Orlix se paraba en medio de la calle, frente a los camiones que venían, y los provocaba; le hacía gestos con las dos manos, como de vení, vení, ves que sos cagón, y toda su postura era la de un pequeño demonio con guardapolvo de primaria sobre un ring de asfalto. Cuando la bocina sonaba fuerte y la tensión estaba a punto de darle pasó a la catástrofe, él abandonaba el ring, se subía a la vereda y, como si nada, seguía caminado. Me daba mucha vergüenza seguir a la par y aminoraba el paso para quedar unos metros por detrás de su mochila. La gente lo miraba, el camionero lo puteaba, un perro lo chumbaba y algunas viejas le daban consejos o lo retaban; pero él avanzaba sin prestarle atención, atento de que se asome otro de esos bichos grandes con acoplado, porque él solo hacía sus show frente a los bichos grandes con acoplados.

Cuando llegábamos a la escuela, ya la cosa cambiaba: una pluma podía lastimar a Orlix, a su timidez. En el aula, Orlix era frágil y silencioso; con nuestro compañeros nos abusábamos. Lo cargábamos por colorado y pecoso; “lechita cagada”, le decíamos. Ni las mujeres se la dejaban pasar. En la clase de gimnasia no participaba y tenía pésimas notas en todas las materias menos en arte. Orlix dibujaba bien, pero a nadie le importaba. Él se sentaba en los bancos de adelante, yo en los de atrás.

Orlix vivía arriba de mi casa, en un departamento ínfimo. Su mamá era separada y él su único hijo. En el barrio se comentaban muchas cosas. El padre eran un misterio y nadie lo conocía. Mi mamá decía que era un político que había tenido una aventura extramatrimonial y ocultaba a su hijo; mi papá decía que estaba preso porque había estafado a media ciudad, que él lo conocía, y mi abuela, la mamá de mi mamá, decía que de cualquiera de las dos formas era un delincuente y ojalá estuviese muerto.

Yo nunca invitaba a Orlix a mi casa. A veces me gritaba desde arriba para que yo suba y juguemos, y ahí me mostraba la pista de autos, los juegos de mesa, la pistola a cebita, el nuevo video juego o cualquier cosa nueva que le regalaban. Yo aprovechaba. En mi casa eran escasos los juguetes e imaginaba que todo eso también era mío por un rato. Hasta que él se ponía a jugar solo, o se iba al baño y no salía nunca, y yo me aburría de sus juguetes nuevos y extrañaba a mi perro y volvía mi casa sin decirle ni chau.

Mi mamá me obligaba a que fuéramos juntos hasta la escuela. “Así se hacen compañía”, me decía.

La madre de Orlix era maestra, una mujer bastante más grande que mi mamá, con cara de virgencita, triste, o así creía yo, porque tenía todo el pelo morocho invadido de canas y se la podía ver únicamente con dos vestimentas: en guardapolvo blanco o en delantal de cocina. Orlix no le llevaba el apunte y ella agachaba la cabeza, como vencida, cada vez que le quería decir algo a su hijo.

Un día que no tenía ganas de verlo, Orlix me llamó. Gritó mi nombre dos veces desde el balconcito de su casa que daba a mi patio. Nadie le contestó. Yo lo había escuchado y no le di bolilla. Había quilombo de guita en casa, y mis viejos se peleaban como cada vez que había quilombo de guita. Mi papá, que ya se había hecho su cama en el sillón del living, me vino a avisar a la pieza.

–El coloradito te llama –me dijo–, atendelo o decile que se deje de romper los huevos.

Yo no le hice caso a ninguna de sus dos órdenes y subí el volumen del televisor. Estaban dando una peli de cowboys, en el cable, y con mi perro éramos fanáticos de los cowboys.

Pero Orlix insistía e insistía. Tiró un piedra de arriba que creo agujereó el techo de chapa que protegía a la parrilla de la lluvia. Me levanté de la cama, rápido; mi viejo me iba a fajar a mí y a Orlix. Me asomé al patio. Me acuerdo que era la hora de la siesta y hacía mucho calor. Un sábado lindo era. Me tuve que poner las chinelas de mi vieja porque el piso de baldosa estaba que pelaba. Vi su pelo colorado y la manito que se agitaba entre las barras del balcón.

