Siendo veinteañero todavía, en la primera década del siglo, el galés Gareth Evans llamó moderadamente la atención con un corto y un largo que tenían interesantes elementos de acción. Recibió entonces la propuesta de dirigir un episodio televisivo sobre pencak silat, la principal modalidad de artes marciales de Indonesia. Terminó casado con una indonesia, fijó residencia en Yakarta y tuvo la suerte de conocer a un joven prodigio de silat llamado Iko Uwais, que además es pintún y tiene talento actoral.

Hizo tres películas protagonizadas por Uwais: Merantau (2009), The Raid (2011) y The Raid 2 (2014), en las que además se lucía la coreografía marcial de Yayan Ruhian, otro de los maestros que Evans había conocido al investigar para el documental. Las tres películas, y en especial las dos The Raid, fueron hitos en el cine asiático de artes marciales. Sentaron un nuevo parangón de violencia, con su énfasis en ambientaciones sórdidas y un trabajo de cámara, montaje, música y sonido que potenciaba muy especialmente el carácter crudo, seco, desesperado y veloz de las escenas de acción. Todo eso, sumado a la creatividad para algunas situaciones realmente demenciales, ubica estas películas entre el cine de acción más espectacular de todos los tiempos.

Las películas indonesias de Evans se convirtieron en objetos de culto, al punto de que Uwais y Ruhian ganaron un breve cameo/tributo en Star Wars: el despertar de la fuerza (2015). Por desgracia para el mundo cinéfilo, Evans decidió regresar a Gales y consideró que no tenía sentido seguir haciendo cine en el archipiélago oriental. Probó suerte, con éxito moderado, en un terreno bien distinto, con la película de horror folk The Apostle (2018), luego regresó a la acción y violencia con la serie británica Gangs of London (empezada en 2020). Hubo gran expectativa cuando anunció un largometraje de acción y violencia para 2021. La realización se demoró en forma inaudita y recién ahora fue estrenada por Netflix.

Acción con baches

Havoc viene siendo recibida con comprensible decepción. Pese a estar rodada en Gales, la acción está ambientada en Estados Unidos. Como sería imposible recrear con similar credibilidad el clima tercermundista de su trilogía indonesia en ningún lugar real de Estados Unidos, se usó el recurso de una innombrada ciudad imaginaria, genéricamente yanqui pero inventada, a la manera de la Gotham City de Batman. Resulta un poco artificial y el clima generalizado de corrupción, suciedad y violencia termina pareciéndose más a las afectaciones de un punk trasnochado que a cualquier cosa apreciable como realismo, una especie de Sin City pero sin el pretexto de la estética del cómic. Para peor, la ciudad está construida esencialmente con base en gráfica digital de un tipo que quizá hace 25 años hubiera impresionado, pero que hoy día luce más bien baratonga.

Las escenas de acción y situaciones correlativas dependen de la premisa de armas con una munición infinita. El recurso, que puede funcionar en forma abstraída en los ballets visuales de un John Woo, se choca con el clima noir predominante en Havoc. Los villanos tienen además pésima puntería, mientras que los héroes liquidan decenas de malvados.

Es interesante la idea de un protagonista que es un policía corrupto y egoísta, pero el personaje no se termina de construir de forma que elabore su costado trágico, o un perfil psicológico interesante. A la larga, no tenemos más motivos para quererlo que la admiración por ser el macho alfa de la situación y estar actuado por una estrella (Tom Hardy). No tenemos idea de de dónde sale su habilidad marcial excepcional (por suerte, Evans no recurrió a la típica explicación derechosa de que fue entrenado por los marines o la CIA). Aún más inexplicable es la habilidad de pelea y manejo de armas de Charlie y Mia, dos personajes que se terminan aliando con Walker, sin ser ni policías ni matones. Ni siquiera la premisa del protagonista moralmente podrido se lleva con la debida consecuencia, y la película termina concluyendo por el lado más cómodo del respeto estricto al código de ética y a la legalidad, como si los aspectos torcidos del personaje fueran sólo, una vez más, una afectación estilística de seudo-outsider.

La historia es bastante revirada: cuatro jóvenes deciden hacer la suya robando una carga de cocaína a los narcos de verdad, pero les sale mal y terminan enfrentados simultáneamente a una Tríada china, a un grupo de policías corruptos y brutales (que también tienen interés en hacerse de la droga) y a la policía honesta, mientras Walker, presionado por un político poderoso que es padre de uno de los muchachos, intenta salvarlos. Descripto así puede no sonar mal, pero la historia está narrada en forma tan condensada que apenas se entiende. Supongo que el extenso período de realización de Havoc tendrá que ver con solucionar baches de guion, recapacitaciones o presiones de algún tipo de parte de los productores. La película parece podada en forma medio salvaje, y parecería que su duración estándar de una hora y 40 minutos se logró al costo de relegar las motivaciones, identificaciones, suspenso, construcción de clima y otros factores que faltan en esta producción.

En todo caso, hay algunas buenas muestras del poder visual de Evans en la persecución de autos del inicio y en la escena central de diez minutos de tiroteo demencial en un local bailable. Otra virtud es el trabajo sonoro del indonesio Aria Prayogi, única supervivencia de las películas orientales de Evans. Prayogi suele ser simultáneamente el compositor de la música y el diseñador del sonido, integrando ambas dimensiones –que, en su caso, no siempre se distinguen una de la otra–. Si bien el énfasis en los tiroteos que tiene Havoc no le permite lucirse con la sutileza y soltura creativa exhibida en The Raid y The Raid 2, hay algunos momentos sensacionales. Están entre las pocas cosas que distinguen esta película de lo más rutinario del cine de acción vigente en las plataformas.

Havoc. 107 minutos. En Netflix.