Cuando nadie parecía esperarlo, solo un pueblo, el pueblo, Vergara, un enclave arrocero de menos de 4000 habitantes ubicado en el departamento de Treinta y Tres pero que sin embargo en la división administrativa contemporánea del fútbol del interior está representando al sector interior del fútbol de Cerro Largo, consiguió otra hazañosa victoria, esta vez ante Lavalleja en el Parque Ventura Robaina , y se metió por segunda vez en su centenaria historia en la final del Este, y por si fuera poco aseguró su participación en la decisión del campeonato más uruguayo del fútbol oriental, el campeonato del interior.
Esta es una posible historia de un aspirante a heraldo de la gloria pueblerina de un sábado de febrero.
“Voy marchando a tranco lerdo, en mi noche es tu ricuerdo com'un bichito e luz”
En la nebulosa de las emociones confieso que sé por qué estoy pero no sé dónde estoy. Bajo del ómnibus sin mirar el celular. No quiero orientarme. Sospecho que por miedo, más que por esa estúpida sensación absolutamente irracional de que si no miro no va a pasar lo peor. En ese conocido limbo de la irrealidad comprendo que me tengo que bajar, que voy por mi destino, y entonces quiera o no quiera, pueda o no pueda voy a ser testigo del desenlace. Del que espero con el corazón latiendo a mil, o del que temo a la distancia y con la ajenidad del desconocimiento.
Me bajo y camino por donde seguramente he caminado no menos de 10.000 veces, pero lo hago inadvertidamente. 30 pasos más allá, me ataca con fuerza la pulsión de revisar la realidad entre bits, ceros y unos que mi smartphone traducirá en un resultado. No. Mejor no. Voy entre el asfalto de la metrópoli, o por la senda del pueblo. Voy hacia las luces del estadio. Voy hacia la luz, faroles en la oscuridad, cirios futboleros en el templo pagano que en cada pueblo zurcen realismo mágico, candidez, ilusión, e inocencia. Creo que nunca fui a Vergara. ¿Y a quién le importa Vergara?, podrán decir los fabricantes de maracanaces. No, nunca fui a Vergara, pero ando con Serafín J. García.
“¿Y a mí qué m'importa? ¡Soy chúcaro y libre! ¡No sigo a caudiyos ni en leyes me atraco! ¡Y voy por los rumbos clariados de mi antojo y a naides preciso pa ser mi baquiano!”
El no lugar de los pueblos
El centro es la plaza, la terminal es la agencia, el paseo de compras es esa cuadra, la siesta es la siesta y el sol pega como en los veranos viejos. El banco es el República, en la esquina de la plaza, el club es el club, el Uruguay, a mitad de cuadra, y en lo de Julio Ramos el café y bar, es café y bar, con el paño del casín pelado y desteñido por los rayos uv, con efluvios de tintos y claretones, con notas de tabaco negro, hay en horario continuado parroquianos aguantando el mostrador. Le diría entonces don Marc Augé [antropólogo francés creador de la teoría del “No lugar”] que acabo de descubrir los “no lugares” de los pueblos orientales. Por detrás del carrito de chorizos aparece una chiva con el manillar de carrera invertido, chirriando y con cadencia pueblerina. Mientras el conductor en un solo movimiento la equilibra con el pedal en el cordón y se saca el palillo del bajo de su pantalón de gabardina gastado aprovecho para orientarme mejor que con el Google Street -que también existe en Vergara- y le pregunto para dónde es el estadio. Sé que son 20 cuadras y en repecho, según me dijo mi compañero vergarense de alma Iván Antúnez, que sabe que andamos siguiendo la campaña de Vergarita desde la eliminatoria misma con Río Branco, pero no quiero meter 15 o 20 cuadras en la dirección equivocada para llegar a los confines del pueblo y andar vadeando el Parao a contra corriente.
La comunión
Me pasó unas semanas atrás. Me fui corriendo al pueblo, al estadio a buscar esa alegría efímera pero no superflua, finita pero lo suficientemente perecedera para embarcar definitivamente mi humor a una sensación de placidez, tranquilidad y esperanza que a veces me da el fútbol, el deporte o esa camiseta que nos une y que es trasladable a la mayoría de los casos, a todas las ciudades, a los barrios de rascacielos y a los pueblos que tienen calles que se llaman Ruta Vieja, Artigas, Lavalleja o Rivera. Calles, plaza y boliches que conducen al estadio. Nuestros “no lugares”.
Les juro que es raro pero yo igual estaba con mi cabeza en Vergara soñando con el milagro ajeno que quería convertir en propio mientras buscaba la sublimación con mi propia camiseta a cientos de kilómetros de aquel partido. Yo quería soñar, precisaba de ese sueño, igual que ustedes esos pocos miles de vergarenses que dejan más de la mitad de sus casas vacías para llegar al estadio y construir sus sueños.
Después que Vergara eliminó a Cerro Largo, bordeando el milagro en Melo donde perdió en la hora 4-3 tras haber ido perdiendo 3-0 en el primer tiempo y alcanzar el empate en menos de veinte minutos, y consumándolo en el Ventura Robaina ganándole 2-0 supe que aunque nadie me leyera, nadie me escuchara, me iba abrogar el derecho a ser un pobre heraldo de aquella situación sin par.