Subí la escalera pensando un poco que no lo quería ver más, como que ya estaba cansado de verlo, como que los juguetes no importaban tanto; tampoco quería que sepan en la escuela que me juntaba con él después de clases. Saqué todo tipo de conclusiones y reflexiones, hasta que me abrió la puerta y me hizo pasar. La madre miraba la tele y él me llevó hacía su pieza. Siempre me había resultado extraño que compartiera la pieza con su madre. Dónde pega sus figuritas, pensaba yo, qué feo no poder colgar el poster que te gusta. La madre tenía un cama doble y él una simple con mesita de luz, en donde había varios libros. El libro de arriba de la pila decía mitología griega. Casi no había espacio para caminar, más en ese momento, con semejante paquete entre las dos camas. Me senté en el colchón y hojeé el libro, pero no había ningún dibujo de esos bichos raros de Grecia; todo era letras y nada más que letras.

¿Y eso? Le pregunté, señalando el paquete que estorbaba.

Es una bici, te la regalo, por eso te llamaba, me dijo.

Yo no lo podía creer.

¿Posta?

Sí, llévatela, no sé andar en bici, me dijo; y prendió la Sega y se puso a jugar al Mortal Kombat como si yo ya no existiera más. Me asomé a la puerta, me fijé que su mamá no estuviera atenta y salí con la bici que pesaba un montón. Me costó bajar las escaleras, pero lo hice de a poquito; ya era mía para siempre y no había apuro. Antes de entrar a casa, le saqué el envoltorio y me fasciné con su color flúor. Tremenda BMX del cielo.

La empecé a usar para hacer los mandados, para ir a fútbol, para dar vueltas a la manzana en el mejor tiempo posible. Le había encontrado un lugar en el patio para escondérsela a mi papá. A mi mamá le dije que me la había prestado Orlix.

Cuando nos reunimos el lunes para ir nuevamente a la escuela, fui yo el que le señaló el camión. Estaba doblando y no era muy grande, era de esos que repartían lácteos o gaseosas, pero Orlix, de todas formas, se paró en el medio de la calle y empezó con las amenazas. Le tiró piñas al aire. El camión parecía no verlo, y no frenaba. Ni bocina tocaba. Pero antes de que lo choque, una vieja empezó a agitar los brazos y se cruzo a la calle. El conductor la vio y clavó los frenos. Orlix saltó a la vereda, se acomodó el guardapolvo y caminó los más tranquilo. La vieja se desmayó del susto, quedó tirada en la calle con una pata como terremoto. Ahí se bajó el chofer y empezó a las puteadas, pero mal. Yo no aminoré el paso ni me dio vergüenza cómo todos nos miraban. El chofer era grandote y morocho. Agarré una bolsa de basura y se la tiré en la parte de atrás del camión, arriba de la patente. Gordo cara de culo roto, le grité. Entonces intentó atraparnos. Nosotros salimos corriendo. Fue la única vez que vi reír a Orlix.

Ese día compartimos el recreo. Los chicos jugaban al futbol con una latita aplastada y yo me fui, en el medio del partido, a sentarme al lado de Orlix, en el mástil de la bandera, lugar que ocupaba siempre solo. Sin hablarme me pasó el paquetito de macucas y yo le agarré una masita. Miré para arriba; lo alto que llegaba el mástil. Pensé qué podíamos colgar en ese palo flaco y sin bandera, como para hacer alguna broma. Después comí mi macuca y él me preguntó, así, de la nada, si creía en Dios. Qué, pensé con la boca llena, tragué y respondí; voy a catequesis. Pero no le contesté la pregunta de Dios porque pensé que era muy boludo preguntar algo tan obvio. Había, después de todo, cosas que en catequesis se contradecían mucho, pero a qué venía con eso de Dios en medio del recreo. Él aguardó mi silencio hasta que me mostró de nuevo el paquete y yo agarré otra macuca, porque en la escuela siempre tenía hambre.

Empezamos a hacer la tarea juntos. A la tardecita lo invité a mi casa, pero nunca la terminamos: pintó el video juego en su casa. Subamos, me dijo, cuando ya no dábamos más de aburrirnos con las matemáticas, tengo un cartucho nuevo para el Sega.

