“Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán. El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: -Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza? -No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán”.

El gesto de la muerte, de Jean Cocteau

Hay una cornisa de la fama que es bien política y que es callarse o hablar. Sin dudas los futbolistas y las futbolistas hablan con el cuerpo, como en la danza, porque si no, no hay manera de que Julián Álvarez, el muchachito de oro, consiga, como un equilibrista entre los cuerpos y los rebotes, la forma de seguir. Esa cornisa de la fama es tan cornisa que puede mover miles de votos en una elección, por eso tiemblo cuando Neymar tira un pase para un lado y mira para otro donde está Bolsonaro. Porque es tan bello lo que hace pero es tan crucial lo que dice, que si dice que viva Bolsonaro, me cuestiono la belleza de lo que baila.

En las tribunas también está el cuerpo en juego y en Brasil cuestionan los sillones que ocuparon los más grandes exponentes de su pueblo, siempre al lado del poder, cuando otros exponentes argentinos estuvieron a los saltos en la tribuna con el pueblo cerca. Algo parecido cuestionó Maradona una vez que lo invitaron a acercarse a la “familia de la FIFA”, y criticó a Beckenbauer, a Pelé, a Platini, que siempre estuvieron en esa y nunca se la jugaron por nada. Para ubicarse en ese planeta micropolítico del fútbol, Maradona utilizó una metáfora singular, como de costumbre; dijo que él se podía comer un asado con los de la primera de Cambaceres, porque siempre estuvo del lado del futbolista que sufre el mes, que no tiene un mango, que cobra dos pesos salteados y labura de tarde. Y en eso la FIFA tiene todo que ver, o es un organismo para unos pocos, o las dos cosas.

Esa cornisa fina de la fama ha puesto a Lionel Messi más de una vez en el ojo de la tormenta del silencio, pero también en ocasiones, dejándose llevar por una voz de pueblo que le habla adentro. Como cuando visitó a las Abuelas o las miles de veces que fue humilde. Porque Messi es humilde y ganador. La diferencia de esta Argentina con otra no es la calidad, esa no se cuestiona, ni es la polenta futbolera que los ampara, sino la identificación con el pueblo. Por eso decimos que este Lionel es el más maradoniano que conocemos, pero no desde la comparación. Esa es muy burda. Sino desde la posibilidad que se brinda Messi para el desparpajo, para parecerse a la gente, para cantar con alegría y para mandarse una de cowboys. Demasiado quizás sería esperar que diga que al pibe de Irán no lo ahorquen en la plaza, pero puede salvarle la vida.

Amir Nasr-Azdani, jugador profesional en Irán, ha sido condenado a muerte por el régimen autoritario iraní por defender los derechos de las mujeres. El jugador, que nació en 1996, juega en el FC Iranjavan Bushehr, en lo que sería la B iraní, un paisaje inhóspito. El futbolista manifestó apoyo y participó en las protestas en su país por la muerte de Mahsa Amini en Ispaján en manos de la Policía llamada “moral”, eso le costó la acusación del delito de mohareb, de enemistad con Dios según la Sharía, que es el cuerpo de derecho islámico que constituye un código detallado de conducta con normas relativas a los modos del culto, los criterios de su moral y de su vida, aquello que tienen permitido o prohibido y las reglas separadoras entre lo que consideran el bien y el mal. Sin embargo, su identificación con la religión es matizable: aunque está en el islam, no es un dogma ni algo indiscutible, sino objeto de sus interpretaciones. Según el presidente del Tribunal Supremo de Ispaján, Asadullah Jafari, la acusación que recae sobre Nasr-Azdani es la de ser miembro de un “grupo armado” involucrado en la muerte de tres guardias de seguridad durante las protestas.

La Fifpro, una especie de gremio de los gremios de futbolistas, ha salido a decir o a pedir de alguna manera que cancelen esa decisión y no condenen a muerte al jugador. Pero las revoluciones se hacen en vivo. Lo cierto es que el hombre no tiene mucha salida. Salvo que lo diga Messi. Hay cosas que son así y si no lean el libro de Micaela Domínguez Prost sobre los cientos de veces en los que en los más recónditos lugares la palabra “Maradona” salvó a más de uno. De todas formas, Messi será un ídolo para todos los niños y las niñas argentinas y de Latinoamérica y del mundo por siempre, aunque no lo diga. Y para los grandes y las grandes también. Y se la jugó más que nunca por su pueblo, hasta por el hambre de su pueblo sin junarlo. Argentina precisa esta alegría, y Messi y los suyos se la están dando, desde hace unos años, en este camino. Ahora llegó la hora de la verdad, la tan relativa verdad.

Hubiese sido hermosa la hazaña para la que estuvieron dispuestos los jugadores marroquíes enfrentando a la poderosísima Francia de las individualidades mágicas. Jugaron quizás el mejor partido de su vida los marroquíes y representaron al pueblo. Hasta el final. Metieron a Francia abajo del arco y más que nunca la salvación estuvo en la magia que sólo algunos saben hacer en una baldosa. En esos detalles estuvo la victoria. En esa jerarquía que tuerce la cancha, inclina el mundo y te manda a tu casa. Ahora, lo que hicieron es histórico, algo que de alguna forma predijo Carlos Bilardo hace algunos años, hablando del fútbol callejero o el de potrero, que en países como Marruecos aún abundan. Y de la escasez de esa dinámica tan libre y tan imprevista y tan mágica y tan natural y tan innata y tan salvaje y tan bella y tan fundamental como es el potrero, en algunos otros países donde la industria ha construido edificios sobre las canchas, o donde el consumo ha transformado el olor a pasto en el olor a pata de horas frente a la playa.

Será la frescura de Mbappé versus un Messi embarrado. La alegría de jugar de Lionel versus la técnica indescifrable. La emoción de un pueblo versus la emoción de otro pueblo. El campeón defendiendo su corona y el carasucia que viene a manchar el bronce, nunca la pelota. El contexto de confirmar la supremacía sobre el resto y obtener un bicampeonato con futbolistas a la vez mágicos y autómatas versus la construcción infalible de una identificación que tanto hacía falta en el pueblo querido. La expresión de todos los cantitos del habla, el correntino, el salteño, el tucumano, el porteño, el cordobés, el patagónico, el del sur, el del frío, el del norte, el de la sequedad versus los botijas que escaparon de sus pueblos para refugiarse en Francia con su familia, lo tecnificado asociado a la calidad, la perfección, el delirio de una carrera de Mbappé cuando se enfrenta en un mano a mano a un defensa que nadie en el mundo quiere ser. El mundo está alerta. El fútbol está expuesto como una herida.