¿Fue un domingo? Se preguntarán en unos años cuando los gauchos de hoy sean padres, tal vez abuelos, y el dulce y narcotizante recuerdo de aquella vez permita renovar cada vez aquel día, aquel domingo frío, muy frío, pero en el que salió el sol y apareció la gloria, el triunfo, la vuelta, la copa.

No importará si se recuerda que fue domingo, pero sí que el barrio, el humilde y laburador barrio El Espejo esperaba tan endomingado como su sede a sus jugadores hinchas, a sus hinchas jugadores, que caminando por la avenida unieron las diez, 15 cuadras que separan el estadio de aquella vieja, humilde y pulcra casa que desde la altura, coronando un talud escalera de tierra, barro y pasto, esperaba con cuatro estrellas rojas a la que ahora se sumará la quinta, la más grande prolijamente pintada sobre dos paredes, las del frente blanqueadas a la cal, como una hoja preparada para ser escrita con las cosas más lindas.

Cuando los jugadores, jóvenes, chiquilines, y algún veterano, llegaron al barrio sin bañarse vestidos para campeones con la del globo y algún camperón o canguro por encima, los vecinos esperaban a los campeones como si fueran los campeones del mundo. Y lo eran, campeones de su mundo. Del barrio, y del Uruguay, los dos polos de ese mundo.

No eran más de las cinco y media de la tarde, cuando la gente se sacaba fotos con la copa apoyada en el pavimento, frente a la sede, mientras el técnico campeón los miraba desde el marco de la puerta de entrada, sin rejas pero con gloria.

Todo había empezado apenas unas horas antes, cuando a los tres minutos de arrancada la segunda final, de un ollazo frontal de tiro libre, apareció la cabeza del zaguero Mario Rodas, que tempranamente había incursionado en tierras contrarias y, casi sin saber por qué, puso el 1-0. Cuatro minutos después, otro ollazo, este sí original, del lateral que atraviesa la mitad de la cancha y apronta el centro, encontró la brillante internada con doble ritmo de Emanuel Martínez, que se lanzó de cabeza hacia la pelota y la impulsó hacia las redes. Fue un golpe muy duro y casi imposible de absorber para Quilmes. Estar perdiendo una final 2-0 en menos de diez minutos de juego es un obstáculo muy grande.

Los floridenses tomaron por asalto el campo rival y el espíritu de lo casi imposible y por 20 o 30 minutos coquetearon con el gol hasta que lo encontraron en una preciosa doble pared entre Damián Bautista y Bruno de Oliveira, que terminó con gol del brasileño. Parecía que la iban a remar, pero, como si fuese un gol de futbolito, los del medio de Huracán la amasaron un poquito, el juez cobró remolino, y de ahí del medio salió otra vez el ollazo entre los centrales, que nuevamente de cabeza conectó Fernando Soria para poner el 3-1 a favor de los sanduceros y casi casi liquidar la final en el primer tiempo.

Ni te cuento que para el segundo tiempo Quilmes salió con todo, pero a los tres minutos una falta en el campo propio, nuevo ollazo de tiro libre, y esta vez fue el otro zaguero, Óscar Bassadone, que, aprovechando la cuponera de subir a cabecear al área contraria, pasó el peaje del segundo palo y metió su cocazo a las redes para colocar el 4-1.

Después, cuento conocido; qué le vamos a hacer. Quilmes intentó e intentó, y allá a las cansadas achicó de penal por medio de De Oliveira otra vez, pero el globo ya estaba volando y el barrio ya estaba llegando a las estrellas, a la más grande estrella, la de campeón del interior. Y era domingo, sí, porque al otro día era lunes, y había que ir a laburar. Pero el despertador suena distinto el día después de ser campeón.