Le habían regalado el Mortal Kombat 2. Estaba buenísimo, súper sangriento. Orlix siempre me ganaba. Se sabía todas las fatalitys. Cuando me estaba haciendo una con Zub Zero, salió de nuevo con sus preguntas.

–¿A dónde pensás que van después de morir?

–¿Estos? –le pregunté y señalé la tele.

A ningún lado, pensé; reiniciás la máquina y elegís de nuevo el mismo personaje. Pero hice una pausa y, sin querer, porque no alcancé a elaborar bien mi respuesta, le dije como una mariquita: “Espero que al cielo”.

Me dio vergüenza.

Jugamos dos o tres luchitas más en silencio, dejó el joystick arriba de la cama, se fue de la pieza y me dejó solo. Aproveché entonces para jugar un rato, hasta que me cansé y bajé a casa un poco confundido.

Un día, mi viejo vio la bici que me había regalado Orlix. La estaba revisando, como asombrado del hallazgo. Le dije que me la habían prestado y que la tenía que devolver pronto. Me dijo que solo podía andar si él me veía; él me había enseñado a andar y le tenía que hacer caso. Me prohibió rotundamente andar solo. “Es muy peligrosa la calle. Yo voy a traer la que tengo en el taller, la voy a arreglar y vamos a dar unas vueltas por el parque, juntos, porque la calle es muy peligrosa”. Repitió enojado mientras se iba. Me puse contento de poder jugar una carrera con mi papá, que nunca jugaba a nada conmigo.

Pero en el recreo, al otro día, Orlix me llamó de nuevo. Yo pateaba la latita; él, detrás del arco con las manos en el guardapolvo. Me miraba solo a mí, no a la latita, no a los pibes, no al partido. Me seguía con sus dos ojitos que bailaban debajo de sus cejas espesas y naranjas. Parecía un lechuza. Hice que me iba al baño y fui hasta él. Le pregunté qué pasaba y sacó del bolsillo un alfajor triple fantoche. Tomá, me dijo, no lo voy a comer. Y yo que había tomado mucha agua para distraer el estómago, me puse contento y lo comí sentado en el mástil, al lado de él, los dos callados, mirando el partido de mis amigos.

Cuando sonó el timbre para volver al aula, me tomó del hombro para que no me levante; el próximo recreo no salgas, me dijo, vamos a jugar a suicidarnos, ¿te parece?

Yo, que no sabía muy bien lo que eso significaba, terminé el último bocado del alfajor y le dije que bueno. Tenía la panza llena y el corazón contento.

Desde arriba del pupitre todo era inestable. Ver el aula vacía desde esa altura me hacía pensar que ese iba a ser mi punto de vista cuando yo fuera grande, si crecía los centímetros necesarios para ser un seductor. Y me sentí raro; todo a mi alrededor, chiquito y lejano. Los pupitres se movían mucho, los dos estábamos listos cuando me di cuenta de lo absurdo que era estar ahí arriba, y que la palabra suicidio era mala, porque me acordé de que se la había escuchado a mi abuela con tono de tragedia y mano en el pecho, y le quise preguntar a Orlix cuál era su plan, y me agarró como algo en el estómago porque no me dio tiempo, ya estaba volando como un pajarito sin alas, con cabeza de fósforo y guardapolvo. El ruido fue tremendo. Cayó de panza contra las sillas, las sillas empujaron los pupitres de adelante que cayeron al piso y se desparramaron junto a los útiles de nuestros compañeros.

El cuerpo de Orlix quedó entre los objetos. Me quedé quieto sin saber qué hacer sobre mi pupitre que temblaba. Entró la señorita Perla, con sus pelos duros, rubios, fuertes, y una fila de compañeros que la seguían como patitos que cruzan la ruta. Los dos a la dirección, gritó la señorita, y levantó a Orlix de un tirón, la muy bruta.

Nos hicieron una nota en letra roja en cada cuaderno de comunicación. Citaban a nuestros padres, eso nos dijo la directora que decía la nota. Qué lío se me viene, pensé, y sentí que el mundo se derrumbaba junto a los útiles y los pupitres.

Orlix parecía contento. ¿Tienen que venir los dos padres? Le preguntó a la directora.

Si es posible, sí; contestó la vieja. Después se acomodó los anteojos y se sacó el chicle y lo envolvió en una servilleta y yo me sentí un poco ese chicle también.

