Algo que no sé qué es, aunque me gustaría poder desenmascararlo, saberlo, entenderlo está pasando. En mi oficina, casa, barrio, pueblo, país, región, está frío, muy frío.

Una angustia ajena se apodera de mí. Pero ya no es ajena, tal vez nunca lo fue, y ya es mía, y posiblemente también tuya.

Para distraer mis lágrimas vergonzosamente inexplicables para el torcido deber ser del macho oriental, busco fatuos distractores que puedan frenar esa conmoción emocional que me va ganando, mientras el resto de las personas que están cerca, en este nuevo ordenamiento laboral de multioficinas virtuales, en donde se quiere, se come, se lee, o se mira, pero hasta hace unos meses no se trabajaba, una máquina encima de otra, una dimensión encima de otra, no se enteran, o van sintiendo lo mismo.

La hora de la despedida

En la tele, que es mi estadio, mi tribuna de incómodos horarios olímpicos, en básquetbol masculino en partido de cuartos de final Australia gana bien y elimina a Argentina.

Levanto el brazo izquierdo y miro la hora. En Uruguay, y en Argentina, en Montevideo y Buenos Aires, en Rivera, y en Ushuaia, son las 10.37 de la mañana. En Japón, en Tokio, en Saitama las 22.37.

La frustración en el desarrollo del partido, la anticipada conclusión de que todo termina para Argentina, que en este caso es mi camiseta prestada pero casi mía, me desenfoca ligeramente del desarrollo del juego, pero cuando me percato que el duelo y la gloria de ser es por otra cosa se me mueve todo por dentro, y siento la más oportuna vindicación de honrar la vida honrando el deporte, la búsqueda de la superación, el esfuerzo, el darlo todo en todo.

Son las 22.37 del fuego olímpico. Ha sido la última acción de Luis Alberto Scola, argentino de Floresta , Buenos Aires, de 41 años, campeón y doble medallista olímpico, campeón Panamericano y dos veces vicecampeón del Mundo con Argentina. El ala pivot de la camiseta 4 , en sus casi 25 años, de carrera jugó en Argentina, España, Italia, Estados Unidos, y China, sin nunca dejar de ponerse la albiceleste, con la que además de los logros colectivos se transformó en el basquetbolista con más presencias mundialistas, cinco participaciones olímpicas.

A las 10.37 del sur del corazón, como si fuesen esos lindos efectos nuevos de traslación de imágenes desde varios ángulos, la vida se para un minuto, mientras Scola se va del rectángulo de juego. Dos o tres pasos de héroe después, con el partido aún en disputa, el técnico de Australia, el equipo rival que está aplastando la ilusión de los argentinos, se para para aplaudir largo y tendido al histórico deportista. De aquella parte del mundo se paran y aplauden largo el resto de los integrantes del plantel oceánico. Los compañeros de Scola lo abrazan uno por uno. Los jugadores que están sobre el piso flotante, y también los jueces, y los oficiales de mesa, y los alcanzapelotas, y los repartidores de tapabocas aplauden largo y cálido en un abrazo permitido y emocional.

Zona pintada

Tengo la garganta anudada, ni un mate pasa, mientras las lágrimas ganan mi cara. A pesar de que tengo casi 20 años más que él, ese tipo en, las canchas de la vida, ha construido la especial idolatría que siento por él, que me han llevado en domas de aros callejeros, o de plazas de deportes a públicamente travestirme en una gorda y flácida versión uruguaya de su posteo, amague y ganchito. Un ídolo como cuando era niño, como cuando era un joven aspirante a deportista, como cuando era un padre novato, como cuando soy un abuelo sin nietas en las canchas.

Lo subyugante de algunas idolatrías a veces es la maravilla de la técnica particular de los individuos, otra la abnegación y el esfuerzo de su carrera, otras, la transmisión de valores compartidos. Tengo por aquí a mano a no menos de una decena de enormes ídolos deportivos por los que siento enorme respeto y admiración, y me siento confortado con verlos, escucharlos, absorber sus acciones y conocimientos. Son casi todos de aquí, de este pueblo que ha hecho de sus representaciones deportivas una versión viable de la noción de patria. Son de aquí, o de ahí enfrente, que no es mi patria, pero que muchas veces, por tipos como Luis Alberto Scola, la tomo prestada, y me da calorcito en el corazón.

La despedida de Scola marca, además del duelo por ausencia de ya no volverlo a ver compitiendo en contiendas mundiales, el fin de un ciclo impactante como ha sido el de la “generación dorada”, y advertir el quiebre de una era, ser testigo de ello, genera sensaciones que van desde el abismo de las incertidumbres, hasta el cálido lugar de las certezas, y de ese rebote, quedo prendido como garrapata de una de ellas, de la que me emociona, la que me hace llorar, la que me conmueve por admiración: Luis Alberto Scola ha sido un ejemplo como deportista, un ídolo de la vida.