En los últimos 50 años, sólo tres veces pasó que los europeos no coparan al menos tres de los cuatro mejores puestos. En Argentina 1978 definieron la final el local con Países Bajos y el tercer y cuarto puesto lo dirimieron Italia y Brasil. En Corea y Japón 2002 las semifinales las jugaron, por un lado, Brasil y Turquía, y el local Corea del Sur y Alemania, por otro.

Pasan cosas cuando sacamos el Mundial de Europa

Los tres mundiales citados estuvieron envueltos en polémicas y críticas al país organizador; en los tres casos países no europeos: en Argentina 1978 por el blanqueo de imagen que buscó la dictadura militar, en Corea y Japón 2002 por los arbitrajes que auparon a uno de los anfitriones a la semifinal y en Qatar 2022 por las muertes de trabajadores inmigrantes que construyeron los estadios, ataques a la libertad de expresión y violaciones a los derechos de la comunidad LGBT.

En particular, el Mundial de 2002 presenta algunas similitudes con este. Los uruguayos quizás las encontremos en haber quedado afuera en primera fase en los dos, a pesar de remontar resultados adversos, pero para el fútbol global van más allá, porque implicaron un importante movimiento descentralizador, tanto a nivel de organización como en resultados deportivos.

Para empezar, en 2002 accedió a semifinales un equipo asiático por primera vez, en 2022 lo hizo un africano, que, a su vez, pertenece a la macro-región cultural del país anfitrión, esa que en los esquemas de las multinacionales se reconoce con las siglas MENA (Middle East and North Africa). El sudamericano en cuestión (Brasil en 2002, Argentina en 2022) llega como uno de los favoritos por mostrar rendimiento de menos a más y contar con el mejor del mundo de sus respectivas generaciones (Ronaldo de aquella, Messi ahora). Entre los europeos, uno aparecía en los papeles como candidato previsible (Alemania antes, Francia ahora) y el otro era una de las sorpresas (Turquía antes, Croacia ahora… al igual que en el Mundial pasado).

Pero hay otros paralelismos que son menos visibles o, si se quiere, más de perspectiva. Para la mayoría del mercado deportivo global, ubicado en el hemisferio norte, el Mundial de fútbol es el mes bisiesto de una postal veraniega que ofrece días largos, cerveza y comidas al aire libre, celebraciones con amigos y una relajación generalizada, tras un largo año de estudios o trabajo. Más allá de que la razón fuera justamente evitarles a los deportistas las temperaturas extremas, haber pasado el Mundial de Qatar de junio-julio a noviembre-diciembre invirtió la atmósfera y les permitió a los fanáticos del hemisferio sur disfrutar por primera vez del calor literal del Mundial. En 2002 no ocurrió una movida similar, pero sí se adelantó dos semanas para intentar sortear la temporada de lluvias en Asia, y las horas inauditas a las que se jugaba impidieron el clima after office con el que siempre se habían disfrutado los mundiales en Europa.

Se repite en versión fútbol uno de los dilemas de la globalización: hacer que un Mundial sea verdaderamente mundial implica aceptar que algunos protocolos y estándares no funcionarán de igual modo en todo el mundo. ¿Eso implica adoptar un relativismo cultural por el que todo vale con tal de abrirles la cancha a nuevas voces? Claramente no, pero sí es una invitación a ver al resto del mundo con una visión más compleja.

A la busca del faro moral de las naciones en unas semifinales

Una de las diferencias, eso sí, entre organizar un Mundial fuera del circuito habitual hace 20 años y hacerlo hoy está en la repercusión mediática. En 2002 la AUF no tenía ni siquiera página web y para este Mundial se anunció la lista de convocados en Twitter con un minidocumental. Por eso, los intercambios acerca de cada país que compite se multiplican y se dificulta asimilar tanta información en tan poco tiempo. Los estereotipos, decía el relacionista público Walter Lippmann hace 100 años exactos, “pueden ser una imagen incompleta del mundo, pero son la imagen a la que ya estamos adaptados. Con ellos nos sentimos en casa”.

La llegada a semifinales del Mundial de tres países periféricos (Argentina, Marruecos y Croacia) más uno en plena deconstrucción identitaria (la multicultural Francia) generó debates en todo el mundo sobre cuáles, por razones de justicia geopolítica, merecen un apoyo moral y cuáles merecen nuestro más enfático rechazo.

Buena parte del mundo ama Argentina por su genialidad y autenticidad, por ser un país que no pasa desapercibido por más que esté más al sur que el sur. Pero mientras en Norteamérica descubren con desazón que Argentina no representa el prototipo de cultura latina que ellos tenían mapeada y desde Europa critican la falta de caballerosidad en los festejos por la victoria a Países Bajos, muchos argentinos reavivan el archivo y se refugian en un discurso victimista antioccidental que apunta contra la supuesta hipocresía. Es entendible en su contexto que la construcción nacional argentina no haya sido del todo justa con los grupos que la integraron (como no lo ha sido ninguna) o que la picardía en el contrapunto sea una táctica de supervivencia en sistemas precarios, pero cuestionar desde afuera cualquiera de las cosas conduce a un repliegue identitario que niega lo primero y embandera lo segundo al nivel de patrimonio nacional. Habrá quien se sume a ese repliegue, como hay también quien ha desidealizado a Argentina por mantener cierta noción del fair play.