Me dije que nunca más me iba a juntar con Orlix.

Volví a casa. Mi papá estaba en el trabajo. Sabía que se lo tenía que decir a mi mamá y aproveché. Pero en casa todo era silencio. Ni bien entré, me di cuenta: en el ambiente había una pausa que antes no estaba, se escuchaban con claridad los sonidos de la calle que rebotaban en un eco extraño. Claro, faltaba el televisor del comedor. Qué absurda la mesita del televisor sin televisor. Cuando me acerqué a la cocina para saber qué había pasado, mi mamá lloraba. Y no estaba pelando cebolla. Tenía un papel con números y cuentas, en la mano. Sentada en un banquito, con la cabeza como dormida, miraba por la ventana las plantas del patio. Parecía un reproche su diálogo mudo, un ajuste de cuentas con las criaturas verdes.

–¿Qué pasó? –le pregunté creyendo que nos habían robado o que había llamado la directora.

–A tu papá lo echaron del taller.

Quise abrazarla, pero no me salió.

En cambio le pregunté por la abuela, si venía a comer. Ella siempre traía algún postre rico cuando venía a comer.

El televisor de mi pieza seguía existiendo, por suerte, y dejé de pensar en mi mamá y la panza se me puso normal. Me acosté con mi perro y un paquete de galletitas de agua. No encontrábamos ninguna película de cowboys y dimos vuelta todos los canales con el control remoto, de atrás para adelante, de adelante para atrás; comimos todas las galletitas y cuando nos llenamos de miga encontré un documental, en los canales más altos, que mostraba una tribu africana en donde los hombres que más lloraban eran los más fuertes y grandotes. Los lideres. Bocas anchas y gruesas, ojos grandes y vidriosos. Negritos llenos de hueso y con panza redonda los admiraban. La cámara se metía en las chozas sin televisores ni sillas y me dije que ojala nunca viva en una de esas. Me llamó la atención pero me aburrí al toque y, por suerte encontré, en la otra vuelta de zapping, una de Rambo, que es igual a la de Cowboys, pero contra chinitos. Terminé decidiendo que ocultaría la nota del cuaderno el tiempo que fuera necesario. Me dormí un rato y soñé que lloraba, pero no me salía. Me levanté con todo el cuerpo picado por las migas de las galletitas.

Mi papá llegó con sus pertenecías del trabajo. No eran muchas. Una taza, un calentador eléctrico, la radio, la revistita para los caballos que le decían burros y la bici oxidada que usaba antes de tener el Renault 12 para ir al taller y que ahora iba a arreglar para salir a pasear conmigo.

Al otro día, cuando salí para la escuela, Orlix ya me estaba esperando como siempre, y, cuando empezamos a caminar, se dio cuenta de que yo no quería estar a la par de él. Me miraba con esa cara de lechuza naranja que no valía ni un peso. Él hacía dos pasos, yo uno. Me fue sacando distancia. Por suerte no pasó ningún camión y llegó cinco minutos antes que yo.

Ese día me las pasé esquivando. Esquivé a Orlix, a la directora, al hambre del recreo, a las preguntas de la seño. El fulbito de latita me zafó la jornada. Solo esperaba que terminara la escuela para salir a andar en bici con mi papá, como me había prometido. Ahora íbamos a tener más tiempo.

Cuando volví a casa, un hombre en la puerta espiaba por la cerradura. Yo lo conocía. Era el Tupe, el compañero de taller de papá.

Hola, Tupe, le dije.

El se sorprendió, pero se sorprendió como se sorprende alguien a quien se le enreda una baba de diablo en el pullover. Tenía los dedos anchos, con manchas de aceite viejas. Golpeó con fuerza la puerta y no me contestó el saludo.

–¿No te atendió nadie? –le pregunté.

       –No –me dijo–. Decile a tu papá que lo estoy buscando, que no se haga el boludo, que pase por el taller.

Miró de nuevo por la cerradura, me miró de nuevo a mí con desprecio y cruzó la calle. Después se subió al Renault 12 de mi papá y se fue como si el auto fuera suyo.

Me senté contra la puerta –esperando que venga alguien– con la mochila entre las piernas. Nunca me habían dejado esperando para entrar a casa. Pasaron dos o tres minutos y sentí el hocico de mi perro soplar por debajo de la puerta. Después salió mi mamá y me hizo señas, apurada, para que entre.

