Es mediodía. El teléfono está lejos de los platos. Mi hijo más chico, que nació varios años después de que Maradona tirara su último caño, es el primero en anunciármelo: un emoji con lágrima, y un lacónico y angustiante: “Se nos fue el Diegote”. Otro pitido del Smartphone se me mete en la ensalada. Es mi hermana, que de muy chiquita creció con la magia del 10. Su mensaje confirma lo que yo quería fuese un error, como cuando el doping en el Mundial del 94. “Siento mucho la muerte de Diego”, me escribe Andreína, y ahí es donde quedo paralizado, inmóvil, y con una tristeza infinita, que sin que yo se lo pida me hace brotar un mar de lágrimas, y entrecortar la voz para intentar avisarle a mi compañera que ha muerto Maradona.
El dolor por la ausencia infinita, por la desaparición física de un ser querido es inabordable. Ese ser querido no debe ser ni familia, ni amistad, ni nada que se emparente con el paradigma de lo ambiental, de lo emocional de referencia física.
Me acordé del poeta salteño, el inconmensurable Elder Silva, y su reacción ante la muerte de Lev Yashin. Un jueves llega Elder al diario en el que ambos trabajábamos y me dice destrozado que murió la Araña Negra, que fue anoche, que no lo soporta, que cuando se enteró se descompuso, y se pasó vomitando, que estaba destrozado, como unos días después quedó registrado en su poema La última atajada, que en su remate recita:
Veo las atajadas siempre en blanco y negro.
paró cien penales dice el periodista.
Como si dijera:
“El muchacho se comió dos docenas de peras”.
Era el mejor golero del mundo.
Pero Darnauchans lloraba arriba de un taxi.
Y el chofer no entendía las lágrimas de un cantor flaco
a las nueve de la mañana.
Y no supo que apenas escuchada la noticia me fui
a vomitar al baño, como si con el alcohol que se iba
por la pileta, pudieran irse los doce años,
cuando uno también cuidaba el área chica.
Y ella y yo teníamos tanto miedo
como Yashin ante el tiro penal.
Ho visto Maradona
Ha muerto Maradona.
El dolor lacerante, artero, un garrón, una panadera atrás de la nuca, obnubila, nubla, te deja sin más defensas que tus emociones, apiladas y dejadas atrás como en una tarde del estadio Azteca de 1986.
Da mucho dolor, es lo finito de la vida, de una generación. En las lágrimas se me va una parte de mi vida, de mi adolescencia, de mi juventud, cuando no sabía de la obsolescencia de algunos sueños, cuando la omnipotencia de aquellos años que forjan el para siempre me ponía un reto utópico pero real, que me acompañó por más de dos décadas: ¿Y si tuviera que jugar contra Maradona? No se podía ser él, inconmensurable, único, dios de carne y hueso, entonces lo más cerca de la gloria era medirse, soñar con anularlo, y ser nada más que un humano que se acercaba a aquel dios de nuestra vida atrás de una pelota.
El llanto no cesó, se me estaba yendo una parte de mi vida, de mi infancia, entonces solo pude agarrar un pendrive, cargarlo con Piazzolla y Fattoruso, y largarme a escribir, para iniciar una vela eterna de todos nosotros
A Maradona lo conocí el 27 de octubre de 1976. Los dos teníamos 15 años, el hacía una semana había debutado en el campeonato Nacional argentino, ese que mirábamos todos los domingos de noche, y leíamos entre semana en El Gráfico y Goles, y yo había perdido de taquito 10 kilos en régimen de quietud permanente por una hepatitis galopante que recién por esos días me estaba dejando volver a la normalidad. Lo conocí una semana después de su debut quinceañero en Argentinos Juniors frente a Talleres de Córdoba, porque ese partido fue un miércoles, el día que las revistas argentinas llegaban a Uruguay. Ese día leí de aquel pibe de 15 años que había entrado en el segundo tiempo y había enloquecido a la gente. Ese mismo día que en Shangrilá la dictadura uruguaya armaba la perversa versión de la captura de 62 sediciosos, y el episodio del chalet Sussy de Shangrilá, ese mismo día que Nacional y Peñarol empataron 2-2 por la Liga Mayor, vi por primera vez el nombre de Maradona, que se asociaría a mi vida para siempre.
Unos pocos uruguayos, la delegación juvenil campeona en Caracas en 1977, y los orientales exiliados en la capital venezolana que siguieron a aquellos botijas lo habrán visto en la cancha por primera vez a Diego Armando en aquel partido inicial saldado con empate a uno, en aquella selección donde además de Venancio, Rúben Paz y Hugo de León estaba el historiador Gerardo Caetano.
Nuestra primera vez
Unos 3000 aficionados en Uruguay le vimos en su primera vez en el Centenario, un domingo de mañana, el 12 de junio en que dejó desparramado a Fernando Álvez en el arco de la Colombes para anotar su primer gol en el Monumento Histórico al Fútbol Mundial. Fue el primer gol de aquel amistoso de la preparación de los juveniles, frente al primer equipo de Argentinos Juniors, que goleó 6-0 con la anotación inicial del Diego y cinco goles de Carlitos Álvarez.
