Nada de lo que pueda escribir alcanza. Se terminó el Mundial del fútbol de moda, lo macro, los contenedores, los jeques, los fuegos artificiales que asustan a los gatos que abundan, la tecnología vulnerada por la moneda del árbitro que decide el destino analógicamente, con criterios o sin ellos, con la suerte de la cara o la cruz. Todo lo contrario a la diversidad se terminó, volvemos a la subjetividad que nos ampara.

De alguna manera, terminar es empezar de nuevo. A contar en regresivo cuatro años, a hinchar la masa de ilusiones y falsas ilusiones, a matar supuestos héroes y enarbolar otros más jóvenes que apenas están naciendo. Quizás sea el fin de los ídolos latinos, si es que Neymar se hunde en el espejo y Messi en un mate. ¿Quién será el próximo abanderado mundial de la comparación?

Los futbolistas argentinos van pasando a la eternidad, pero antes hacen una nota en vivo y el periodista les pregunta en quién piensan en el más álgido momento de sus carreras, y ellos contestan en la familia, en los amigos, en quienes siempre estuvieron. Hay una escasa referencia a lo social de todo esto, o la única referencia es acaso decir que se sabe que hay gente que la pasa mal y entonces el Mundial ganado les da alegría. Y sí. Pero es tan cornisa la cornisa entre la alegría, el fútbol y la desigualdad, que casi casi que terminan por aceptar que el opio de los pueblos va de boca en boca como un faso, que vale distraerse del hambre con fútbol –que en realidad vale–, pero seguro les queda mucho más cómodo que referirse a un hecho que involucre a argentinos y argentinas y que tenga que ver con la pobreza, el hambre, los políticos. ¿O el hecho político es no referirse y entonces condescender con aquello del olvido que predica el supuesto opio poblano?

Lionel Messi, ese muchachito que tanto hace emocionar, se cuelga en un abrazo con el presidente de la Asociación de Fútbol Argentino, el Chiqui Claudio Tapia, y se abraza como quien abraza a un tío, y da vértigo verlo caer de ese abrazo en palmadas amistosas con Infantino o en un abrazo asqueroso con Domínguez, el presidente de la Conmebol. Quizás no le queda otra, o quizás la eternidad después de Diego sea eso también, acomodarse al sistema. Le colocaron el manto de la descarga qatarí donde se descargan también vidas oprimidas por el régimen, y Messi, con la cara roja de felicidad, se lo calzó junto al jeque que lo ayudó con las manos, cerca de Infantino que no soltaba la copa porque la cree propia. Messi es el rey de moda. Un embajador de los poderosos, la estampita del régimen, la llave del cofre, el pin, la quiniela, el clamor de los pobres por la felicidad.

Nos quedará guardado en la memoria que los varones en 2022 todavía festejamos las ganadas poniéndonos el trofeo entre las piernas o haciendo el gesto de cogerse a otra persona violentamente. Estamos en el punto cero, no hemos avanzado nada, esa parece ser la síntesis. La subjetividad de la época nos cuestiona los lugares de poder, las microviolencias diarias, el machismo, la misoginia, la homofobia. Sin embargo, elegimos Qatar para ser felices, un jeque que entrega la copa más preciada y que representa a los nuevos dueños del fútbol, un ídolo que no dice nada, otro ídolo caído que tampoco dice nada y un arquero de los mejores del mundo que apenas cree que los tiene bien puestos y que por eso es mejor que el otro. Es el triunfo de lo hegemónico. Pero en el horizonte está ganar y festejar. Comerse al otro, salvar un gol en el minuto 123. Si habrá trabajo para hacer para que los pibitos de hoy no se pongan la próxima copa que ganen sobre el miembro y la muestren a la tribuna. Esa es una responsabilidad que parece nueva, porque seguro no lo fue para quienes ganaron el Mundial.

Fui argentino por un rato como unas cuantas veces en la vida. Por admiración, por querencia, por amigos y amigas de quienes me separa tan sólo la arbitrariedad de un puerto gobernado por ricos que nos tratan como ganado, como decía el Pity Álvarez. Argentina y Francia jugaron un partido memorable. No así como decía el relator argento que nos hacen escuchar, que dijo que fue el mejor partido de la historia. No, la final del 86 lo es y lo será. Festejemos con Messi lo que Messi ha hecho, no en tren de comparaciones porque no existen. Un partido de fútbol es olvidable por el juego o por la escasez política de sus manifestantes. O es inolvidable por lo mismo.

Tamara Tenenbaum posteó en una de sus redes sociales una frase de Lacan de su discurso en Roma de 1953: “Mejor que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época”. Se terminó el Mundial de moda, lo macro, los contenedores, los jeques, los fuegos artificiales que asustan a los gatos que abundan. Todo lo contrario a la diversidad se terminó. Nada de lo que pueda escribir alcanza. De alguna manera, terminar es empezar de nuevo.