Hay un fenómeno físico llamado ósmosis, mecanismo natural, fundamental para la vida. Un disolvente (por ejemplo, el agua) pasa desde una solución menos concentrada hacia otra más concentrada a través de una membrana semipermeable, con el objetivo de alcanzar un balance entre ambas.

Imagino ahora que aplicado a los seres humanos sería así: a los seres semipermeables les llegan los nutrientes a través de las membranas plasmáticas del mundo, y estos se convierten de manera natural en suaves alas, necesarias. El tránsito de un medio a otro está asegurado, sin necesidad de un gasto extra de energía. Y cuando el proceso se cumple, una parte del mundo íntimo del otro nos llega en forma de gestos, hábitos, canciones, lecturas, historias y anécdotas. La sensibilidad y la existencia del otro enriquecen o cuestionan mi propia sensibilidad y existencia.

Pero esto sólo es posible si estamos cerca y somos semipermeables. Sólo así una persona de menor edad y experiencia (por ejemplo, un niño) traspasará (de modo pasivo) la membrana que lo separa del otro (por ejemplo, un adulto). Sólo así será posible este modo natural de existencia y de convivencia, sustentado en el deseo de tener algo de la experiencia y del conocimiento del otro. Una perfecta homeostasis.

El problema surge cuando el modo en que vivimos evita o suprime el aburrimiento y la mezcla; cuando nos volvemos impermeables y ya nada del otro me alcanza y me nutre; cuando me abastezco solo, como un bebé en un útero, placenteramente y sin conciencia.

No hay contacto, no hay mezcla, no hay verdaderas influencias.

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Hace poco, en la sala de espera de un centro de salud, esperaba mi turno rodeada de personas que miraban sus pantallas individuales (y los que no lo hacían era porque habían cedido al niño pequeño su propia pantalla). Ellos, los niños, permanecían hundidos en sus sillas de plástico, quietos y serios, tristes adultos en miniatura, en cada mano un celular o una tablet. No molestaban, es cierto, pero tampoco miraban alrededor. No observaban ni investigaban, no recababan detalles, no se asombraban ni preguntaban. La realidad continuaba del otro lado, pero, al parecer, no era interesante.

La espera se alargaba y siempre era otro el que se levantaba en mi lugar. Quizás fue por eso que depuse mis armas, guardé mi bandera y saqué yo también mi pantalla individual. Busqué cosas chicas que brillaran un poco, como pequeñas piedras. Comentarios graciosos o ingeniosos de la gente, palabras recogidas por alguien, fragmentos de entrevistas, noticias sin importancia, pequeños textos escritos en el aire (Bob Dylan declarando para la revista Playboy en 1966: “Yo creo que hay que ir donde tus deseos están al desnudo, donde eres invisible y nadie te necesita”). Y entonces nada me pareció tan malo. Soy una exagerada, pensé. No es cierto que estemos aislados. Y tampoco es cierto eso de que nos hemos vuelto impermeables. Los niños seguirán siendo niños. Vivirán la vida, y la espera, de un modo distinto, pero la vivirán.

En ese momento, una madre joven, de aspecto humilde, sola con su bebita de meses, quizás seis o siete, se sentó a mi lado. La madre puso a la beba en su falda, la pequeña espalda apoyada contra su vientre y su pecho. La colocó así, de frente, mirando hacia adelante, como quien ofrece el mundo como entretenimiento. Qué bueno, pensé. La beba podrá sentir la realidad que la rodea. Podrá estar aquí y ahora, con nosotros.

Pero la madre de la bebita sacó un celular del bolsillo trasero de su pantalón, eligió algo para ver o dio continuidad a algo elegido antes, subió un poco el volumen y, pensando quizás que era eso lo que necesitaba o quería su hija –o sin pensar en nada, no lo sé–, colocó la pantalla del celular en posición horizontal, a pocos centímetros de la cara de su hija, de forma que ella, la beba, no pudiera evitar mirarla. Y, claro, ella no pudo evitar mirarla.