Sonó la campana.

Recorrí el pasillo expectante hasta llegar al patio.

Era gigante.

El primer recreo de la escuela con juegos, niñas y niños por todos lados.

Al salir, veo una rayuela enorme de color rosa pintada en el piso. Algunas maestras repartían cuerdas. Pero mi mirada se perdió a lo lejos: aros de básquetbol espectaculares (muy parecidos a los del Cilindro) y a la izquierda, hacia abajo, una canchita de fútbol.

Era la gloria.

Me acerqué lentamente, con nervios y la timidez propia de ser la nueva, pero tener seis años no conoce limitaciones, y mucho menos la crueldad, así que me mandé. Quería ser parte de aquel disfrute.

–No, vos no podés jugar.
–¿Por qué?
–Porque sos nena.
–¿Y qué?
–Y que las nenas no pueden jugar.
–¿Por qué?
–Porque sos nena. Vas a ver, preguntale a la maestra.

No lloré, pero estuve cerca.

Un cortocircuito entre no entender y deber aceptar sucedió en mi cuerpo, que quedó inmóvil y tenso. Miré al profesor de Educación Física que cuidaba la cancha y entendí cuál era la respuesta de esa pregunta que nunca hice. Permanecí unos minutos ahí al lado, viendo como la pelota de medias de color azul marino rodaba por todo el espacio. “Mis primos juegan mejor”, pensé. Y me fui.

Un par de años más tarde, después de saltar la cuerda, dominar el elástico, hacer coreografías, jugar a la rayuela y a la eterna escondida, volvió a sonar la campana.

Ya no era nueva y cierta rebeldía comenzaba a apoderarse de mí. No fue planeado, y asumo que de tanto ir a ver a Cordón me dieron ganas de hacer unos tiros. Sabiendo que también era terreno exclusivo de los varones, convencí a una amiga para que me acompañara a hacer justicia.

–Pasame la pelota. Quiero tirar.
–No vas a embocar. Y aparte no podés jugar.
–Vas a ver que emboco… Dale, dejame un tiro.
–No se puede...
–¡Por favor!
–Si me pagás, te dejo.
–Tengo cinco pesos y son para la merienda.
–Bueno, dámelos.
–Pero nos dejás jugar a las dos todo lo que queda del recreo.
–Dale.

Nueve años teníamos. Tiré libres estilo palangana e intenté alguna bandeja sosteniéndome la pollera cada vez que saltaba para que no se me viera la bombacha.

Hice un par de dobles pero la victoria fue la alegría. Una felicidad hermosa que duró muy poco, ya que antes de terminar el recreo una maestra nos vio jugando. El niño denunció el soborno que él mismo había incitado y terminé en la dirección. La primera ida de muchas.

Durante años esta anécdota me resultó simpática. La contamos en asados y desata alguna risa. No es que ahora ya no me parezca graciosa, sino que me hace entender muchas cosas que –gracias al cielo (el cielo es la lucha)– se están diluyendo. Bueno, en camino a diluirse, en vías de, lentamente, muy despacio. Avizoro el cambio cuando los sábados me voy con el mate pronto a alguna canchita de baby fútbol y veo a las niñas entreveradas en el partido. Son menos, pero cada vez son más.

Ser protagonistas en el deporte y no sólo espectadoras es el diferencial para el cambio radical. Pero en la contemplación también está la conquista.

Comencé a ir a la cancha cuando las entradas se dividían en Caballeros por un lado y Damas y Niños por otro. Estas últimas eran más baratas y solían comprarse en una ventanilla distinta.

Mi viejo me llevó desde que tengo memoria, y no por ser un varón deconstruido, sino por su afán de compartir con su única cría. Él quería tener un nene y, como no se le dio, hizo lo que pudo. Llevarme a la cancha e inculcarme valores deportivos estuvo a su alcance, y le salió natural. Siempre intentó explicarme el juego, y entre alfajores y refrescos con el sol de las tardes de sábados o domingos, contestó cada una de mis preguntas propias de la edad y la curiosidad.

También me dijo que no cuando en mi temprana adolescencia le dije que quería ir a practicar básquetbol al club del barrio. Todo no se puede, nena. Así que empecé a jugar al handball y a ser parte del equipo de atletismo.

De ir a ver a mis equipos con mi papá pasé a ir con mis primas, con mis amigas, con alguna pareja, y sola.

En todos esos años puedo afirmar que desde que empecé a ir a alentar a mis cuadros, tanto de fútbol como de básquetbol –años 90–, la cantidad de mujeres en el público viene en ascenso.

