Amor y dinero siempre fueron de la mano en Hollywood. Especialmente en el cine de fines de los años 1940 y 1950 (es decir, a partir del rearme de la sociedad de consumo de posguerra y antes de las convulsiones político-ideológicas que luego dividirían al país) hay una ecuación relanzada de los dramas románticos victorianos de antaño, pero reformulados para el mundo capitalista: las historias que antes se daban en una triangularidad entre el interés romántico, el cortejante y su abolengo ahora cambian su vértice por el asunto del dinero.

Esto es notorio porque en el cine de 1930 (que era más relajado en lo moral, ya que aún no regían las regulaciones morales del Código Hays) todavía quedaban resabios del asunto del valor inmaterial de una suerte de seudonobleza: señores que venían de una buena familia, romances en escenarios exóticos y colonialistas, el cliché de los hombres distinguidos llegados de una Europa todavía marcada por la tradición y la etiqueta...

En cambio, en las películas de amor materialista de los años 50 (subgénero en el que Los caballeros las prefieren rubias es algo así como el Acorazado Potemkin) siempre se dejaba filtrar la fascinación por la fastuosidad y los objetos, en un tecnicolor que daba otro brillo a los diamantes y vestidos y que incluso podía volver más ornamentales objetos plásticos de consumo diario. La mujer se veía tentada por una exorbitante cornucopia de artefactos de prestigio, y aun si el héroe era pobre gran parte de las narrativas consistían no tanto en que la seducida apreciara lo simple, sino en que el héroe pudiera subir de estatus, una especie de avance moral que se mezclaba con el material, reafirmando el mito de la meritocracia.

Si en las décadas de 1960 y 1970 se supo poner estos ideales en tela de juicio, en los 80 fueron un viraje conservador que, sobre todo en lo cinematográfico, parece una versión en anabólicos del cine de los 50. En esa década, los Xanadús privados de ricos misteriosos son relevados por los rascacielos vidriados de yuppies eufóricos. Las joyas se suplantan por autos deportivos y los electrodomésticos adquieren una pátina de cromado que deslizan una fe ciega en el futuro.

En Estados Unidos los 90 fueron un período de cierta estabilidad sociopolítica que permitió lanzar una crítica moral a la década sin tener que reformar la estructura. La crítica ya no era sistémica, sino personal y micropolítica (la insatisfacción y la ironía de la generación X como estandarte), pero nunca se deja del todo la promesa de la casa y la familia (en este sentido, Reality bites y Clueless son películas opuestas y a la vez complementariamente paradigmáticas de ese terreno económico y moral).

Los 2000 y 2010 son un poco más difíciles de tomar porque están en una zona gris entre lo multinostálgico, lo materialista y lo hípster. El lugar común de la manic pixie dream girl como heroína y como musa mueve de lugar el brillo de lo material y la disputa se lleva en un terreno donde priman otros elementos. El protagonista masculino ya no tiene que mostrar qué tiene, sino de qué está hecho, pero ese de qué está hecho muchas veces está directamente asociado a otra moda empaquetable, falsamente crítica.

El cine de los 2020 todavía se está definiendo, pero justo al fin del primer lustro se comienza a ver en todo el mundo (luego de una década de fuerte empuje de ideas progresistas) una vuelta casi sintomática al neoconservadurismo: derechas autoritarias que parecen salidas de un cómic de Marvel, nuevas masculinidades que quieren recuperar el antiguo (y algo fantasioso) formato de hombre alfa y trad wives que vuelven a roles abandonados hace más de 70 años.

Amores materialistas (Materialists) es una película que intenta entender esto en la cresta del presente. Más que una automitologización (es decir, el intento de estampar un sello y definir una generación por imágenes potentes y perdurables), está movida por un distanciamiento clínico.

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Para ello, toma un tropo que ya se veía en el cine de los 2000, el de la mujer encargada de orquestar lo romántico para otros pero incapaz de vivir su propio romance –por ejemplo, The Wedding Planner (Adam Shankman, 2001), Bride Wars (Gary Winik, 2009) o 27 Dresses (Anne Fletcher, 2008)–, pero lo desarrolla desde un costado más antropológico. Es como si la directora Celine Song se preguntara cómo sería Hitch si hubiese sido dirigida por Steven Soderbergh.

La comparación no es gratuita, ya que Soderbergh es el director que más se ha interesado por esta relación de lo económico en otros terrenos: desperdigadas en su filmografía, recurrentemente aparecen películas-ensayo chiquitas en las que podemos encontrarnos con el abordaje gélido, casi documental, del mundo de la prostitución vip en The Girlfriend Experience (2009), o con el falso empaquetamiento de Magic Mike (2012) como una película cachonda de strippers, cuando la mayor parte del tiempo todos los personajes están hablando de las implicancias de su negocio, inversiones y expansión.

