Miles de banderas. Miles de personas desafiando la lluvia y el frío. Ellos están con las mismas ganas que estarían en la playa un dos de enero. No ha importado la coincidencia con el horario laboral, ni la dificultosa locomoción para llegar.

Muchos de ellos días atrás experimentaron una increíble energía después de aquel reencuentro.

Juega Uruguay, y lo que antes era una feliz rutina, sin que no nos diéramos cuenta, ahora por ausencia, advertimos la importancia, la necesidad y la felicidad que nos representa estar en una cancha, en un estadio.

En Uruguay precisamos el fútbol, cada día, por lo menos desde la enorme eclosión mundial de los olímpicos de 1924 en adelante. Lo precisamos para jugar, para ver, para hablar, para opinar, para iniciar y perseguir adhesiones, para conformar amistades y relaciones, para soñar, para crecer, para emular ese permanente camino a lo imposible. Lo precisamos para eso y mucho más.

Lo que no sabíamos hasta este tiempo inesperado y sorprendente era que el fútbol nos necesitaba a nosotros para ser fútbol.

En el Río de la Plata, el primer enclave en donde el fútbol logró un desarrollo virtuoso en paralelo con la popularidad debido al sostén que le daba la población, es relativamente fácil encontrar el punto de encuentro entre los deportistas y el público.

Llegó la pelota, unos ingleses, escoceses, galeses e irlandeses mostraron el juego, y después de un tiempo, que en la historia es un segundo, el pueblo ya se había apoderado del juego.

Pero en ese segundo de la historia pasaron cosas, hasta llegar al estado de bienestar del otro lado de la cancha.

En la génesis del hincha como factor determinante en el crecimiento y enriquecimiento del fútbol en estas tierras, aficionados muy especiales, como José Batlle y Ordoñez, dieron sostén a aquel fútbol casi experimental de los inicios.

Lo dirá el propio Carlos Sturzenegger en una carta publicada por El Día enseguida después de la final de Colombes el 13 de junio de 1924: “A pesar de la indiferencia del público en general, que no quería saber nada de fútbol, logramos poco a poco atraer la atención de diez o 12 personas que venían a vernos jugar. Entre esas pocas personas figuraban cuatro hombres de primera fila que nos alentaban con su presencia y nos estimulaban con su palabra. Eran don José Batlle y Ordoñez, doctor Pablo de María, doctor Mariano Ferreyra y el General Eduardo Vázquez”, y agrega este significativo comentario: “Para esos señores no éramos ingleses locos, sino muchachos entusiastas por un juego que después habría de conquistar al mundo entero. Tenían la visión del porvenir, y mucho les debe el juego de fútbol a su presencia en nuestros partidos”. Después de don Pepe y su Estado de bienestar –durante, también–, la presencia de los aficionados a la vera de la cancha se transformó en un acontecimiento tan común y necesario como relevante.

Los hinchas, una de las patas del fútbol desde hace 100 años –en el entendido de que debió pasar toda una generación para que nacieran los nativos del fútbol uruguayo–, siempre hemos sido primero futbolistas, y tan pronto como pudimos movernos libremente en nuestras ciudades pasamos a ser las dos cosas, hasta que la biología, las aptitudes o las oportunidades, nos transformaron en visitantes de los estadios, sintiéndonos como en nuestra casa, en lo de los abuelos, en lo de la tía.

Nuestro lugar en el mundo

¿Cómo pudimos soportar un año y medio viendo fútbol por televisión en estadios vacíos que no eran más que no lugares?

Nosotros sabemos lo que son 18 meses sin el embriagador perfume del césped, sin estrangular nerviosamente con las manos el alambrado, sin despatarrarnos al sol mientras le preguntamos al de al lado si el 17 es el que jugaba de 9 en el Atlético o si es un gurí que apareció este año.

No sabíamos, aunque lo sospechábamos, que la gente que se agrupa de a 11, que viste de celeste, y que nos representan como pocas cosas puedan representar a Uruguay, también nos necesitaba para poder ser lo que son: parte de nuestros sueños en la construcción colectiva de nuestro imaginario popular, y que se decodifica en un coro que vuela pronunciando soy celeste.