Vamos sí, y cada vez somos más, también. Pero padecemos. Es que todavía quedan vestigios fuertes de ese machismo exacerbado que parece que el mundo deportivo habilitara. ¿Cómo vas a ir sola a la cancha? ¿Te dejan? Esta va a la cancha a buscar pija. Y el clásico: el fútbol es para hombres.

De la anécdota del 96 al actual 2021, la misma historia. Ni que hablar de los insultos al rival: mujer mía, eso no es un golero es una puta del cabaret, vos estabas en la copa pero haciendo de mujer, ya tenemos una cama ya tenemos un colchón y la pija bien parada pa’ cogernos a... el que sea.

Celebro el momento en que empecé a reparar en la misoginia predominante en la sociedad y en el fútbol. Pero qué difícil seguir disfrutándolo cuando ese discurso sigue vigente.

Ya es tiempo de que seamos conscientes de que el lenguaje es político. Del poder del discurso narrativo y de cómo la (de)construcción de este puede hacer una diferencia en otras esferas de la acción social. Suena un tanto idealista cuando en los lugares de toma de decisiones encontramos... hombres. Once dirigentes, ninguna mujer.

Revisemos las organizaciones que administran el deporte, los cuerpos técnicos de cada equipo, e intentemos encontrar mujeres en puestos de jerarquía.

No es sólo que haya, es la potestad que se les da.

Y si de deporte, poder y lenguaje hablamos, es momento de que reparemos en la comunicación deportiva. Cuánta influencia en este medio, y qué pocas somos.

Cuando empecé a estudiar comunicación y a sentir el amor por la radio, jamás consideré el periodismo deportivo, y ahora, con el diario del lunes, entiendo que ese filtro tiene que ver con que sentía que no era un terreno femenino. No es errada esa percepción, cuando predominan voces masculinas que enaltecen su hombría y pregonan contenidos vacíos y efímeros, golpeando la mesa para enfatizar su punto, incitando a la violencia cuando se torna la derrota (que es parte intrínseca del deporte) en un drama similar a la muerte en occidente; quitándole al juego el goce de jugarlo y situándolo en un lugar de análisis de supuestos varones expertos que cuanto más gritan, más saben.

Siempre me llamó la atención la negatividad y la agresividad con la que se comunican quienes están al mando. No es periodismo de guerra, estamos hablando de un juego. Por suerte hay excepciones y ahí me quedé como oyente.

Empecé a trabajar en radio y me dediqué al periodismo cultural, en el que sufrí acoso sexual laboral. Toda una experiencia.

Me fortalecí y dejé la ingenuidad atrás (porque para sobrevivir siendo mujer, el coraje es un factor fundamental y, muchas veces, ni siquiera es suficiente).

Ahora creo que sirvió de preámbulo para lo que venía. Estar preparada, tener otras herramientas y, sobre todo, no callar.

Hace poco más de un año que estoy del lado de adentro del mostrador inquebrantable que es el fútbol. Aguantándolo desde el lugar de quienes cuentan historias, y sintiendo ‒cada día un poco más‒ que este deporte es parte fundamental de lo que más me interesa: la cultura.

También es parte de lo que más aborrezco: el negocio a escalas desmedidas corrompido por los magnates que lideran organizaciones que poco saben de transparencia e igualdad. Y en ese limbo me encuentro, deambulando entre el aprendizaje y la desilusión. La vida misma. Te da y te quita.

Me pregunto cómo sería mi presente si en aquel recreo me hubiera entreverado con mis compañeros en busca de la pelota de medias azul marino.

Si no me hubiesen castigado por jugar al básquetbol. Si hubiese podido practicarlo con dedicación. Si no hubiese tenido que juntar firmas en el último año de bachillerato para que exista el fútbol femenino en las actividades extracurriculares. Si hubiese obviado las discusiones con parejas, amigos y familia cada vez que iba sola a la cancha. Si no me hubiesen acosado al ir.

Capaz muy parecida, tal vez muy distinta. Seguro más sincera.

Pero poco sentido tiene la hipótesis imposible, como analizar un partido en el que te guardaste atrás pero en esa contra mágica la guinda se colgó de la red como una especie de milagro y te llevaste los tres puntos. ¿Pero si no hacía ese gol? Un desastre, un fracaso, no juega a nada el equipo.

Ahora estoy acá. Con un micrófono adelante y la responsabilidad de saber que narrar, elaborar un discurso espacio-temporal sobre la realidad, es ‒muchas veces‒ una manera de construirla.

Y en definitiva, es fútbol. Y en este terreno hay lugar para la épica.

Sofía Romano es conductora de las transmisiones de Por decir algo, en M24, y del programa radial La venganza de los perdedores. También comenta boxeo y es panelista en Directv y AUF TV.