Monopatines y bicicletas incineradas, vidrieras de marcas extrañas astilladas. Adoquines arrancados con los dedos de un pueblo en llamas. Represión policial. Turistas. Así está la Avenida de los Campos Elíseos en París, la ciudad del amor. Al presidente le preocupa que haya caído contra el piso el índice de su popularidad. A la popularidad le preocupan los nuevos precios de los combustibles. El presidente dice que así los choferes (identificados con un chaleco amarillo que se hace bandera) van a migrar a los autos eléctricos con el difuso fin de conservar la ecología. La cuenta parece sencilla, en vez de aumentar los precios deberían aumentar los salarios. París se prende fuego porque es uno más de los tantos atropellos. Hordas enardecidas de chalecos amarillos se mezclan con excursiones de chinos, porteños y gringos. En las selfies sostenidas con el palo de un euro que te vende un morocho de las colonias se cuela un grafiti que rima Macrón con dimisión. El fondo es de postal, con la Torre Eiffel y un carrusel navideño.

El Campo de Marte se extiende como una alfombra a los pies de la torre, salpicada por el Sena. Construida en 1889, fue criticada por los artistas de la época por tratarse de semejante armatoste de hierro. Con los años hubo intentos de destrucción, o de desarme más bien, y hasta fue vendida por un timador a un comprador obnubilado que bien podría haber sido el comprador del obelisco de los dichos populares.

En el año 1897 dos hermanos y dos amigos fundaron en un café parisino un equipo de fútbol cuyo primer piso locatario fue precisamente en el Campo de Marte, que hoy alberga millones de turistas por año y una troja de morenos que practican una especie de hipnosis por el euro con una cadenita colgando torres en miniatura. Jules Rimet no sólo fue el nombre de la primera copa del mundo, afanada en un descuido y tranzada en una feria remota por unos pesos para convertirse como por arte de magia en bronce fundido. Rimet fue uno de los impulsores de las copas mundiales, luego presidente de la Federación Francesa de Fútbol y también de la dudosa FIFA, pero además fue un amante del balón y de las artes. Junto con su hermano y un par de amigos fundaron el Red Star FC que, claro, fue variando de nomenclatura sin perder la insignia original, con algunas fusiones que incluso lo movieron del Campo de Marte a otro costado del río Sena, luego a Grenelle, finalmente a los suburbios de Saint-Ouen. El Estrella Roja fue como una marca que arrastró los años, y la ligazón con el arte expresa en los estatutos escritos por Rimet se aplica hasta los tiempos que corren, con los juveniles del club atravesando laboratorios de cine y fotografía, de diseño textil para sus propias camisetas, de producción musical y hasta de radio. Se puede incluso escuchar los programas que llevan adelante los prominentes futbolistas, quienes también han participado en una feria de arte culinario en Berlín con sus propias delicias, oriundas de los laboratorios creativos soñados por don Jules.

Por el Boulevard Barbès hacia el norte doblando en la Avenida Ornano, que atraviesa el puente de Clignancourt y el Boulevard Périphérique y te deposita en los suburbios de Saint-Ouen, ya convertida en la Avenida Michelet, se puede buscar el Stade Bauer sobre la Rúe du Docteur Bauer, un viejo médico comunista que vivía en el barrio. En un bar de esos de la muerte mala, mi inglés guarango confunde el pedido de coordenadas con comprar falopa. El barrio emana. El barrio hermana. Dos francesitos que nos vieron titubear y con un inglés mucho más aceitado nos guían con las esquinas y se pierden abrazados soñando cosas, con las mochilas más grandes que la propia espalda, la noción del buen vecino y el horizonte de jugar toda la tarde hasta la hora de hacer los deberes. Las cuatro columnas con focos custodios señalan dónde se encuentra el museo. Junamos el bar de enfrente y la luz que le queda al día. El Stade Bauer de Saint-Ouen se pianta. Una troja de botijas empiezan a salir tras uno de los focos. Ver el verde césped es ver la patria. Los pibes son de una escuela que está atrás de las viejas tribunas. La entrada principal es abrir la tapa de un libro de historia; un amable señor con un francés cerrado nos da la bienvenida. Nos presenta a alguien que nos mostrará la cancha. La niebla le pinta las canas al barrio. Ese alguien es Steve Marlet, quien coordina casi todo en el club; vistió la verde del Estrella Roja y hasta le bleu en sus años mozos. Vuelvo a confirmar aquello de que hablar entre futbolistas tiene hasta un lunfardo que traspasa la lengua y posee el don de la gestualidad. Le hablo de Miramar. Me cuenta algunas de las cosas que escribo en este texto. Dice que al bar de enfrente, el que tenemos junado, es adonde van los hinchas a tomar cerveza en el entretiempo. 70% de las gradas está en ruinas. Atrás del arco una señora cuelga la ropa en una ventana del edificio en el que rebotan los pelotazos torpes de un cero a cero. El otro 30% lo ocupa una hinchada zurda y antifascista, solidaria y obrera. Subieron de tercera a segunda, de la C a la B digamos, y la Federación los manda a jugar a otra cancha lejos del barrio. El barrio sufre. Siente la falta. Habita los últimos puestos de la tabla. Steve me cuenta de los ascensos y los descensos. Me nombra jugadores que voy ubicando en tácticas. Cuando el frío nos abraza, entramos por los túneles. En el rincón de la bienvenida, el señor amable del francés cerrado nos muestra fotos viejas. Creo que siento las tribunas llenas. Un veterano se aparece con su carnet de socio y se señala en una foto, aquellas que se pintaban a mano. Se ríe en francés, en parisino de Saint-Ouen.

En el bar, finalmente, las cervezas. Cuatro parroquianos y el cantinero con el trapo al hombro. El señor que sirve las cervezas del entretiempo. El que embebe a la afición y cuelga la mirada de las gradas, tras el reflejo de las ventanas. Sirve las cervezas y la cuelga ahí, como de costumbre. Yo miro a ver si hay gente. No nos entendemos casi nada. Nos comunicamos con fonemas más que con palabras. Creo que hasta tiramos alguna verdura de Gardel.