Cuando hablamos de identidades cinematográficas nacionales, casi siempre nos basamos en algunos caracteres compartidos de ciertas películas premiadas o populares que se dieron en un momento particular. Por supuesto, el cine de cualquier país es generalmente bastante amplio, y lo que, por ejemplo, concebimos como cine iraní está basado en un corte transversal selectivo de ese estilo semidocumental deconstruido de directores como Abbas Kiarostami o Jafar Panahi, o, como alternativa, de historias cuasi ensayísticas de indagación moral, como las de Asghar Farhadi, cuando en realidad estos nombres están sostenidos sobre los hombros de un montón de creadores de otras películas de género que suelen quedar fuera del lente de la crítica internacional.

Ya abierto este paraguas, digamos que lo que solemos concebir como una cinematografía local casi siempre se sostiene en una sucesión de éxitos de crítica, o un extraño círculo virtuoso, que no suele durar mucho más de una década. El cine uruguayo lo tuvo en el primer lustro de los 2000, el cine chileno tuvo su propio lustro de gloria, e incluso una cinematografía más insular como la georgiana hace poco también supo disfrutar su momento.

Lo curioso es que el cine rumano es uno que, luego de los éxitos de La muerte del señor Lazarescu, de Cristi Piui, en 2005, y 4 meses, 3 semanas y 2 días, de Cristian Mungiu, en 2007, fue mutando de su estilo realista y a veces sardónico, para ir incorporando aspectos mucho más metacinematográficos y de reevaluación histórica que le permitieron extenderse y desarrollarse de forma sostenida por más de dos décadas. Así, a diferencia de lo que ocurre en muchos otros países, esta suerte de “nueva-nueva ola” del cine rumano es una que nunca llegó a romper y que sigue tomando forma en lo profundo del océano, arrastrando un montón de cosas consigo.

La revolución televisada

De entre las cosas que se pueden decir sobre el cine rumano, la más curiosa es que sintomáticamente vuelve a la discusión sobre el registro y las versiones oficiales de los hechos. Una de las primeras películas que abordaban esa noción era la divertidísima 12:08 al este de Bucarest, de Corneliu Porumboiu (2006), una comedia casi en su totalidad armada alrededor de un programa de televisión conmemorativo del aniversario de la revolución de 1989, donde de forma inesperada se empiezan a sacar los trapitos sucios de algunos de los invitados. No hay imágenes, no hay reenactments, sólo nos manejamos con las versiones de los expositores y las llamadas inquisidoras de los televidentes.

En esta línea, el cine de Porumboiu siempre fue, más allá de su humor cáustico (pensemos el humor carpatiano como uno similar al de los Balcanes, pero más amargo y menos estridente), un cine que indaga sobre los diversos sistemas de producción de verdad: está, por ejemplo, Policía, adjetivo (2009), donde el centro se desplaza de la labor detectivesca en sí para pasar a los criterios de terminologías empleados para determinar la inocencia y culpabilidad de un pibe que apenas es culpable de haber comprado marihuana. Cae la noche en Bucarest (2014) está plagada de discusiones sobre cómo la forma altera el contenido (por ejemplo, cómo los utensilios de la comida china complejizan el contenido del alimento, a diferencia de las facilidades que brindan los tenedores y cuchillos) y a la larga también es una disertación sobre las condiciones de producción del cine en sí mismo. Lo mismo pasa con The Second Game (2014), que consiste en los 90 minutos de transmisión de una final de la liga rumana de fines de los 80, con la única alteración de estar comentada por Porumboiu y su padre, que fue juez de ese partido, en un diálogo que de a poco pasa de lo estrictamente futbolístico para abrir el abanico de cómo eran las relaciones de poder de la Rumania de Nicolae Ceaușescu.

De entre todos los rumanos recientes, el más sistemático y brillante ha sido Radu Jude, quien está a cargo de las películas más actuales de la cinematografía de la última década. El cine de Jude se centra en los destellos de realidad que se filtran entre los huecos de lo burocrático. En I do not care if we go down in history as barbarians (2018) el tras bambalinas de un evento público hace discutir las formas de escenificación del orgullo nacional y cómo una parte importante de la identidad rumana está sostenida sobre el lavaje de cara del rol colaboracionista que tuvo durante el Holocausto judío. Otras películas de Jude, como No esperen demasiado del fin del mundo (2023) y Sexo desafortunado o porno loco, también trazan estas líneas entre cine, identidad y escenificación, siempre señalando esto de que, más allá de las cosas en sí, hay narrativas, y que esas narrativas son siempre políticas.