Las dos caminaban a la par. A unos metros de nosotros, que la seguíamos por detrás. La madre de Orlix le pasaba una mano por arriba del hombro a mamá, mientras ella le contaba algo. El cielo estaba por arrancar la lluvia y todos en la calle se escapaban a algún lado. Mi mamá estaba afligida y todo por culpa de Orlix que me había hecho hacer cagadas. La directora, a falta de respuesta, había llamado y ahora íbamos los cuatro a la escuela.

Esperamos los dos afuera de la dirección, sentados uno al lado del otro, callados. Orlix miraba el reloj que colgaba en la pared, movía sus pies, ansioso, y yo quería meterle una piña. Te regalo la Sega, me dijo, ya no me gusta más. No supe qué contestarle, fue como cuando me preguntó por Dios. Le dije que sí y después que no. Tenía que hacerme el difícil. Después me puse a preguntarle por los animales mutantes de Grecia.

También había sido culpa mía; después de todo, yo había aceptado subirme al banco con él. Esos bichos de Grecia me interesaban.

Salió primero mi mamá. Se acercó y me dio un beso suave en la frente. No es nada, me dijo, andá a clases y prestá atención.

Desde la ventana del aula, que estaba en el piso de arriba, las vi salir a las dos. Mi mamá seguía doblada, como que su cuerpo tenía un pinchazo en la mitad. Una astilla gigante imaginaria que la perforaba. La madre de Orlix volvió a pasarle el brazo por encima del hombro. Ya había empezado a llover y, entre las líneas grises, vi cómo se iban, flameando, cada una con su delantal de cocina, las dos bien juntas, entre el viento que empujaba.

Mi papá estuvo varias días viniendo poco a casa. Seguía durmiendo en el living y se levantaba tarde. Escuchaba acostado las carreras de los burros, con la revista en la mano, olvidando totalmente nuestra carrera, la más importante, sin todavía arreglar su bici.

Me cansé. Era sábado, también, y los sábados siempre me cansaba de no saber qué hacer. Orlix hacía días que no me llamaba desde el balconcito. El televisor de mi pieza ya no estaba. El día anterior mi mamá me pedía perdón, mientras mi viejo se lo llevaba como un ladron. Hasta mi perro estaba aburrido ese sábado. Con la panza al techo, mientras dormía en el suelo. La lluvia había pasado y se había llevado el calor. Había cambiado la estación y yo no me había dado cuenta. Me puse un buzo y fui hasta el patio, la lona que tapaba las dos bicis estaba llena de agua arriba, charcos de resaca, de la ultima lluvia. Me mojé cuando la corrí; traté de no arruinar ninguna de las plantas que estaban alrededor y que mi mamá cuidaba tanto. Con la mano le sacudí el polvo y mi bici fluor tomó fuerza en su color. A la bici oxidada de mi viejo la dejé sin tapar.

Íbamos a dar una vuelta cada uno, por tiempo, en la plaza. Le iba a apostar la Sega, quería que sea mía en buena ley, y, si yo perdía, le devolvía su bici. Tenía pensado ir hasta el monumento a la bandera, después de nuestra carrera; aunque era lejísimo, no me importaba, lo iba a llevar a Orlix en los pedalines. Yo no conocía el monumento a la bandera y estaba cansado de querer conocerlo. Teníamos todo el día para perdernos.

Salí de casa. Un camión en la puerta ocupaba toda la calle. Dos hombres subían una cama en la parte de atrás. Apoyé la bici contra la casilla de gas y toqué timbre en la puerta de Orlix. Era raro, siempre dejaban la puerta de abajo abierta. Toqué varias veces.

–¿A quién buscas? –me preguntó uno de los hombres que cargaba la cama.

Se había parado atrás mío. Era colorado, piel blanca, cejas espesas, cara redonda.

–Busco a Orlix –le respondí.

–Orlix se mudó –dijo, y señalo la bici–. Esa es la de él, ¿no?

Sin que yo pudiera decir nada, el colorado me manoteó la bici, la subió al camión, cerró y arrancó.

