“No”. Si le preguntan ahora, 20 de julio de 1969, a eso de las ocho de la noche, en el vestuario del Candlestick Park, pronto para salir a jugar un partido X contra Los Angeles Dodgers, Gaylord Perry dirá que no, que no cree en nada ni en nadie. Gaylord Perry no cree en las profecías, o en la magia, o en la suerte. Su oficio es el de la precisión y la velocidad. Meticuloso como un francotirador, sabe que cada centímetro hace la diferencia entre pasar a la historia y ser historia.

Es cierto que en ocasiones duda.

La mayoría de las veces, Perry piensa que la distancia entre un out y un strike es demasiado fina como para dejarla en manos de la fortuna. Estudia movimientos y perfecciona su técnica de lanzamiento hasta el nivel de la obsesión. Pero otras veces, Perry piensa que la distancia entre un out y un strike es demasiado fina como para no recibir un poco de ayuda divina. Le reza a su dios y, en momentos complicados, con las bases llenas incluso le reza bajito a otros dioses.

Lo cierto es que Gaylord hace su carrera de pitcher con la flechita para arriba. Parado en el montículo de los San Francisco Giants, se siente en su propio Monte Olimpo. Casi nunca requiere ayuda mágica, cada bola que sale de su mano derecha tiene una razón de ser y una búsqueda a la que se dirige. Dos outs son un hacha afilada cuando tenés enfrente a uno de los mejores lanzadores de la historia. Y Perry tiene la habilidad de mostrarle al bateador la hoja que le cortará la cabeza. La afila lentamente, y el silbido de la pelota rompiendo el aire a 150 kilómetros por hora, tan parecido al del metal cortando el viento, suele ser suficiente para que sus víctimas pierdan la respiración mucho antes de que el guante del catcher complete el tecnicismo de matarlos.

A lo sumo, Perry tiene algunas cábalas, ¿por qué no? Esos intersticios mágicos que se les permiten incluso a los científicos más respetados. Para empezar, el siempre coreográfico ritual del pitcher de béisbol, que ya tiene algo de místico, algo de danza pagana para convocar al dios del out. Además, como todo buen deportista, Perry repite concienzudamente la ropa interior, ya vieja y gastada pero que en definitiva, no tiene dudas, fue la culpable de aquella tarde mágica en la que no le conectaron un solo lanzamiento.

Gaylord Perry es uno de los mejores jugadores de béisbol de la época, un pitcher letal, pero también tiene que agarrar el bate, como todos, y ahí es cuando se complica. Su porte omnipresente se diluye completamente cuando le toca estar del otro lado del hacha. Cada turno es una tortura que no termina. Si bien nadie espera nada de él porque no es su función, cada vez que la ruleta del bateo cae en su número Perry siente que el mundo es un poco más injusto. A lo largo de su carrera sus números van descendiendo, sus manos tantas veces invencibles apenas le hacen aire a la pelota. Hay temporadas que apenas conecta un hit cada 20 turnos. Parece tener razón su técnico, que en 1964 dijo que primero llegaría un hombre a la luna antes que el día en que Perry metiera un jonrón. En la conferencia de prensa, todos se rieron con la ocurrencia. El maleficio tenía fecha de vencimiento.

Un pitcher del que nunca sabremos nada lanza una pelota cualquiera, casi de rutina, destinada a pasar de largo ante Gaylord. Perry suelta el brazo con furia y se sorprende al sentir el ruido seco del bate contra la pelota. No corre. No hace falta. La sigue con la mirada mientras se confunde con el cielo. Perry piensa en qué espectáculo más bonito es ver volar la pelota. Como en las películas, se le apaga el sonido del estadio y queda embelesado con esa esfera blanca que contrasta con el negro cerrado del cielo. El Apolo 11 hace 20 minutos que está en la luna, solamente para terminar con la maldición de Gaylord. La pelota cae en la calle.

Si le preguntan ahora, 20 de julio de 1969 a eso de las once de la noche, mientras completa la vuelta a las bases para certificar el primer jonrón de su vida, Gaylord Perry dirá que no, que no cree en nada ni en nadie, salvo en Neil Armstrong.