De Croacia emociona el temple y el empuje de un equipo que saca adelante partidos, a pesar de un pasado traumático de guerras y una población cada vez más reducida (en el censo del año pasado, por ejemplo, bajaron del umbral de los cuatro millones). Pero, como pasó hace cuatro años en Rusia, las fake news bienintencionadas que pintan a Luka Modric de niño aprendiendo siete idiomas mientras escapa de las bombas rápidamente dan paso a la acusación a ustachas y fascistas. De repente, las simpatías nazis y ultracatólicas (que aún hoy siguen en parte del conservadurismo croata) se convierten, tras la urgencia de ponerle una etiqueta a un país entero, en una condición inequívoca de toda su identidad nacional, en el único lente con el que deberíamos evaluar a esa sociedad (y, por lo tanto, a su fútbol). Bastante exagerado para un país cuya institucionalidad le asegura que en menos de un mes se convertirá en parte de la eurozona y del Schengen, los dos hitos de la Unión Europea que le faltaban, pero también una mancha oscura que vuelve una y otra vez.

¿Qué pasa, entonces, hinchando por Marruecos? La empatía con el más débil nos lleva a querer hacer nuestra esa algarabía impensable bajo el liderazgo de Regragui, la categoría de su clon más joven Amrabat, la seguridad de Bono en el arco o el cariño de Boufal que festeja con su madre en la cancha. Imposible no querer a ese equipo de nombres desconocidos hasta hace dos semanas. Si les sumamos las vicisitudes históricas, es muy fácil ver a un Marruecos venciendo a la Bélgica acomodada que se queja del ruido en los barrios obreros de Bruselas, eliminando a la España de las vallas de Ceuta y Melilla o al Portugal que también ostentó colonias en África hasta hace nada, porque parece que ahora Marruecos responde por toda África. Por eso, también es muy fácil proyectar este miércoles un Marruecos que se quiera vengar de la Francia colonial que lo tuvo como protectorado por décadas. Pero con ese mismo criterio también viene en el paquete el Marruecos que taponea al Sahara Occidental o el del régimen de Mohammed VI, nada envidiable desde una democracia sana, que usa a los migrantes subsaharianos como moneda de cambio para sus reivindicaciones diplomáticas.

¿Cuál Francia? Una Francia bien distinta a aquella que quiere promover el Frente Nacional de los Le Pen y también distinta a la de la expectativa de turistas que se frustran si al bajar del metro de París no los recibe una Marianne rubia con baguette bajo el brazo. A diferencia de otros países europeos, el debate sobre la representatividad de lo francés en una selección de fútbol con migrantes de primera y segunda generación está bastante superado, gracias a victorias deportivas que llevan acumulándose en el tiempo. Pero tras 22 años de una final del mundo ganada en Francia con un equipo de nacidos en cuatro continentes distintos, aún no parece haber un consenso de que la Francia Negra pueda ser, en definitiva, la Francia a secas, entre otras cosas, porque el universalismo republicano francés suele prescindir de esas disquisiciones. Y volviendo a lo deportivo, ¿qué pasa con el equilibrio de fuerzas entre confederaciones? ¿Es sostenible un modelo en que los países europeos fuertes tengan cada vez más argumentos y recursos para captar los mejores talentos a edades cada vez más jóvenes? Aunque la historia de la Francia futbolera sea una linda historia de ensamble multicultural, ¿no es también una historia de desigualdad de poderes cuando las federaciones salen a hacer scouting para nutrir a sus selecciones?

¿Tomar partido o tomar perspectiva?

Mientras un gobierno puede lavar su cara con un triunfo deportivo del que poco mérito bien puede tener, la propia sociedad que más lo padece puede salir a las calles a festejar y tiene momentos de alegría.

¿Instrumento para perpetuar las injusticias u oasis en el desierto? ¿El éxtasis mundialista está distrayendo a los argentinos de cómo resolver la inestabilidad política y económica o es, en cambio, un escape que inyecta una merecida dosis de autoestima nacional y da cohesión en la grieta? ¿Está el fútbol dando visibilidad a un pequeño país como Croacia o está alimentando una deriva nacionalista con efectos en otros mucho más deprimidos, como Bosnia y Herzegovina? ¿Abrazamos a un Marruecos pujante cuyos nacionales son marginalizados en Europa o estamos abrazando a un Estado que se resiste a adoptar un modelo de democracia liberal y a establecer relaciones sanas con sus vecinos? ¿Hasta qué punto los éxitos futbolísticos de Francia se extrapolan a un modelo de convivencia más amplio o quedan anclados como excepción simpática de un sistema de jerarquías raciales que sigue excluyendo fuera de las canchas?

¿Y quiénes somos nosotros para decidir lo uno o lo otro? Porque a esta altura estaremos de acuerdo en que el fútbol no es el opio de los pueblos y que cumple una función social, pero sus significados políticos pueden ser muy ambiguos, sobre todo cuando creemos dominar realidades sólo por leer sus titulares.

El Mundial de fútbol, como tantas otras competencias deportivas y culturales, ofrece un formato para hacernos una idea clara de cómo se organiza el mundo, de cuáles son las unidades administrativas que lo componen: estados naciones. Pero esas naciones, tan profundas y difíciles de sintetizar para un local, se reducen en algunos pocos símbolos que están altamente estandarizados para las audiencias globales: banderas, unas coordenadas en el mapa, un himno que se canta antes de cada partido y un código FIFA de tres letras.

El Mundial no da las claves de qué país es el mejor de todos, pero ofrece –eso sí– un vaso comunicante con otras realidades cultural, geográfica y socialmente distantes. Un buen análisis estratégico siempre enseña que los países no son buenos o malos en términos absolutos: juegan al juego que pueden con las cartas que tienen y al informarse cada uno decidirá qué tan urgentes o relativas son sus causas, qué tan justas o exageradas son.

Y aunque no nos pongamos de acuerdo (ni siquiera con nuestras propias conciencias) sobre si el Mundial en Qatar legitima un régimen deleznable o permite a su gente vivir mejor y sentirse conectada al mundo, tener países periféricos definiendo el evento mediático más importante de nuestros tiempos abre la ventana a escuchar nuevas historias.