Vichando
Pude sentir la emoción sin par de cualquiera de los laburantes de las arroceras, de los señores feudales y de sus vasallos de las taipas, aguzando el oído y a la antigua escuchando por radio, aguantando el empate en el teatro de las sierras en Minas, aquel heroico cero, alimento de sueños y hazañas para decidir en casa. Sentir esa nerviosa sensación de tensa y gloriosa espera, mientras las horas no pasan, como en las interminables siestas de los abuelos, hasta que por fin en la calle se siente picar una pelota donde uno tentará recrear los lances de la noche y se transformará en el Piru Álvez rompiendo redes entre la Samán y el Arrozal 33, o Leivas, el arquero que vino de bagayo de Río Branco hace unos años para quedarse a vivir entre los caños del Municipal.
Puta que lo parió. Camino un par de cuadras y ya sé que seremos boleta. “Seremos”, dije, y pensé, pero nunca fui a Vergara. Déjese de joder, Augé, ese “no lugar” que es el pueblo, igual a todos los que fui y dormí, distinto a todos en los que sentí el canto de la chicharra y me acomodé en el banco de la plaza. Los maracanaces que vienen del pueblo son también ese centro pasado de los minuanos que en menos de un cuarto de hora el Goyo Almeida transforma en gol para Lavalleja. Va a pasar lo que va a pasar.
Llego y ya vamos marchando. Ta clavado. Lavalleja se armó para ser campeón y Vergara tiene que andar pidiendo camisetas prestadas porque los señoritos de la televisión quieren que juegue con otra contra Cerro Largo y entonces hay que usar la gris de Huracán, y encima tener que bancarse el “no nombre” de Cerro Largo Interior.
Igual me acomodo en tensión ajena esperando el milagro de esos cosmonautas de las taipas iluminados por las luces del estadio que quieren llegar al más allá de la gloria entre mares de dudas ante las que correrán avasallantes o inseguros pero como cruzados de las elegidas noches pueblerinas, sempiternos luchadores por sacarnos del medioevo de ese fútbol grotesco y luchado.
La noche
El entretiempo es apenas eso, un oscuro espacio de revisión de la dificultad: ni siquiera el empate a uno clasificará a Vergara. Hay que hacerles dos y que ellos no vuelvan a mandarla a las redes. Parece imposible. Solo parece, porque sabremos que no lo es.
Suenan bocinas, del alambrado salen gritos: ¡Vamos Vergara! Y por izquierda aparece la esperanza. Gastón Lucas trepa por la raya y en el momento en que desde la tribuna le gritan “¡echalo, muchacho!”, la Penalty viaja doblando al área serrana y aparece como una topadora el Piru Álvez para poner el empate y empezar a soñar.
Parece imposible. Parece. Y encima, como estás saliendo bueno, ¡se tiran al área y te cobran penal! Penal para Lavalleja. Te dije, somos boleta. Va Súper Mario Amórin, tan ancho como crack, y la pelota se va afuera. Parece imposible pero no lo es. Como en una jugada traída de la historia -el fútbol llegó a Vergara en 1913 con la fundación de Vergarense- los blancos corren de derecha a izquierda, y llegando a la taipa del área grande Gastón Lucas amartillo la zurda y la cruzó al fondo de los sueños del pueblo.
Qué locura. Se me sale el corazón y ya no pienso en Serafín y sí en el Ruso Rosencof cuando en La Margarita en Otoño dice “Dios mío, que nunca pase nada”.
“Qué puede pasar. Nada. Nada va a pasar”
“No sé…no sé”. Es que todo esto es tan hermoso”
¿Qué puede pasar? Lo más hermoso, que Martín Franca, que hacía unos minutos estaba haciendo unas pasadas largas al costado de la cancha orientado por el profe Guillermo Senosian, que es además entre otras cosas el presidente de la Liga de Fútbol de Vergara y que había entrado para ayudar a hacer posible lo imposible, se meta al área y fusile a Pablo Alzogaray y consume el milagro: 3-1 y a la final.
La locura. Aparecen cientos de bichitos de luz, que no son otra cosa que los smartphones como el que yo no había querido ver. Lucecitas que hacen que los problemas y las soluciones del mundo, sus alegrías y sus miserias queden encerrados en esos hombres que enfrentan el juego de la vida igual que lo hicieron sus antecesores, que no fueron otros que sus padres, sus abuelos, sus vecinos, que le dan de punta y pa' arriba y topan como animales detrás de la pelota Y ahí están ellos, los vecinos, el pueblo todo, taiperos de la ilusión, monaguillos de la camiseta que lleva a sus vecinos, sus arroceros, los pisteros de estación, sus primos, sus compañeros de clase, sus mecánicos, sus electricistas, travestidos por 90 minutos y más en la efímera eternidad aldeana en héroes de la alegría.
Así se escribe esta historia de un pueblo.
La de Vergara, un pueblo de 3000 y pico de habitantes, con la plaza, el banco, el club, el baile, el casín y el fútbol. El fútbol, que es como la vida.
“¡Qué lindo es soñar un sueño de amor sobre el ancho llano, mientras cocuyos y estrellas chispean, contrapunteando!”