En Amores materialistas, Lucy (Dakota Johnson) es una matchmaker, una mujer de alto rango en una compañía que se encarga de conectar románticamente a personas de la alta sociedad neoyorquina. Los encuentros que en una obra de Jane Austen se daban en zaguanes y bailes de gala acá están mediados por redes, con los postulantes estáticos mientras todo el movimiento lo organizan estas agencias.

Esta quietud es un elemento para nada secundario en la película, ya que su morosidad clínica también se transfigura en los cuerpos y los planos: los personajes toman turnos para moverse, sus parlamentos se escalonan en largos procesos de tesis/antítesis/síntesis, e incluso la cámara tiende a que cada interacción se sustraiga del fondo, como pequeños archipiélagos dramáticos alternantes.

Lo esencial para generar esta sensación es el sonido: luego del tercer intercambio ideológico de Lucy nos damos cuenta de que hay algo raro y es que dentro de las charlas no hay soundtrack. Están las palabras y detrás de ellas un sonido ambiente que por momentos parece una cámara de despresurización. Sólo los conceptos, sin las trampas del edulcoramiento emocional.

El mundo que gestiona Lucy es uno gobernado por variables, tags y unidades de medida reponibles y renegociables: altura del candidato, ingreso anual, edad, profesión, hobbies. Los usuarios quieren algo, después se dan cuenta de que no quieren exactamente eso, se les ofrece otro plan, lo toman, reinvierten. La mejor charla del film, en la que se ve la agudeza que Song supo mostrar en Vidas pasadas (2024), no se da entre los protagonistas, sino en la intervención sobre una de las tantas usuarias que maneja Lucy.

En la escena la chica está en plena psicosis preboda, y cuando la matchmaker pide a las acompañantes de la novia espacio para hablar a solas con ella, le dice “te voy a pedir esto, confesame el pensamiento más feo que tengas con respecto a esto, voy a hacer el pacto de nunca decírselo a nadie”. La novia cuenta cómo su casamiento es, en el fondo, una forma de darle celos a su hermana. La razón es bastante miserable y estúpida, pero Lucy encuentra una verdad en esta confesión: “Así que lo que vos decís se trata de una cuestión de valor. Sentís que él te da valor”, dice en referencia al novio. Se trata, por el tono y ritmo, de una auténtica intervención psicoanalítica, pero que sólo sirve a la empresa; es, de por sí, un momento de suma autenticidad, pero regido por otro sistema que tiene una capacidad axiomática para llevar toda el agua a su molino.

La mirada de Dakota

En el fondo toda la película es sobre eso: el valor, pero no el valor de la cosa en sí, sino su valor especulativo, su valor de cambio. Si en los 50 el amor materialista se jugaba alrededor de los objetos como espejo de las conquistas de esta sociedad de consumo, el mundo de Amores materialistas es uno de posconsumo, donde todo se da en un criterio más abstracto, con el amor como un sistema de criptomoneda que circula pero nadie puede tocar o ver.

Dakota Johnson es la actriz más perfecta para ese rol, para ese mundo. Desde 50 sombras de Grey (Sam Taylor-Johnson, 2015) la languidez es su estandarte. Lo particular de su estilo, o más bien de toda ella, es que esa languidez tiene la capacidad de ser triste, tierna, distante, enigmática, cínica, fría, erótica o divertida (y a veces todo al mismo tiempo) según la luz que se pose sobre ella. Todo está en el alineamiento entre los ojos tristes, la voz sedosa y su boca.

Además, comparte con Kristen Stuart tanto esta tendencia al distanciamiento enigmático como el tic actoral de morderse el labio inferior. La diferencia es que en Kristen la mordida de labio es algo extraño, algo que siempre genera alrededor de ella una tensión y desacomodo palpable, mientras que en Dakota hay algo más infantil, plácido y narcotizante.

Por todas estas características, Dakota Johnson es la mujer del mundo de posconsumo: una voz en perpetua serenidad ASMR, capaz de transformar las pasiones en un tema de gestión, una cara a la que necesitás confiarle tus secretos.

Pero al final, ¿en Amores materialistas hay amor? Creo que el problema fundamental de la película es que la precisión con que está expuesto su marco teórico hace inviable creer en el amor representado sin una pátina de desconfianza. Hay una forma de crítica a esta sociedad de posconsumo, pero en la misma forma de hacer tablas con ella termina colándosele otro efecto conservador. Hay en esto algo curioso: mientras que en Vidas cruzadas el triunfo de la decisión pragmática logra hacer a lo romántico algo más trágico y glorioso, en Amores materialistas el triunfo de lo idealista termina valiendo menos que si los protagonistas hubieran optado por un camino lineal, casi cínico, con el mundo que se les armó.

La película es víctima de su acierto, pero es posible que también nosotros seamos víctimas de la lucidez de estos tiempos.

Amores materialistas. 115 minutos. En salas de cine.