Un año después, ya habiendo pasado por la selección mayor y haber quedado afuera del Mundial de Argentina 78 en el último corte de la nómina de Menotti, Maradona jugó en San José de Mayo con la selección juvenil argentina enfrentando a la selección de San José en la reinauguración del estadio Casto Martínez Laguarda. El Diego hizo ante los josefinos dos de los cuatro con que aquel equipo de Menotti ganó 4-0.
Unos meses después, la inmensa maravilla de su juego llegaría a las noches del Centenario para el Juvenil de Plata. Cómo olvidar a aquel guacho maravilloso capaz de tanta magia. Cómo olvidar aquellos partidos, con el Chifle Jorge Walter Barrios, que lo seguía, dejaba todo, y seguía con tal de neutralizar aquel conjuro mágico. Aquella noche que el Tola Luzardo clavó aquel guascazo de afuera del área en el arco de la Ámsterdam, todos quisimos creer que Maradona era Rúben Paz, que nuestro Diego era el Rúben, pero el 10 seguía maravillándonos, como lo hizo casi dos años después cuando volvió al estadio, esta vez para el Mundialito.
Caerse de culo
Aquel 1981, el año del pase del Diego a Boca, de Víctor Hugo a la Argentina, el año de la gloria del Mundialito y el oprobio de la eliminación a España 82, el mundo ya había empezado a ser mejor con Maradona en las canchas. Aquel viernes de noche que impensadamente Canal 10 televisó el primer superclásico de Maradona en nuestros televisores en blanco y negro, todos nos caímos de culo como el fotógrafo cuando el Diego desparramó al Pato Fillol. Ese gordito de rulos maravilloso fue mi consuelo en mi primer Mundial en España 82, el desvelo de muchos en el Barcelona con la desgarradora patada de Goikoetxea que lo sacó de las canchas y la inexplicable conversión en el D10S de los napolitanos.
Cuando el Diego llegó a Nápoles, a aquel sur permanentemente postergado, tal vez no debe haber imaginado que su juego, su vida, su todo serían la unción como la figura terrenal con derecho a ser el dios del fútbol, el dios de muchos de nosotros que no creemos en nada que no haya sido visto. El peor tránsito del mundo, la ropa colgada de lado a lado, la gente hablando a los gritos, la celeste y Maradona. Para un rioplatense debe haber poca cosa más propia que el Nápoles de Maradona, que Maradona.
¿Sabes qué? Por más que aún nos cagamos de risa de aquella tapa de Guambia contigo sentado en la pelela el día del partido en Neza, en México 86, cuando nos eliminaron con aquel gol de asco, no sabés cómo te gocé, hermano, en todo aquel Mundial donde hiciste lo más maravilloso que se pueda hacer en una cancha de fútbol. Viste que hay gente que dice que la risa hace bien para la vida. Bueno, vos, tu juego, tu vida en las canchas del mundo me hacían bien para la mía, como si viéndote jugar las sensaciones placenteras me hicieran estirar mi vida.
Hace tiempo que no voy al médico, Diego, no es porque a diferencia de vos yo no haya cometido muchos excesos (ni frula, alcohol o balurdos complicados y muy feos). Es porque vos me diste vida, Dieguito. De noche, a veces si no me puedo dormir, en vez de contar ovejas concibo el olor del césped, pero no de cualquier pasto, el de una cancha de fútbol, y quedo planchado y feliz. Estoy con el perfume del césped otra vez, “ese es el mejor perfume que puede haber”, dijiste muchas veces, pero yo a ese perfume le podía poner tu figura, tu magia.
Bo, Diego, no te imaginás la tristeza que tengo. Te veo ahí con tus cordones desatados, tirando la globa a la luna y bajándola como un duque, te veo con tu NR celeste clavándola en el ángulo, te veo levantando la copa, te veo con la Claudia, con Dalma y Gianinna, te veo con el Chifle Barrios prendido de tu oreja, con el Chango Pintos Saldaña levantándote en la pata, con tu pena y tu mochila pesadísima para traernos alegría y vida a los demás.
Te voy a seguir llorando, pero también seguiré viviendo en cada zurdazo, en cada enganche, en cada engaño, que me llevará con extrema torpeza y vulgar solución a agarrarte, a moverte un poco el esqueleto. Ya no podré soñar con buscar mi periferia gloria humana, de éxito contemporáneo, de anularte un día en una cancha. Me hiciste llegar hasta acá con esa utopía. Ahora me queda el perfume del césped, y ser un vulgar homero de tu deidad, en donde en algún momento agregaré aquella primavera del 92, cuando en La Bombonera me dijiste: “¿Qué hacés, uruguayo?”.