En 1899 Julio Verne escribió una famosa carta en la que se mostraba fastidiado porque HG Wells no precisaba bien cómo era que funcionaban los dispositivos voladores de sus historias. A diferencia de su colega británico, el francés presentaba blueprints del armado de sus invenciones, que incluían especificaciones sobre el combustible, funcionamiento y manejo. HG Wells, en cambio, simplemente quería divertirse y hablar de asuntos humanos por medio de creaciones hipotéticas. Esa discusión es una escisión temprana de las corrientes de la ciencia ficción, que radica en cómo se distribuyen los pesos de la balanza entre el platillo de la “ciencia” y el de la “ficción”.

Verne era un hijo del positivismo, que articuló su obra, y sus escritos no sólo eran reflejo de las obsesiones de su contemporaneidad, sino parte de un proyecto civilizatorio ulterior al que buscaba contribuir. Wells, en cambio, abrazaba una versión más libre de eso, donde el futuro venía a ocupar el lugar de una novedosa cobertura de lo metafórico.

Esta fisura originaria tiene su correspondencia en el péndulo interno que marcó a Black Mirror, que en un comienzo estuvo muy afincada como ciencia ficción especulativa –tan próxima que funcionaba como un comentario del presente–, pero luego aflojó de a poco las riendas y se permitió más licencias, tanto en lo genérico como en lo plausible.

Así, a lo largo de siete temporadas tuvimos historias en las que, contrario al tono devastador de la serie, el bien (sobre todo el amor) triunfa al final (“San Junípero”, de la temporada 3, fue el mayor late classic de la serie, y “Hang the DJ”, de la temporada 4), historias en las que no hay nada necesariamente futurista (“Loch Henry”, de la temporada 6, es más bien una reflexión meta sobre los requerimientos de la inclusión de lo autobiográfico en el formato de documentales true crime de Netflix) e historias ya definitivamente por fuera del género ciencia ficción (“Mazey Day”, de la temporada 6, es por lejos el peor capítulo de la serie).

El futuro desbordado

Estas siete temporadas han marcado notorias señales de desgaste, fundamentalmente porque todos esos mundos posibles que planteaba la serie se han vuelto demasiado próximos. Así, Black Mirror es un caso extraño porque muchas de las cosas que planteaban se terminaron cumpliendo, pero en ese mismo tren la realidad las superó, primero dándoles ese reconocimiento de lo augúrico, para después agotarlo. Es lo que tiene: si en una pancarta de una marcha hay alguien que blande un cartel que dice “este capítulo de Black Mirror duró demasiado”, hay, por un lado, un logro, pero, por otro lado, algo que cae o que termina siendo deglutido por la misma realidad.

En este plano, el mayor reto de la temporada 7 era cómo poder reencauzar las historias en el terreno de lo tecnológico, luego de una temporada 6 con demasiadas licencias que terminaron por dañar el núcleo interno de la serie. El otro asunto que podría determinar el estilo de la temporada es en qué lugar de lo tecnológico y de lo humano se iba a parar. Es una delicada zona limítrofe, pero Black Mirror ha brillado más cuando parte de una tecnología la diseña lo más finamente que puede y tira de la cuerda para ver qué palancas de lo humano mueve, que cuando parte del presupuesto de alguna condición de lo humano para después diagramar una tecnología acorde que pueda acolchar esta idea.

De vuelta, es un asunto bien de la línea Verne vs Wells, y cualquier persona a cargo de un curso de guion dirá que tal segmentación es banal; sin embargo, el diferencial de calidad de la serie suele estribar en lo bien diagramada que esté la tecnología.

Gaslighting, punctums y suscripciones premium

El capítulo más visual y narrativamente juguetón de la última temporada es “Bete Noire”, en el que la excompañera de clase de una ingeniera de alimentos confecciona una tecnología en la que puede alterar la realidad desde un lugar totalmente demiúrgico, como quien borra y reescribe sobre el código de lo existente. La parte graciosa de la historia es cómo poco a poco la excompañera comienza a alterar pequeños detalles de la realidad de la protagonista, volviéndola loca con detalles mínimos como cambiar el nombre de una marca, el color de un buzo o el significado de una palabra.

