Lev toma su segundo helado en el piso 89 de uno de los edificios más altos de Moscú y dice: “Francia y Croacia van a jugar para acercarse al récord de Eva y de Adán”.

El helado está buenísimo, y si lo repite es porque los 1.200 rublos (unos 20 dólares) que pagó para estar tan alto incluyen mirar las magnificencias y los misterios de Moscú desde un lugar en el cielo, el acceso infinito a lo que produce una pequeña fábrica de eso que está saboreando y una foto. El precio no impone y no obliga mencionar a Mbappé y a Modrić, a Lloris y a Subašić, al pibe francés que camina 89 pisos más abajo en pleno distrito financiero de la capital rusa o a la chica de camiseta croata que del otro lado del río Moscova brinda por la salud y el sudor de Rakitić. Pero es difícil no hablar de un Mundial justo ahora que un Mundial está a punto de cerrarse con su partido más resonante. Así que, al concluir su segundo helado, Lev repite: “Francia y Croacia van a jugar para acercarse al récord de Eva y de Adán”.

Desde el piso 89 a Moscú hay que enfocarla dando vueltas por un mirador que hace que el Kremlin –tan imponente como es el Kremlin cuando una persona se para frente a cualquiera de sus paredes– parezca una mancha más o menos roja o que el estadio Luzhniki, escenario de la inauguración y de la conclusión de Rusia 2018, se asemeje a un paquete de dimensión módica que alguien abrirá un buen día. Para su sentencia sobre la final, Lev, en cambio, no da vueltas: “Si Adán y Eva, como queda contado en la Biblia, se miraron uno al otro y durante una brevedad fueron los únicos en el mundo, eso significa, dicho en términos de nuestra modernidad, que acapararon 50% de la audiencia humana posible. Bueno, la final que se viene tendrá un porcentaje que peleará con esa cifra tan alta. Entonces, peligra el récord”.

Con las pestañas apuntadas hacia el Museo de la Gran Guerra Patriótica, un portentoso edificio pleno de memoria que desde el piso 89 se percibe como un bloque de los juegos Lego, Lev asume que a su afirmación le faltan certificaciones. Y que, según estimaciones dotadas de alguna imprecisión, la final de Brasil 2014 fue vista en vivo por mil millones de personas, una porción abundantísima de los 7.200 millones que constituían la población humana ese año, pero que no insinuaría comprometer la marca tope de Adán y de Eva, como tampoco lo harían la final de los Juegos Olímpicos o el séptimo partido de una serie estelar de la NBA. Pero lo que tiene claro Lev, tan claro como que Moscú no cabe en los ojos ni siquiera abarcándola desde el piso 89, es que su frase retrata con provocación y justeza algo. Algo: lo que es el fútbol.

Francia y Croacia van a jugar, en un domingo de una ciudad que está lejos de ser la más futbolera del universo, un partido que está entre los acontecimientos humanos que más humanos miraron al mismo tiempo desde que Eva y Adán se miraron recíprocamente. “Y eso que no estoy sumando las millones de veces, a partir de este domingo y hasta la eternidad, en las que ese partido, grabado y reiterado, se seguirá viendo en fragmentos o hasta completo. De Adán y de Eva juntos, coincidiremos, no hay nada en Youtube”, añade Lev.

Lev, que es ruso, asegura una teoría sustentada en otras teorías que no menciona pero que domina. El fútbol de Francia y de Croacia, el fútbol de los mundiales, el fútbol de la alta competición cuando no hay mundiales, el fútbol de muchas jornadas en muchísimas partes es el espectáculo central de una existencia que, en esta época, es presentada toda como un espectáculo. El fútbol (o el fútbol dentro de un envase mayor que es el deporte) funciona como el entretenimiento principal de una era en la que la industria del entretenimiento ocupa un espacio superior a cualquier pasado. El fútbol, en consecuencia, está en estas horas en los labios de dos señoras rusas que deliberan sobre el punto de cocción exacto para su pasta favorita –que son los vareniques–, y está entre los humos de los cafés de los alemanes que migraron de este Mundial en la rueda primera, entre los latinoamericanos a los que el camino a la final se les saturó de barreras o mismo en las pantallas de los espacios del planeta donde la muerte llega más que la comida pero no mucho más que las pantallas.

Mientras procura encontrar una comparación que describa lo que representa la imagen del estadio del Spartak desde el piso 89, Lev conjetura que, aun siendo todo eso, el fútbol es más un territorio de flashes y de parloteos que de sabidurías consistentes. ¿Cuántos de los millones de individuos que enfocaron muchos minutos o hasta muchas horas se detendrán a desentrañar qué rasgos preponderantes exhibió y heredará el juego de este Mundial? ¿Cuántos analizarán si hay un cambio de paradigma sobre las maneras de ir a buscar el placer o la victoria en el campo? ¿Cuántos desmenuzarán si el paradigma que emblematizó la España campeona en Sudáfrica 2010 –la posesión de la pelota articulada con la paciencia en la elaboración– fue o no fue sustituido por otro paradigma, acaso representado por Francia más que por ninguno, de transiciones velocísimas, en el que el viaje de un arco a otro dura nada? ¿Cuántos estudiarán si los desniveles económicos y sociales entre los países ricos y los países pobres se profundizan mundial a mundial en el fútbol? ¿Cuántos investigarán si el fútbol es una construcción necesitada de arraigos y previsiones –Francia, Bélgica, Inglaterra, España, Alemania, entre otros, son las manifestaciones de proyectos de largo plazo que exceden al primer nivel de rendimiento– o si es una combinación certera de talentos y ánimos en el momento certero –Croacia porta un esfuerzo de preservación de sus tradiciones, pero se armó sin una ruta institucional inmaculada rumbo al Mundial–? ¿Cuántos frecuentarán los bares para medir lo que gravita un estilo –Uruguay lo patenta, España lo conserva con dilemas, Islandia lo perfila incluso con brillo escaso– y lo que gravita extraviarlo –como Argentina, que no desde este Mundial sino a partir de mucho antes se perdió en los laberintos de su desmemoria futbolística–? ¿Cuántos repasarán, viendo goles repetidos durante los próximos cuatro julios, las cuotas de azar que alberga el fútbol –un centímetro, un tropezón, un penal– para desbaratar todo lo que se planifica y se sueña y cuánto de lo que se planifica y se sueña achica el peso del azar?

Siempre en el piso 89, Lev señala con uno de sus índices un horizonte difuso hacia una nubecita verde. “Ahí, en el Parque Gorki, algún chico que patea cerca del río junto con su padre y se viste con las prendas de los jugadores rusos, en dos o tres mundiales jugará en la selección. Para cuando ese momento llegue, es probable que el fútbol ya haya dejado atrás el récord de Eva y de Adán”.

La historia, los mundiales y las memorias de un mes de pelotazos rusos habrán hecho su parte para que eso suceda o no. Pero Lev ahora no tiene tiempo para eso. Fascinado por la Moscú seductora que el piso 89 ayuda a observar en su inmensidad, piensa que la vida se vive una vez sola. Así que deja en paz a Eva, a Adán y a un Mundial inolvidable y pide su tercer helado. Está fenomenal.