Cada vez que se vislumbraba un Ernesto Vila en una colectiva –y me pasó varias veces– siempre, casi a manotazos, el cuadro chillaba, reclamaba una atención especial: pese a la naturaleza de su arte –programáticamente sobrio, contenido, parco, aunque en permanente ebullición muda, cuyos órganos vitales eran lo inconcluso, lo sugerente y lo frágil–, sacudía. Incluso en medio de obras de veinte y treintañeros, sus piezas descollaban por la frescura, la unicidad de lenguaje, por haber logrado una independencia estética de cualquier modelo, pero con raíces oblongas e insinuantes. En este sentido, cumplió con lo que se había prometido, eso de crear “un arte con-texto propio” que pudiera generar “emociones y reunir vínculos dispersos, que están únicamente aquí, en este único lugar único”.

Su introducción al medio artístico se dio primero en el Taller de Torres García entre fines de los 50 y principios de los 60, con Augusto, hijo de Joaquín, a la cabeza, y luego en el taller de Gurvich. Formación fundamental, de la que rescataba la metodología del “viejo” maestro, lamentando al mismo tiempo cómo él y su generación “se habían sustentado en testimonios y conceptos, ideologías y filosofías demasiado lejos de nosotros y en cuya construcción no habíamos participado”, dando a la vez testimonio de cómo “no habíamos producido nuestros grandes errores como para recapacitar sobre ellos”. Ya quedará claro cómo la cuestión de la identidad era, para él, clave para cualquier quehacer simbólico.

Luego, a partir de 1965, Vila pasó un lustro en Europa, luego de un breve periplo por Bolivia y Perú: un “viaje iniciático” entre Holanda, España, Francia, Italia e Inglaterra (con breve paréntesis también norteamericano). Es allí que con otros uruguayos del círculo de Gurvich (entre ellos, Héctor Vilche, Armando Bergallo, Gorki Bollar y Clara Scremini) formó el grupo Taller Montevideo, con el que presentó trabajos performáticos –llamados “Cronus”–, obras cinéticas y lumínicas (incluso un mural) e instalaciones que preveían la participación del público. Una de ellas, compuesta por cubos, se mostró en la Bienal de Venecia de 1970; Vila volverá a representar a Uruguay en la ciudad lagunar, esta vez solo, en 2007.

Justo en 1970, una vez que entendió definitivamente que el viejo continente no era para él, se dio el anhelado regreso a Montevideo. Uruguay, envuelto en la niebla predictatorial, había mudado drásticamente y, de alguna manera, ese cambio trágico radicalizó la militancia de Vila, que entró en el MLN: dos años después terminó preso y, ya con los militares en el poder, el encierro llegó a durar cinco años. “Luego del período de adaptación intentamos defendernos del contexto de la cárcel, oponiéndole toda la indiferencia que comenzábamos a saber almacenar y administrar. Al mismo tiempo construíamos nuestro propio contexto paralelo”, recordó en “Arte, cárcel y exilio” (1996). En efecto, aun en condiciones tan adversas, pudo milagrosamente continuar dibujando y creando piezas, aprovechando materiales de desecho y reciclados, que marcarán también la producción sucesiva.

En el mismo lúcido y conmovedor artículo de Vila también aparece una definición desgarradora y redonda del destierro, que el artista transcurrió en Francia entre 1980 y 1985: “El exilio nos roba la geografía y con ella todo lo que hay dentro: perro de la infancia, maestros, adversarios, olores, vecinos”. Primero en París (donde nunca logró asentarse conceptualmente y donde tuvo, sin embargo, una especie de epifanía al ver las últimas obras de Pierre Bonnard) y, a partir de 1986, de nuevo en Montevideo, Vila se focalizó en el uso del papel –recortado, doblado, desgarrado y manchado– y de los desechos, que caracteriza muchas de sus creaciones: la precariedad, que es la precariedad de la subsistencia en la prisión, pero también de la memoria que busca incesantemente reconstruir el pasado, se vuelve central, así como todo lo “infra”, márgenes, pliegues, recortes.

_La Casa de Mosteiro_. Foto: BCU.

La Casa de Mosteiro. Foto: BCU.

Vila plasmó, a partir de los 80, una poética de la “disolución y des-ilusión”, como la llamó Gabriel Peluffo, que fue declinando de maneras distintas, pasando de las dos a las tres dimensiones, de colores vivaces a monocromos sombríos y volviendo incesantemente sobre algunas formas de accionar (la silueta, el vacío, los hilos y los palitos que sostienen malamente los conjuntos) y ciertas figuras fundacionales, siempre en estado espectral y evanescente (Carlos Gardel, Rafael Barradas, Augusto Torres, Petrona Viera, el tío Rogelio, gente del barrio). Construyó “arquitecturas” que tomaban formas trémulas, estremecidas, fantasmales, pero que nunca se agotaban en la sola pobreza y labilidad que las marcan visualmente: logró constantemente infundirles una carga sentimental vertiginosa (y nunca melosa, por supuesto).

Antes de cerrar esta demasiado breve nota, dado el tamaño de su figura, es imposible no mencionar dos cosas más. Primero, que fue una persona muy divertida, perpetuamente pronto para chistes y bromas, siempre elegantes y agudos (inolvidable su imitación vocal del crítico Nelson Di Maggio, empapada de ironía y cariño). Segundo, que fue un talentoso teórico antiteórico, vale decir, un entretenidísimo tejedor de poéticas y visiones del mundo en forma escrita y oral, pero nunca pedante (el mejor espécimen es el libro-entrevista con Clio Bugel Páramo Beach, editado por Hum en 2009): una ametralladora de aforismos y máximas que fluyen como cuentos, siempre sorpresivos.

Dejo entonces a él las últimas palabras –centradas en el medular, para su idea de arte, “conflicto entre originalidad y origen”–, recortándolas de una entrevista que le hice en 2014 y colgándolas, figuradamente, a uno de sus palitos: “La metáfora que encontré para simbolizar ese conflicto es la de la casa: recién compraste un apartamento, das una fiesta, todo el mundo te felicita por tus adornos, por el color de las paredes, por los mármoles que trajiste de Carrara, pero nadie te felicita por los cimientos de la casa, oscuros, hundidos en la sombra, escondidos y húmedos; están soportando tu penthouse, que sin embargo, aparentemente, no tiene cimientos. Están abajo haciendo la lucha de clases, bancándose el peso, mientras arriba la gente se congratula por la belleza de tu departamento. Comencé entonces a complicarme con la idea, o la utopía, de una fundación; creo que sin fundación no hay posibilidad de crear espacios y lenguajes propios”.