Soy periodista porque un día soñé con ser deportista y cuando las canchas me corrieron, o yo me corrí de ellas, supe que entre otras cosas me gustaría ser periodista deportivo. Claro que para ser periodista deportivo me tuve que preparar in eternum para ser periodista. Recién una vez que más o menos estuve curricular y prácticamente preparado para el oficio inicié la etapa de la especialización casi académica de periodista especializado en fútbol, con saberes más o menos desarrollados en fútbol y con un piso mínimo para aplicar protocolos informativos en una decena de deportes.

Ya llevo mucho tiempo en que la honra de mi especialización se centra justamente en perseguir el conocimiento, las dinámicas del pensamiento, la historia y la información del fútbol. Me he nutrido de cuanto conocimiento he podido conseguir del fútbol uruguayo, del cual sé mucho, pero estoy a años luz de saber lo que hay que saber. He revisado con gusto y fruición su maravillosa historia, tratando de conceptualizarla en las más magníficas investigaciones de especialistas y en fuentes testimoniales de tiempos que hubiese querido vivir. He profundizado en su evolución casi filosófica y fundamentalmente he tratado de ser vehículo de conocimiento con las nuevas generaciones, que tal vez desconozcan lo que representó el fútbol como forja lateral de nacionalidad, como motor de una sociedad atravesada por el celeste, color al que convirtió casi en oficial sin ser el de los símbolos patrios.

Desde don José Batlle y Ordóñez, uno de los principales sostenes que –al decir de los primeros sportmen de la época– tuvo la visión del porvenir, y mucho le debe el juego de fútbol a su presencia en nuestros partidos a pesar de la indiferencia del público en general, logramos poco a poco atraer la atención de diez o 12 personas que venían a vernos jugar. Pasando por el olímpico Pedro Indio Arispe y su noción de patria, el Terrible José Nasazzi, Obdulio y tantos más, hasta llegar al maestro Óscar Washington Tabárez, han construido la historia virtuosa del fútbol uruguayo como eje de algunos de nuestros más singulares desarrollos como nación. Como sociedad, la analogía futbolera en el país de los tres millones de directores técnicos, entre la gente que vive y sabe el fútbol, no parece algo poco apropiado o impertinente, pero claramente no debe ni debería ser un elemento de comunicación masiva y universal.

Desde la irrupción de la covid-19 en Uruguay hemos escuchado infinidad de analogías y metáforas futboleras. Desde Rafael Radi y el GACH planteando la situación incómoda y llena de peligros de Uruguay “como si estuviese en el primer tiempo aguantando el 0-0 en la altura de La Paz” hasta infinitos comentaristas profesionales y aficionados ejercitando paralelismos entre situaciones del fútbol y el despliegue del SARS-CoV-2, y fundamentalmente las autoridades de gobierno, ya con un año de apelación a la garra, la excepcionalidad de Uruguay como colectivo y, últimamente, incorporando al maracanazo al imaginario popular de la epidemia. En la mayoría absoluta de los casos se utiliza a la garra como razón y explicación de sinrazones o inexplicables acontecimientos para otras sociedades.

¿A qué se refieren estos gobernantes cuando apelan a la garra? Sospecho y avanzo en una hipótesis de que desconocen lo que es la garra, su génesis, su desarrollo, y su definición casi como concepto sociofilosófico. Por ello, y porque soy un periodista que se ha especializado en el deporte y en el fútbol uruguayo, es que me animo a utilizar a Garra como vehículo de discusión y apreciación de lo que es la garra.

Garra es ejecutar con idoneidad, preparación y optimización el posible virtuosismo colectivo o individual del que un grupo o un individuo pueda disponer.

Lo que no, lo que sí

Definitivamente, el concepto de garra no puede asociarse al de realismo mágico, que parece ser lo que concluyen Lacalle Pou, Daniel Salinas y Pablo Bartol cuando utilizan el recurso de apelación a algo que aparentemente es una potestad y condición de los uruguayos que, más que charrúas, son descendientes de criollos, españoles, portugueses, italianos, rusos, eslavos y un crisol enorme de nacionalidades que se moldearon en uruguayos.

La garra es la acción continuada en el tiempo de dar todo, de dejar todo, a máximo esfuerzo pero buscando los umbrales de la perfección en el sentido de “lo mejor posible”. Garra es ejecutar con idoneidad, preparación y optimización el posible virtuosismo colectivo o individual del que un grupo o un individuo pueda disponer.

Hay historia que da soporte a este presente vacío y que inevitablemente es potente cimiento para el futuro.

Qué les dará este deporte, este juego, esta organización a los precarios e inmediatos dueños de los días y las horas que vivimos. Está bien que los hitos del fútbol sean una de las herramientas que quedan a mano en nuestras mentes, en nuestros libros y en nuestro imaginario para ajustar el encuadre de mirar hacia esos días que no nacieron, con la particular y peculiar base histórica de una nación que se solidificó y apretó su entramado social a través de la transversalidad que nos dio el deporte en su construcción batllista. El fútbol construyó futuro en nuestro país desde los albores del siglo XX, y aunque suene a exageración, es una de las vigas fundamentales del imaginario nacionalista.

La vida del fútbol y de nuestra sociedad es de gloria y esfuerzo, de sueños y trabajo, de felicidades y tristezas, de tensiones y soluciones.

