Bettina estaba alertada desde mucho antes: “Si ganamos, que vamos a ganar, te pido que mientras yo escribo la crónica del partido y voy a la conferencia de prensa del Maestro, me actives pasajes y hotel o apartamento para Nizhni Nóvgorod, para San Petersburgo y para Moscú”.

Optimismo, planificación y confianza solventaban mi arriesgado –desde el punto de vista económico– pedido. Pero valía la pena. Valió la pena.

De no haber sido así tal vez, por esas cosas que da el periodismo, el fútbol, el bolsillo, y también las expectativas y ambiciones que uno puede colocar en su mochila –bo, cómo pesa la de la responsabilidad y el laburo; ¿no podríamos generar un modelo un poquitín más liviano?–, no hubiese conocido como última ciudad rusa San Petersburgo. Una maravilla. Como uno tiene sus desvíos y algunas cosas no lo suficientemente masticadas, pienso que me gustaría llamarla Leningrado, nunca Petrogrado, y bueno, seguramente parte de lo que me maravilla inevitablemente arranca en la zarista San Petersburgo.

Llegué allí como penúltimo destino ruso, siguiendo la ruta de la celeste que no pudo: la semifinal de nuestro brazo del calendario era y fue ahí, en esa maravillosa ciudad. Todos nosotros hubiésemos querido que fuese Uruguay-Bélgica, pero a ley de juego fue Francia.

Los amigos de mis amigos son mis amigos, entonces Cezaro de Luca, estupendo fotoperiodista argentino a quien Sandro Pereyra me lo debe haber presentado en Sudáfrica 2010, si es que no me lo presentó antes, pero que en estos encuentros se transforma en un hermano, fue mi compañero de excursión y de vivencias.

Cezaro ya había estado en San Petersburgo cuando Argentina jugó allí, pero sus flashes habían quedado impactados con aquella ciudad tan distinta a las que vivían en él. Por eso se prometió volver. Con una semifinal, mejor aún. Así que nos tomamos el tren FIFA dos días antes del partido para poder hacer turismo además de trabajar.

Me arrepiento de no haber tomado debida nota de aquella formación que, a diferencia de todas las demás en las que había viajado –deben haber sido hasta ahora 12 o más viajes sobre vías–; tenía 15 vagones de doble piso, por lo que podía albergar casi 900 personas acostadas en sus literas con sábanas inmaculadamente blancas y almidonadas como una túnica de escuela en los años 70.

Una vez, a la vuelta de aquel magnífico triunfo en Samara 3-0 sobre los rusos, me tocó compartir viaje con dos jóvenes estudiantes de San Petersburgo. Me dieron una idea de su ciudad, me reforzaron la idea de la ancestral dicotomía con Moscú. Fueron horas de larga conversa con Andrey y Alex, con una aguda y centrada visión de sus vidas, nativos de la Rusia pos Perestroika, que de ninguna manera pudo separar a sus mayores de –intuyo– su crianza soviética. Andrey explicaba con absoluta facilidad por qué millones de rusos no tienen segunda lengua: “Eran (o éramos) una nación tan cerrada que no se necesitaba ni se estudiaba”.

Ellos también, secretamente, con su cordialidad y apertura me estaban empujando a conocer San Petersburgo. Sobre la calidad de los servicios de los ferrocarriles rusos también les consulté a ellos, porque me llamaba la atención el servicio y la pulcritud, sobre todo de las áreas más comunes, como pueden ser los baños cuando uno va aquerenciado en un vagón por 15 o 20 horas. No es fácil mantener un par de bañulos para 40 o 50 personas en perfectas condiciones higiénicas. Sin que fuera trampa o engaño, yo pensaba que aquello era así sólo para el Mundial, sin embargo los muchachos, grandes hinchas del Zenith –¡vamo’ arriba la celeste!–, me confirmaron que era siempre así.

Donde todo empezó

Llegar a San Petersburgo y salir de la estación ya te da el primer golpe, la primera sorpresa, sobre todo después de haber hecho lo mismo en Moscú, Nizhni, Ekaterimburgo, Rostov del Don, Samara, Adler y Sochi. Acá a primera vista podés estar en una de las grandes metrópolis de la Europa occidental. Las edificaciones, las avenidas, el tránsito y seguramente también la gente te pueden hacer pensar que estás en Madrid, París, Barcelona, Milán, Ámsterdam, Múnich. Fue tan profunda la impresión que me causó ese amanecer en la capital de los zares, que lo primero que pensé era que estábamos en el casco histórico y que unas cuadras para acá o para allá volvería al modelo de ciudad desarrollado en la Unión Soviética. Nos subimos al metro, al tranvía, al trolley, cuadras y cuadras y más cuadras, y la ciudad seguía con su perfil de impactante capital del siglo XIX. Seguro que ello, sumado a mi concepción del zarismo, de la Revolución Bolchevique, de Lenin moviendo al pueblo, de los soviets y de la heroica y única resistencia de esta ciudad al avance del nazismo, me abrió todos los poros para conectarme con la deslumbrante San Petersburgo.

La segunda ciudad en población de la Federación Rusa nació con los zares o con el zar Pedro el Grande en 1703. La idea de Pedro era establecer una ciudad que conectara con Europa al oeste, y se convirtió en capital del Imperio ruso durante más de 200 años, hasta la Revolución Bolchevique.

