“Bienvenidos al tren” es una lindísima canción de Sui Generis, que en mi caso conocí a fines de los años 70 cuando todavía existían trenes de pasajeros en Uruguay. Estoy en el tren mientras en Nizhny Nóvgorod, la ciudad con la que ya empatizamos, como antes con Kimberley en Sudáfrica y con Sete Lagoas en Brasil, estaban jugando Argentina y Croacia. Mientras tanto, acá, un ucraniano conectó su teléfono para ver el partido. Cada un par de minutos se le corta.

Pienso que tal vez allí esté Ariel Scher, quien engalana nuestras páginas, e imagino el arte de su narración de orfebrería en palabras y sentimientos de su selección, que a mí me duele como si fuese la mía, tal vez porque con nuestros primos hermanos argentinos somos más que familia.

A Ariel, que debe tener más o menos mi edad, lo conocí en el 87 u 88, cuando él estaba en un diario tan alternativo como Página 12 en este momento, Sur. Sacaban un suplemento deportivo que se llamaba Sportivo Sur. Ariel, seguramente en alguna visita de algún club argentino, llegó a Montevideo y fue a nuestra redacción del diario cooperativo La Hora, en especial para conocer la estupenda sección deportiva que comandaba Jorge Burgell.

Nos encantaron aquellas frescas ideas, seguramente emparentadas con las que darían vida a nuestro suplemento Gol. Un par de años le perdí la pista física a Scher, pero no la de su escritura y su concepción, y por ello quedé encantadísimo, en tanto mi admiración por él y que ambos casi en simultáneo escribiésemos alrededor del gran Antón Chéjov, aun cuando el tema foco fuese el fútbol y el Mundial.

Hace horas, demasiadas, que vengo arriba del tren. Desde que la FIFA entró en esta ondina de jugar los partidos en tres ciudades distintas –y lejanas entre sí–, lo que ha logrado es una gran contribución al turismo interno y a que la plata que llega del extranjero se mueva entre ciudades. Es el negocio, porque de eso se trata. Poco le importa, en este caso, la economía del turista aficionado que, una vez en el país donde se esté desarrollando el Mundial, deberá ir sí o sí a la ciudad donde juegue su representativo, sin importar si es a 1.000, 2.000 o hasta 3.000 kilómetros. Eso demanda turistas y visitantes que como condición primaria deben tener guita –o endeudarse en montos altos– y aplica un selectivo criterio capitalista que lleva el torneo a los más pudientes, a la vez que lo vende e impone en todos los estamentos y clases sociales.

Rusia, que es parte del negocio, ha decidido darnos a los visitantes un 20% off colocando trenes de 15 vagones gratuitos de ida y vuelta para las ciudades en donde hay partido, y para llegar y salir en las 24 horas en torno al juego.

La diferencia de gastos, en el caso de los partidos de Uruguay, anda entre los 700 y 1.000 dólares, sin contar las seis noches máximo que uno puede pasar en el tren, lo que supone en promedio unos 600 dólares.

Los trenes están muy bien, hay que decirlo. Son de camarotes con cuatro camas/cuchetas y una mesita para comer, tomar un mate o escribir cosas como esta. Además, cada vagón cuenta con un termotanque con el agua a 100 grados, así que el #CómoSePideAguaCalienteEnRuso queda absolutamente restringido a la calle. Los hoteles y habitaciones están estupendamente preparados, no para el mate pero sí para el té que se toma en espectaculares tazas de vidrio, con el asa y la protección engarzadas en repujados de algún metal, así que el agua está.

En el tren, en el hotel o en la ciudad uno puede andar de fiesta con el matungo, pero en el mundo FIFA es imposible, so pena de ser deportado. Y eso que, conociendo antecedentes, me había venido absolutamente preparado con el mate celeste de silicona, capaz de derrotar cualquier escáner –porque la virola metálica del mate-mate rebota–, y con mi mejor detalle matero para hacerme invencible ante los FIFA security: una bombilla ecológica de caña tacuara que le compré al amigo Mario, el artesano que para ahí en Independencia, en Florida, adelante de Sudaka y frente al Club Florida. El problema, el insoluble problema por ahora es el termo, que bajo ningún concepto ingresa en los estándares FIFA de prevención y genera una enorme complicación para su posible portador.