Hay en aquellos primeros y enormes logros colectivos del Uruguay del siglo XX una coincidencia y un empuje de un Estado muy presente, evolucionadísimo, que no sólo no les pedía acciones individuales extraordinarias e inabordables, sino que les daba sostén, contención y desarrollo hasta que en 1935 se instaló, con no tan masiva difusión en nuestra sociedad, una primera idea de garra.

La fuerza espiritual

El jueves 7 de mayo de 1970, la excepcional colección 100 años de fútbol dedicó su fascículo 23 a la garra celeste. En su primer párrafo se pregunta: “¿Existe la garra celeste? ¿O es sólo un mito?”.

Varias páginas más adelante, se ve obligado a un editorial en el que señala: “Al entregar al público este número dedicado a la garra celeste, 100 años de fútbol considera oportuno intentar explicar una interpretación valedera de esa expresión tan expuesta al equívoco. Sería un error identificar la garra con el machismo y la prepotencia física. No es esa la imagen que queremos reivindicar sino, en cierto modo, la contraria. Entendemos que la garra radica esencialmente en una condición anímica, una fuerza espiritual capaz de sobreponerse a circunstancias adversas. Consiste en un entusiasmo capaz de modificar esas circunstancias. Capaz del milagro deportivo. La expresión nació en ocasión del Campeonato de Lima de 1935 a raíz de la actuación de Nasazzi, Lorenzo Fernández y Héctor Castro, ya veteranos a quienes la opinión pública había erigido en custodios de las glorias celestes frente a un cuadro argentino teóricamente superior. Y lo que hicieron esos tres grandes personajes fue oponer a la mentada superioridad porteña, ellos, cuyas fuerzas físicas empezaban a mermar, un poder anímico indomable, un fervor, una fe y una abnegación al servicio de la victoria, que los llevó a conquistarla [...] La hazaña física se presta para la anécdota y la memoria popular la magnifica y la asocia luego decisivamente a los grandes triunfos. Pero detrás del sudor, del arrojo y la pierna fuerte, incluso en sus excesos y quizás sin que los propios actores lo sepan bien, ha habido siempre un espíritu, una actitud indeclinable de lucha, de entrega total a una causa colectiva. Y es allí donde reside la esencia de la verdadera garra que la rescata del folclore y la incorpora a los valores de la sociedad”.

Levantesé

La historia es simple, lisa y gloriosa. Aquellos campeones cansados que habían logrado la gloria en el 24, el 28 y el 30 llegaban cinco años después de su última competencia a Lima para disputar la Copa América que venía de su más largo período sin ponerse en disputa: desde que en 1929 la ganara Argentina en Buenos Aires.

El brillo, la fama, tenían retardada su fecha de vencimiento, y el pueblo peruano recibió a los uruguayos como los maravillosos campeones del mundo, a pesar de que ya en el 34 Italia se había convertido en el segundo país en levantar la Jules Rimet.

Tras los primeros partidos, ganados apenas por un gol, la exaltación se transformó en burla. Nuestros cracks estaban viejos, cansados y maltrechos. Los pies, durante buena parte del día en palanganas con chorros de agua caliente, sal gruesa y lluvias de ceniza, esperando la recuperación. Cuenta el maravilloso Diego Lucero, que había sido futbolista con su nombre real Diego Sciutto, que los uruguayos estaban jugando tan mal y los argentinos tan bien, que los colegas peruanos, dirigentes, amigos y aficionados que encontraba en Lima lo tenían de número con las bromas más punzantes: “Dígame, don, ¿estos son los campeones del mundo o son unos disfrazados? ¿Ese es Nasazzi, ese es el famoso Lorenzo Fernández? [...] Más bien parece que los trajeron cambiados”. Parece que Lucero el día del partido final ante Argentina, que venía de hacer diez goles en dos partidos, se puso en la cinta de su sombrero borsalino un letrero que decía: “No me hable de fóbal”.

Los viejos cracks y los jóvenes emergentes les dieron un baile magistral a los argentinos y ya en el primer tiempo estaban 3-0 en la final. Los aficionados peruanos estaban embrujados: nunca habían visto cosa así. Habían descubierto el fútbol-arte, cuenta Lucero sobre aquella oncena en la que revistaba Marcelino Pérez, el padre de la conocida periodista Silvia Pérez.

Seguramente la anécdota más recordada de aquella final que dio génesis a la desviada idea de que Uruguay ganaba como fuera, sin importar preparación, formación ni rivales, cuando en realidad lo que pasaba era que nuestros jugadores de excelsa categoría para la práctica del fútbol estiraban hasta límites insospechados el umbral del esfuerzo, su preparación, idoneidad y esperanza, se dio con uno de los viejos campeones, el Gallego Lorenzo Fernández. Lorenzo no era charrúa, ni guenoa, ni chaná, ni arachán, ni guaraní. Había nacido en Redondela, Galicia, tenía 35 años y no iba a ir a Lima, pero jugó y fue decisivo. En la final ya estaba muerto de cansado y dijo que no podía más.

El Terrible Nasazzi se paró a su lado y como que hablara con terceros empezó a decir: “Qué pasará en Montevideo y qué dirá la gente cuando en la radio digan que el Gallego Lorenzo no quiere seguir jugando porque anda flojo y parece que le tiene miedo a Massantonio”. El Gallego se paró de inmediato, al grito de “¿yo, flojo?”, y siguió jugando un partido memorable, el que dio lugar al mito de la garra charrúa”.

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