Lenin mira el Mundial por última vez. Lo mira desde las cumbres de su estatua en el estadio Luzhniki, mientras franceses y croatas que son adultos, famosos y profesionales del fútbol juegan a ser niños danzando adelante y atrás de una pelota. O lo mira desde el mural de mosaicos que incluye su rostro en la estación Kíyevskaya, una parada de la línea circular del subte, a nada de un guitarrista de rock sinfónico que desparrama notas frente a los aplausos de hinchas brasileños, argentinos, uruguayos, japoneses. O lo mira desde el mausoleo en el que su cuerpo embalsamado persiste en ser una parte extraña del presente, en el nudo de la Plaza Roja, con gentes de cualquier latitud que alrededor suyo se impresionan un poco y murmuran sobre vivir y sobre morir.
Lenin mira el Mundial de su tierra por última vez porque el Mundial, como casi todo, se esfuma rumbo a los libros de historia de las canchas y de las personas. Se esfuma con apuntes aún desordenados y discutibles que indican que el fútbol, centro del mundo a un siglo de la revolución con la que Lenin y otros transformaron el mundo, es una pasión de los pueblos sobre la que se montan y a la que remodelan los dueños del capital en este tiempo, una pasión tan profunda como mercantilizada desde la que es posible entender y no entender que, por ejemplo, a los pies de Lenin en el estadio Luzhniki, miles y miles de hinchas se vinculen con un juego desde la pureza y consuman, muy a contramano de los edificios ideológicos de Lenin, bufandas, vinchas, camisetas, relojes, bebidas más expandidas que el agua y anuncios de que la felicidad está en la punta de los dedos y consiste en pagar por tal auto o por tal boleto hacia cualquier rumbo.
De espaldas al estadio, Lenin no puede mirar fútbol, pero la humanidad, que sí está de frente a ese escenario, miró el Mundial en fuga, en el Luzhniki o, sobre todo, en millones de pantallas esparcidas en el planeta. Pero ¿qué fútbol miró la humanidad que mira?
Si el relato de los mundiales consiste, en general, en el detalle de las epopeyas de sus artistas más notables, este campeonato se desarrolló, más acá o más allá de la final, con referencias en sentido contrario. No fue el Mundial de Messi ni de Cristiano ni de Suárez ni de Iniesta ni de Neymar ni de ninguna de las superfiguras que durante cada jornada concentran el palabrerío. Y tampoco fue el Mundial de un estilo de juego con trazos enteramente identificables, salvo que solieron ganar los partidos los que encontraron la fórmula, los actores para avanzar lo más veloz posible de un área a otra o los que capitalizaron con más exactitud lo que ahora se llama jugadas de pelota parada y los que, eso sí como siempre, porque allí no hay reemplazos, reunieron más cantidad de buenos jugadores y consiguieron ponerlos en el instante certero a disposición del mejor proyecto.
Lenin mira el Mundial y si, además de mirar, pudiera volver a hablar y a escribir, lograra emerger de los envoltorios en los que se lo mantiene pasivamente (en Estado y revolución avisó que cuando los revolucionarios mueren las clases opresoras “intentan convertirlos en íconos inofensivos, canonizarlos, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria”), sería inquietante seguir sus consideraciones alrededor de la prensa del deporte, que casi sin fronteras escoge como noticia las nadas para maquillarlas de algo que en nombre del “interés de la gente” y de la estridencia, cargando hasta el altar del elogio a los que ganan partidos y sepultando en vómitos de daño a los que pierden. La libertad de prensa como “engaño”, insistiría con seguridad Lenin, quien, quieto y todo, acaso no hubiera podido narrar el Mundial desde la táctica y la técnica del juego pero sí desde la entronización de la estupidez que distingue a parte de los relatos “periodísticos” que se le destinan.
Lenin mira el Mundial, en especial en Moscú y, crack de la política –para la coincidencia, para la disidencia, para las dos cosas–, sabrá que, sin restarle méritos al campeón y al subcampeón, la vuelta olímpica más perdurable la está dando la capital rusa. Relativamente ignorada por la industria del turismo, menoscabada por Occidente, que detecta en Rusia no las amenazas de otras décadas pero sí nuevas amenazas, Moscú desplegó su articulación esplendorosa de ciudad antigua y moderna, su matrimonio entre un Estado que no es el que era pero es un ancho Estado (con pretensión de reformas que recuerdan a gobiernos occidentales: suba de la edad jubilatoria; con carencias no fáciles a la vista en el Mundial: 13% de la población es pobre, o sea 20 millones de personas) y los arrasadores capitales privados que se manifiestan a través de grandes marcas transnacionales, su encanto poco explorado o desconocido para la mayoría de los individuos de este mundo. Casi nadie que puso sus calzados en Moscú para presenciar el Mundial deja Moscú sin deslumbramientos, sean o no sean esos los deslumbramientos los que Lenin hubiera soñado.
Con la final terminada, con el campeón consagrado, con el fútbol prometiendo un futuro que se llama Qatar 2022, una mujer emocionada admite, debajo de la estatua de Lenin del estadio Luzhniki, que todo fue bonito y que hay nostalgias que empiezan demasiado rápido. Tiene un afiche de Lenin dirigiéndose a las masas en la mano izquierda y, en la otra, un póster en el que se lee “Rusia 2018”. Son dos historias que, sin remedio, ya forman parte del pasado. Son dos historias que siempre van a estar.