Acá empezó todo, la ciudad fue el centro de la Revolución. Fue justamente en 1918 que la capital fue trasladada a Moscú. En enero de 1924, tras la victoria bolchevique, la creación de la Unión Soviética y el fallecimiento de Vladimir Lenin, San Petersburgo cambió su nombre a Leningrado.

El otro momento singularísimo de su rica historia fue en la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis sitiaron Leningrado por dos años y cinco meses en los cuales los alemanes bombardearon constantemente la ciudad y la bloquearon para que no pudiera abastecerse, pero no obstante ello, a pesar de las penurias, la hambruna y la horrible cantidad de muertes, la enorme mayoría de ellas civiles, la resistencia ciudadana de Leningrado, esta San Petersburgo que hoy trato de honrar con estas líneas, logró frenar a las fuerzas de Hitler y ahí comenzó la derrota del nazismo. Por eso, en 1945 fue nombrada Ciudad Heroica.

Con todo eso en la cabeza, o en el Google-Wikipedia de mi Ruso Pérez (no sé si sabían que ese fue el nombre que automáticamente tomó una vez adquirido, el 10 de junio, mi smartphone de Tele2), empezar a recorrer cuadras y cuadras maravillado.

Y no sólo ir de iglesia a iglesia, de palacio a palacio, de canal a canal, sino descubrir, o por lo menos encaminarnos a pensar, que nuestro hotel –o nuestros hoteles, porque estuvimos cada noche en uno distinto– fuese una kommunalka o apartamento comunitario, en el que varias familias comparten un baño y la cocina, mientras cada unidad familiar vive en una habitación diferente. Hay números que son reveladores: en Leningrado, en la década de 1930, cerca de 70% de su población vivía en kommunalkas, por eso no nos llamaría la atención que el hotel Lion (así, con i latina) y el Atmosphera Bolshoy 25 hayan sido de aquellos apartamentos comunitarios existentes hasta la caída del régimen comunista y que, aunque en muchísimo menor número, existen aun hasta hoy.

Los Euskal Erria soviéticos en Leningrado no existieron sino hasta 1960, cuando Nikita desarrolló, ya en las lejanas afueras de aquella ciudad, las jrushchovkas, apartamentos con tecnologías de construcción de viviendas de bajo costo y alta velocidad de edificación. El diseño K-7 para una edificación de cinco pisos, que con el paso de los años llegaría a ser el símbolo principal de las jrushchovkas, fue el que dominó en la mayoría de las ciudades a excepción de Moscú, donde el modelo pasó a ser de nueve a 12 pisos.

Una ciudad mundial que no muestra el Mundial

Es necesario también hacer la desambiguación de esa San Petersburgo deslumbrante y de la San Petersburgo sede mundialista, por lejos la ciudad con menos anuncios iconográficos o de georreferenciación del estadio, de la Fan Fest o de las rutas a los lugares mundialistas. Y no se olviden de que también estamos trabajando, y entre la ensoñación de revisar las 1.000, sí, 1.000 habitaciones del Palacio de Hermitage, hoy uno de los museos de arte más grandes del mundo, o los puentes y canales del río Nevia, debíamos ir al estadio, y ya con casi un mes recorriendo nuestros templos paganos, acá había que aprender todo, completamente todo. Ni una seña, ni una flechita de cómo llegar al estadio en metro, bus, tranvía o trolley.

Para peor, cuando entre unas galerías comerciales del siglo XIX que se te caen los cataplines, o esas monstruosas iglesias, que te duele por la vida de quienes las debieron construir, te encontrás una estación de metro y no sabés para dónde agarrar: después de metros y metros de escaleras mecánicas, mientras sigo el color de la línea que presumiblemente me dejará en las proximidades del estadio, llego al andén y no hay vías. ¿Dónde estoy? Como soy rural del todo me cuesta entender qué hace esa gente a los lados del amplísimo corredor, conversando frente a numerosas puertas que parecen de ascensores. Miro, observo y no me regalo, hasta que veo que los “ascensores” se abren y desnudan una puerta de vagón que también se abre. ¡Las vías quedan ocultas y la reducción del peligro de accidentes es inmensa! Recién ahí, encantado, marché rumbo al estadio mientras una vez más pensaba que mi dolor por la ausencia de Uruguay ahí se compensa con haber recorrido las maravillas de esta ciudad, que fue concebida por los zares como la puerta a la Europa occidental, la que tomó su propia vida como una capital del mundo, la que fue el escenario de una de las más peculiares revoluciones del mundo moderno, la que sostuvo con una heroicidad inimaginable la defensa ante el ataque del nazismo, la que le dobló la muñeca a Hitler, la que cuando cayó el socialismo real volteó a Lenin y a Leningrado. La San Petersburgo que sigue compitiendo con Moscú, pero que aún así sigue teniendo un sesgo de vida soviética que es el eslabón entra aquella Rusia zarista y esta pos Perestroika.

Una maravilla. El Mundial como extensión y fuente de conocimiento y disfrute.

¿Disfrute sin final? Sí, disfrute sumando puntos a la tabla de la vida, porque de todas formas siempre te llevaré tatuada en el pecho.