Podríamos ir incluso más atrás y ver que esta obsesión con lo burocrático y la construcción predeterminada y activa sobre las narraciones también se da en otros films, como Reconstituirea (Lucian Pintilie, 1968), en el que un fiscal, un policía y un profesor llevan a unos estudiantes a recrear una pelea en la que estuvieron involucrados para hacer un aviso sobre los problemas de la ingesta de alcohol.

Paradojalmente, el mojón fundamental de esta obsesión por el registro se da a partir de una película no hecha por un rumano, pero sí sobre un evento rumano. Videogramas de una revolución (1992), de Harun Farocki, es una obra maestra en el manejo de archivo para mostrar algo que casi en simultáneo venían diciendo pensadores como Pierre Bourdieu y Jean Baudrillard. El cineasta alemán recopila material televisivo de los días previos al levantamiento social que sacó a Ceaușescu del poder, y mostró por primera vez un derrocamiento televisado. Más importante: no sólo televisado, sino reactuado en tiempo real para la cámara, como si ya empezase a permear esa cuestión de que si no está filmado, no existe del todo (y que culmina con la ejecución transmitida en vivo del jerarca rumano y su esposa). Farocki entiende ahí que hay un dislocamiento, algo de la imagen que va más rápido que la misma lengua, que la forma coordinada de construir una narración al respecto.

Este núcleo traumático de la ejecución aparecerá sucesivas veces en el cine rumano, hasta llegar a Tres días para Navidad, de Radu Gabrea, que filmada en un estilo símil Dogma 95 crea una especie de cuasi reality hiperrealista de los últimos días de Ceaușescu y Elena.

El agujero en la bandera

El fin de año que nunca llegó (Bogdan Mureșanu, 2024) es una película que toma elementos de toda esta tradición de deconstrucción nacionalista, pero acolchonándola dentro de un estilo narrativo un poco más clásico. La historia se da en forma coral a través de las sucesivas intersecciones de personajes que en principio no tienen tanto que ver: la exmilitante del régimen que se niega a dejar su casa para que la derriben y construyan un nuevo bloque de edificios comunales; los productores de un pomposo video oficialista de fin de año que se encuentran ante el inconveniente de que la actriz principal se acaba de escapar de Rumania; la actriz que es llamada para ocupar su lugar; un hombre de pocas pulgas que se encuentra en el aprieto de enterarse de que su hijo puso en una carta a Papá Noel que el deseo navideño de su padre es la muerte de Ceaușescu.

Lo más divertido del film es esa sensación de fin de los tiempos que se percibe en el aire sin que lo puedan entender del todo sus protagonistas: todos sabemos que en sólo un día cambiará el régimen que los tiene tan angustiados, pero en esa antesala ellos sólo pueden limitarse a seguir recurriendo a kafkianas medidas para cuidarse la espalda. Lo que más ronda el film de Mureșanu es esa sensación de paranoia, en la que todo compañero puede ser un informante y cualquier cosa que hagas, por más mínima que sea, puede llevarte a ser encarcelado o excluido de algún sistema público.

Esta idea de paranoia se retroalimenta con un formato de imagen bastante cuadrado que da a todo el film (sobre todo por el uso de zoom y cámara en mano) un aire de videovigilancia. Entre estos detalles más sutiles hay uno simbólico y gracioso: en el set de televisión donde se pretende refilmar ese saludo de fin de año oficial alguien agujereó el decorado de motivos navideños que vestía la escena. Ese mismo hueco se anticipa al agujero que figurará en la gran mayoría de las banderas rumanas (recortado del centro el escudo de armas de la República Socialista) que serán agitadas como símbolo del derrocamiento del régimen. Mureșanu hace bien en centrarse en un canal de televisión para mostrar la caída, porque justamente el canal de televisión se convertirá, tal como lo mostró Farocki, en la sede de la revolución.

El fin de año que nunca llegó. 138 minutos. En Cinemateca.