En Hot Milk, la más reciente película de la directora Rebecca Lenkiewicz, la veinteañera Sofia y su madre Rose pasan una temporada en una idílica playa de Almería, España (la locación, en realidad, es una no menos idílica playa griega, porque la película es una coproducción entre Reino Unido y Grecia). No son propiamente unas vacaciones: Rose pagó 25.000 euros para hacer un tratamiento en una clínica de lujo por una extraña parálisis que la acomete desde hace un par de décadas, que nadie pudo diagnosticar, y que no es absoluta, ya que muy de vez en cuando ella logra levantarse y caminar.
El doctor Gómez tiende a pensar que se trata de algo psicosomático. No es fácil para nadie estar confinada en una silla de ruedas, y tampoco es fácil para Sofia tener que hacerse cargo toda una vida de la enfermedad de la madre. Sea como sea, el escenario soleado es más bien un contraste con la oscuridad de ambas vidas y la relación entre ellas. Rose no puede ser más amarga, gruñona y quejumbrosa, mientras que la hija está todo el tiempo con una expresión tensa y angustiada, y su vínculo consiste casi totalmente en intercambios de reproches, con alguna conversación muy de vez en cuando.
Hay una esperanza de vitalidad cuando Sofia ve pasar cerca, en la playa, a una espléndida jinete rubia, una muchacha alemana con la que pronto empieza una relación sexoafectiva. Sofia tiene atisbos de disfrute, pero son muchos más sus celos e incertidumbres frente a los no disfrazados vínculos paralelos de Ingrid con distintos varones. Ingrid también ha sufrido un trauma, carga con una culpa terrible y actúa con tensión y angustia. Hay más: Sofia aprovecha para escaparse a Atenas para ver a su padre griego que abandonó la familia y al que no ve desde hace 11 años, sólo para constatar que es un ser desagradable y también amargado.
Los personajes proceden de maneras esquivas. Ingrid está acariciando a Sofia y de pronto le dice: “Maté a alguien”. Sofia se para y mira el infinito con expresión indefinida (y siempre con un tonito de amargura), Ingrid se levanta y se retira, y la escena queda por esa. En otro momento, una de las dos le pregunta a la otra cómo fue su infancia y la respuesta es: “Una bicicleta loca. Zapatos rojos. Un gato” (créanme: es la mejor línea de diálogo de toda la película).
Sintonizando con esa forma de comportamiento, el montaje también es elíptico: hay varias microescenas que consisten simplemente en alguna acción prosaica, sin seguimiento y sin consecuencias, quizá emulando la prosa de Deborah Levy, autora de la novela en que se basa esta historia, y que se suele describir como “corriente de pensamiento”. En ese montaje no clásico hay momentos en que lo que se ve no es “real”, sino que parece ser la imaginación o alguna reminiscencia de Sofia (sobre todo algunos fragmentos en los que aparece un perro ladrando o escuchamos lo que parece ser el sonido de un tren).
También hay un trabajo expreso de generación de motivos: Rose está leyendo sobre medusas y comenta que ellas no tienen cerebro. Luego, Sofia ve unas cuantas medusas sobre la arena de la playa y se quema con medusas dos veces mientras se baña. También vemos una imagen que parece documental, en blanco y negro, de una medusa. Quizá sea algún tipo de simbología vaga, me imagino que referida al componente tóxico. También vemos unas inserciones de danzas de Bali, puestas allí a propósito de que Sofia estudia antropología y está haciendo un trabajo sobre Margaret Mead. En un diálogo, el médico que atiende a su madre le sugiere que, como estudia esa disciplina, tiende a ver a la gente y las situaciones basado en patrones, pero no constatamos en ella ninguna mirada analítica, formal, relativista o capaz de procesar los eventos en función de una comprensión de fundamentos culturales.
Esa tendencia a que las protagonistas se encuentren recargadas de angustia, anteponiendo sus malas vibras a cualquier intento de cortesía o de buscar maneras de pasarla un poco menos mal, parece vincularse, para las creadoras de la película (y sus personajes), con la noción de que todos esos estados derivan de determinados traumas primarios, ubicados en etapas tempranas de sus vidas, de modo que, si ellas logran traer hacia la dimensión consciente tales eventos, eso podría ayudarlas a sanar o, por lo menos, a existir de modo un poco menos disfuncional. La película ilustra esa tesis en el sentido de que cada personaje tiene su momento de encuentro con sus orígenes y una historia fea que contar (Sofia, en todo caso, es la que más se aparta de ese patrón, sustituido por la visita al padre que la abandonó).
Eso parece traducir cierto empeño de “penetrar y explorar las oscuridades del alma”, como un Ingmar Bergman del siglo XXI, sólo que esa búsqueda está encarada en forma medio chata. Me quedé con la impresión de que la opción por ese montaje elíptico, más que complejizar los personajes o suscitar preguntas o ambivalencias, funciona como un recurso distrayente para contornear una densidad insuficiente en los perfiles psicológicos de las tres protagonistas.
Esos silencios y no dichos siempre pueden funcionar como la impresión de que hay una dimensión más profunda a la que la película está aludiendo en forma indirecta, quizá para no pecar de obviedad o falta de sutileza. No logré vislumbrar esa dimensión oculta, y la película me parece más la afectación de la exploración que una exploración propiamente, como si la realizadora mirara más hacia la impresión que su película pretende dar que a sus personajes. O quizás, sí, miró a sus personajes, pero no supo encontrar más que esquemas. O quizás encontró más cosas, pero falló en su manera de expresarlas en forma de cine.
Hot Milk. 93 minutos. En Alfabeta y Cinemateca.