El domingo a la mañana empezó el murmullo desde el comedor. Entre sueños me llegaba como un canal mal sintonizado. La imagen de Orlix volando como un pajarito, pasó por mi cabeza. Tuve la sensación, en la boca de mi estómago, de estar arriba otra vez de aquel pupitre desnivelado. Mi perro pegó un ladrido y me desperté. Corrí la frazada y me paré despacio. Las baldosas estaban frías y yo había dormido sin medias. Salí de la pieza, tenía ganas de mear, pero no fui al baño. El pasillo me pareció larguísimo. Lo caminé en forma de cruz, con las brazos abiertos, escuchando la discusión, sintiendo la aspereza de la pintura raspar en las palmas de mi manos. Mi papá y mi mamá estaban sentados en la punta de la mesa. El sillón, que era la cama de mi viejo, tenía las sábanas bien acomodadas y sin usar. Habían tomado mate y, cuando me vieron, fue como si hubiesen visto un fantasma. Pasaron de ser dos perros tirándose tarascones, a dos perros en penitencia. Mi mamá tenía los ojos rojos y el delantal puesto. Me hicieron sentar y me ofrecieron de desayuno su separación. Mi papá me apretó los brazos con sus dedos anchos, manchados de aceite, y me lo dijo rápido, sin preámbulos, como si le hubiese apostado a mi mamá que él me lo decía primero. Me lo dijo con tristeza, pero orgulloso. Y yo, que quería decirle que me estaba manchando el pijama de los Supercampeones con sus manos, me quedé callado y tragué de golpe el desayuno, pero era un bizcocho duro la noticia, de mucho tiempo en bolsa de naylon, de esos que quedan colgados en el picaporte de la puerta de la cocina y raspan en la garganta.

No me prepararon ni un mate cocido para bajar el bizcocho.

A la tarde, mi papá se fue con su bici destartalada.

El lunes me senté en la puerta. Orlix no me estaba esperando. Hice tiempo para que llegue, le toqué el timbre para ver si había vuelto. Miré pasar los autos y busqué camiones hasta que se hizo tarde y no me quedó otra que arrancar para la escuela. Pero no caminé las mismas calles, pensé que si tomaba otro camino mi suerte iba a cambiar. Las veredas estaban llenas de hojas amarillas y yo las revolví con mis pasos, como una ensalada seca. Pasé por la agencia de quiniela. Me detuve a mirar los números que habían salido. Quizás mi viejo, a la distancia, había tenido suerte. Pero no, los números a los que siempre jugaba tampoco habían salido por estas calles nuevas y él no iba a regresar y yo tenía muchas ganas de tirarle una piedra a esa agencia de lotería. Agarré la piedra y todo. Pero no tuve la furia necesaria; mis manos la apretaron blanda. La guardé en el bolsillo de mi guardapolvo para usarla otro día, a su debido tiempo.

Orlix tampoco estaba en la escuela ni en el aula ni tampoco estaría en el recreo.

Me quedé callado, la clase no me interesaba.

Hoy es un partido importante, jugamos contra los del “C”, me dijo Mauri. “Salí rápido al recreo, así aprovechamos todo el tiempo”.

Pero cuando sonó el timbre y todos salieron del aula, yo me quedé solo. Fui hasta la ventana, saque la cabeza e imaginé a Orlix volando como un avión sin alas; el ruido de los bancos chocando, los útiles escolares en el piso. Busqué entre los árboles algo para distraerme; escuché los ruidos del recreo y vi la punta del mástil, entre las nubes del cielo, sin ninguna bandera flameando. Volví a sentarme en mi pupitre y el silencio se me hizo gigante como el aula. Salí, bajé las escaleras y atravesé todo el patio. Fui hasta el mástil. En su base no había nadie. Me senté, tenía hambre, pero no quise volver a tomar agua del bebedero.

Miré para arriba; lo alto que llegaba el palo.

Me imaginé lo enorme que sería el de la bandera original: el mástil del monumento a la bandera.

El partido no perdía ritmo, mis compañeros estaban enchufadísimos y parecía no importarles mi ausencia. La latita iba de acá para allá, se gritaban muchos goles, pero me aburrí de tanto grito. Me acordé de nuevo de Orlix y contesté su pregunta sobre Dios. Ahora sí estaba seguro que responderle. Si nos veíamos de nuevo.