Al entrar a cualquier recinto FIFA hay más revisiones que en los aeropuertos después del 11 de setiembre de 2001. También hay revisiones y escáneres a la entrada y salida de cada estación de metro, trenes y ómnibus; además, claro está, de los aeropuertos, donde te llevan aparte si tenés termo y te dan la opción de dejarlo, pero de dejarlo en la papelera. O sea: tirarlo. ¡Para papovich, vos sabés cómo lo quiero a mi Termolar Re-evolution! Sí, ese que usan nueve de cada diez cracks materos, incluyendo a Suárez, Messi, Godín, Griezmann y muchos más. Además, ¿sabés lo que cuestan? Ni a palos te lo tiro. ¿O te creés que es uno chino de El Clon?

Gianni, ey, Infantino, amigo, vos que sabés gritar Uruguay nomá, ¿no podrás, aunque sea, poner un servicio de agua caliente adentro?

Me dice el amigo Sergio, un psicólogo argentino, salteño de Salta la linda y que viaja en mi compartimento, que juegue con la cebada para explicar por qué no nos dejan tomar mate en los recintos FIFA. Es que la cebada de la Budweiser cuesta 350 rublos en los estadios, unos 170 pei el vaso, entonces para qué te van a dejar pasar un litro de agua caliente para el mate. Pero bueno, se lleva, y en el tren ni te digo: horas y horas de amargo.

La macana es que la opción del tren te hace perder todas o casi todas las posibilidades de emparentarte, empatizar, o en casos, como me sucedió a mí en Rostov, siquiera conocer más de una cuadra urbanizada de la ciudad. Es que llegás, a reventar, 12 o 15 horas antes del partido después de un viaje de 20 o 25 horas y en la madrugada ya te estás aprontando para volver.

Me quedé envenenado por no haber podido ver nada de Rostov del Don, pero una vez estoy más agradecido por la solidaridad del pueblo ruso. Esta vez fue Vladislav, un ruso que por vivir en Miami dominaba el spanglish, quien me dio una mano enorme al llegar a la estación. Es que estaba tratando de hacerme de una explicación para llegar al estadio, que es nuevo y está construido bastante lejos del casco urbano, cuando Vlad se ofreció a hacer de intérprete, primero, y de ataché, después: él, acompañado de dos personas más, tomarían un taxi hasta una gran superficie comercial, un polo de grandes tiendas a diez minutos del estadio, y, si aceptaba, me dijo, desde allí me indicaría cómo llegar fácilmente caminando. Y así fue, con el agregado de que bajo el ardiente sol de Rostov, Vladislav –quien además había conocido Montevideo, Punta del Este y San Javier–, me acompañó cerca de cinco cuadras, me pidió una foto juntos y me dio su teléfono para que lo llamara cuando fuese necesario.

La llegada fue fácil, pero la salida no tanto. Es que cuando terminamos nuestra tarea y cerró el centro de prensa, los autos no podían ingresar a la orilla del río Don en donde estábamos y, tras fracasar taxi, Uber y Yandex, fuimos quedando atrapados a la salida del estadio, incomunicados, con los acólitos del inglés de Roberto Quenedi y con conductores remiseros que sólo hablaban ruso. Al final, recontra frustrados, caminamos casi un kilómetro hasta la cabecera del puente donde había cinco o seis coches. No hablaban más que ruso, y en la calculadora escribían 1.000, después 900, 800. No sé cuál sería nuestra cara de “no hay negocio”, pero terminamos arreglando 700 rublos por dos viajes.

Ya en la estación muy novelmente remozada, entre la espera de la madrugada, la tensión del partido, la decepción por la escasa alegría por la clasificación anticipada, y la frustración por la no comunicación, me atacó el bajón del que me rescató don Alfredo Zitarrosa. Entonces, mientras escuchaba “El loco Antonio”, pensé qué haría el Zita en Rostov, o si en su crudo exilio habría cantado en la Unión Soviética.

Gracias, Alfredo, a vos también te llevo en el pecho.

Abrazo, medalla y beso para el amigo Darío Martínez, uruguayo del compartimento de al lado que hizo la ingeniería para que vos estés leyendo esto. Sigo con este matungo, que ya está medio lavado.

¡Uruguay nomá!