Es un capítulo que evidentemente parte del concepto de gaslighting y trata de llevarlo hasta los últimos límites posibles. Pero hay un detalle que no encastra del todo: el funcionamiento del dispositivo. El dije del collar con el que la villana (o heroína, depende de la perspectiva) altera la realidad es presentado por lo que produce, pero en su indefinición es un dispositivo que parece más mágico que tecnológico. Es, por así decirlo, una metáfora hecha objeto, pero no tiene una materialidad propia ni un funcionamiento claro que nos permita entenderlo. Peor aún: la apuesta por la alteración de la realidad y el universo se va desfondando y ya al final del capítulo se pierde un poco la gracia del rigor doméstico de las alteraciones.

_Black Mirror_, temporada7.

Black Mirror, temporada7.

El episodio “Hotel Reverie” tiene un problema similar: la idea de un tipo de programa de inmersión en el que una actriz entra en el universo diegético de un clásico de la década de 1940 para volver a actuar el papel de un protagonista masculino (y blanco) tiene mucho de La invención de Morel, la novela de Bioy Casares, pero fracasa en demostrar para qué una compañía querría un dispositivo tan complicado y riesgoso de reenactment, cuando con la IA actual estamos a unos pocos años de poder suplantar todos los rostros y expresiones de un elenco a nuestro antojo. Un error clásico de antropomorfizar excesivamente asuntos de código, como cuando en “Disclosure” (Barry Levinson, 1994) Michael Douglas tenía que meterse en un juego de realidad virtual para caminar por el interior imaginario de una compañía/castillo y revisar gabinetes digitales, cuando era algo que cualquier hacker promedio simplemente haría desde el código.

“Common People” abraza la tradición de los finales devastadores que siempre caracterizaron a Black Mirror. En el episodio Amanda (Rasheeda Jones) es salvada a último minuto de un cáncer cerebral por medio de un dispositivo tecnológico regenteado por una compañía que ofrece distintas facilidades y prestaciones según el tipo de suscripción que se realice. Así, lo que en principio parece una salvación se convierte en un calvario, porque las suscripciones básicas empiezan a incluir publicidades que la sobreviviente del cáncer reproduce verbalmente sin tener conciencia de ellas. Para poder zafar de esto, tal como en Spotify o en Youtube, hay que pagar más, pero los sueldos más bien magros de la pareja se tornan cada vez más exiguos con los requerimientos de upgrades. Además del peso emocional del capítulo, funciona en particular porque el implemento tecnológico es casi una extensión de otros que utilizamos en tiempos actuales.

Con otros dos capítulos más bien olvidables (“Plaything” y “USS Callister: Into Infinity”, que no está mal pero carece de la frescura de aquel capítulo de la cuarta temporada del que es secuela), uno podría pensar que esta séptima edición es floja, pero el penúltimo episodio es uno de los cinco mejores de la serie. En “Eulogy” un veterano ermitaño (Paul Giamiatti) es contactado para aportar sus recuerdos sobre una novia de su juventud que acaba de fallecer. En esta especie de panegírico asistido, el programa (comandado por una IA que lo acompaña y comenta) permite al protagonista adentrarse en fotografías viejas. El dispositivo, que está particularmente bien logrado en lo visual, le permite a Giamatti recorrer los espacios de su recuerdo, pero no interactuar con ellos. Es, a todas luces, una especie de goce total barthesiano, con los punctums de la imagen y el recuerdo entremezclados con esa capacidad de zoom, similar a la función enhance de la franquicia CSI, que permitía dar nitidez a cosas imposibles captadas por cámaras. Pero más que nada es un tour de force actoral de Giamatti, con esa condición todoterreno que tienen sólo los actores como él, bendecidos por su parcial fealdad y su larguísimo trayecto de participaciones secundarias antes de convertirse en figuras hiperconocidas (lo que le permitió escapar de la rápida hipercaracterización que causa el estrellato inmediato).

“Eulogy” es de esos pocos capítulos poderosos que parecen sellar los dos bordes de la grieta de la ciencia ficción: lo humano y lo tecnológico fundidos en un mismo terreno por ese fondo oceánico que siempre estuvo ahí, elusivo, que es la emoción.

Black Mirror, temporada 7. Seis episodios de entre 50 y 90 minutos. En Netflix.