro que ese era un espacio que había que defender –en un aprendizaje de la resiliencia de Manuel, que fue capaz de sostenerlo en tiempos insostenibles– y que también era necesario profesionalizar.
Por venir de esas experiencias sabemos que no existen imposibles, y por honrar a esta institución que sostuvimos con tanto esfuerzo, pero también a esta nueva Cinemateca que florece, la 43ª edición del festival, que prometía ser la mejor, terminó con enorme éxito, no sólo de público, sino también de proyección internacional, presencia en medios, elogios y agradecimientos de los cineastas que asistieron.
Santacreu dijo en la clausura del festival que, a pesar de que la 43ª edición parece haber sido la mejor de todos los tiempos, eso no es cierto: la mejor será la próxima. Que así sea.
Alejandra Trelles es la directora artística del Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay.