Nelson anuncia que el mejor bailarín que hay ahora en la Rusia entera es Neymar. El problema no es si anda con razón o si la razón le falta, el problema no es que afirma eso que afirma enropado con la camiseta, las medias y la bandera de Brasil, el problema no es que quienes lo escuchan se rían: el problema es que su voz suena en las puertas del Teatro Bolshói.

De cara, debajo y a los costados de las ocho columnas blancas que impactan en el frente del Bolshói, el único que habla del Mundial es Nelson. Los demás no: no habla del Mundial una morocha cuya cabellera larga y lacia justifica la existencia de Rusia, no habla del Mundial un vendedor o revendedor de entradas que asegura que 3.000 rublos (unos 50 dólares) es un precio excelente para la función que está por empezar, no habla del Mundial un alemán que, con su selección fuera de carrera en la ronda de apertura, podría pero ni quiere hablar del Mundial.

Nada le saca al Bolshói la atmósfera solemne que, desde la inauguración en 1825, generaron su música, sus pompas, sus bailarines sublimes, sus bailarinas excelsas, sus leyendas. Adentro, es tiempo de que las gambetas a la lógica del maestro Pedrito Tchaikovsky (está bien, está bien, para los exigentes y para los ortodoxos, Pyotr Illyich), inspirado en una historia del crack universal y ruso Alexander Pushkin, salgan a la escena con La reina de espadas, una ópera tan entusiasmante como para que la morocha de la cabellera larga y lacia haga que esa cabellera vaya y venga, venga y vaya, hasta conmover al carro tirado por cuatro caballos que sobresale en la fachada del teatro. “Arte puro”, avisa una amiga de la morocha. Tampoco se refiere a Neymar o al Mundial.

Dos muchachos con bufandas rusas, innecesarias para la temperatura de la Moscú de julio, necesarias para testimoniar su fe en la selección local, se asocian con Nelson en mundializar al Bolshói, ese templo tan seguro de sí mismo que no necesita asociarse a ningún pelotazo para dominar la escena. Bah, mundializar: pasan por adelante del Bolshói como una señal futbolera. Nelson les sonríe y no encuentra manera de solidificar el vínculo porque Neymar es un idioma universal, pero el portugués es portugués y el ruso es ruso. “Muy bueno lo de ustedes, pero campeones vamos a ser nosotros”, agrega. Los rusos cruzan de vereda tan desinteresados en Nelson como en el Bolshói.

En la vereda del otro lado, además de los rusos de las bufandas hay Mundial en crecimiento. Unos mexicanos que decidieron quedarse a pesar de que Brasil sacó de la cancha a su equipo, un uruguayo que ya cobija su boleto para ver el desafío frente a Francia en Nizhni Nóvgorod, tres argentinos que continúan preguntándose cuándo los mundiales les depararán fiesta entera, mientras dos rusas que reconocen que su amor por el fútbol goza de una vejez de dos semanas le dan la espalda al Bolshói y a sus musas y charlan de partidos que fueron o que vendrán. Hay apenas un testigo de semejante coloquio: Carlos Marx. Marx, que, transformado en estatua, ya no sólo no localiza a nadie que le consulte si le interesa mirar al Bolshói hasta la eternidad, sino que tampoco ubica a nadie que le dé la posibilidad de elegir si, después de ver los espantos del planeta, conserva paciencia para oír disquisiciones transnacionales sobre el Mundial.

Al vendedor o revendedor no le alcanzó el esfuerzo discursivo para agotar lo que ofrecía. Ni los empleados bancarios que regresan a sus hogares ni los turistas con ojos de Mundial se tientan con las entradas sobrantes. Nelson ratifica: “Si Neymar se subiera al escenario, pago lo que sea”. Incompleto escenario el suyo: disfruta de Neymar, pero a la morocha de la melena que justifica Rusia eso no parece importarle. Los oídos y el Bolshói a pleno son de Tchaikovsky.