Acaba de terminar un Mundial. Empezará otro, más temprano que tarde, y así el fútbol entra en un bucle del tiempo. La Copa del Mundo la levantó Lionel Messi, uno de los tantos fenómenos, de quien, dice la gente, “es el mejor de todos los tiempos”, comentario que habilita una discusión también eterna y llena de subjetividades que tanto van en esa dirección como en contra sentido. Sin embargo, Messi, como una enorme mayoría de futbolistas, bien pudo no ganarla. Sobran nombres: Johan Cruyff, Michel Platini, Paolo Maldini, Cristiano Ronaldo, Gabriel Batistuta, Diego Forlán, Luis Suárez, Karl-Heinz Rummenigge –que perdió dos finales seguidas, 1982 y 1986–, Ferenc Puskas, el goleador Eusebio, Alfredo Di Stéfano, Neymar, Lev Yashin, Zico, Ryan Giggs, y tantos otros que podrían hacer esta lista interminable. Al fin y al cabo, ganarla es para unos pocos, una especie de sobrevivientes de la gloria, pero no por eso se borra la historia de quienes fueron leyenda sin ese laurel. Hay uno, especialmente –porque habrá otros– que ni siquiera llegó a jugar un Mundial: George Best, el jugador que nos compete.

Las caras de una misma monda

George Best nació en Irlanda del Norte en 1946 y murió 59 años después en Londres. Quienes saben de su carrera reconocen que es uno de los mejores jugadores en la historia del Manchester United, club al que llegó siendo un adolescente en 1963 y donde cosechó varios títulos colectivos e individuales, el más destacado la Copa de Europa (hoy Champions League) de 1967-68.

Best siempre lo supo y nunca tuvo problemas de autoestima. En su autobiografía (escrita junto a Roy Collins) lo expone claramente, y tanto cuenta las ganadas diciendo que era el mejor como narra, con el mismo tono, el derrotero de su poco profesionalismo a la hora de los cuidados que se esperan que un deportista tenga. 11 años después, El mejor (Contra, 2022) es una muy buena traducción que ayuda a conocer más de cerca a aquel fenómeno.

Hay varios ejes para destacar, sobre todo porque son tan vigentes ahora como en las décadas del 60, 70 u 80: la abrupta fama y exposición que provoca el fútbol, y lo que un futbolista con sus herramientas puede hacer con eso; el país de nacimiento y cómo eso puede condicionar la carrera de un jugador; la millonada de billetes ganados y cómo resolver algo que parece bueno, pero termina siendo una encrucijada.

Leer la autobiografía de Best cuestiona. Nos deja en evidencia, festejando la bohemia de un futbolista que la rompe toda intercalando partidos y títulos con vida nocturna y borrachera, bohemia que es el primer escalón cuesta debajo de una vida que se terminará arruinando por culpa del alcoholismo. Ahí no decimos nada. Peor: señalamos, juzgamos, faltamos el respeto; en resumidas cuentas, hacemos el ridículo frente al espejo. Vale la pregunta que Rómulo Martínez Chenlo hace réquiem para Fabián O’Neill, “La eternidad es ambidiestra”: ¿Por qué exponer públicamente la vida de un hombre y centrarse exclusivamente en un aspecto de su vida que no fue precisamente el que le dio el pase de lo privado a lo público? ¿Por qué escarbar y escarbar en sus excesos, festejados y recreados mediáticamente?

Leer a Best funciona como escuchar al involucrado. Por eso destaco la claridad narrativa del cuento, la sencillez, la primera persona que te hace mirarlo a los ojos mientras te van contando cómo sufre, cómo ve que sufre, cómo identifica la causa del dolor, pero no puede hacer nada. De alguna manera, empatizar con un enfermo es también compartir la impotencia.

Después sí, la picardía, eso que nos gusta, cómo un chiquilín de un país sin tanta historia futbolística puede transformarse en ídolo eterno de uno de los clubes más reconocidos del mundo. Lo cuenta él, claro, como tiraba los caños y las moñas: suelto, liviano, rápido. Un joven que se transforma en el mejor jugador de Europa, que levanta la copa grande en Wembley, la expulsión por tirarle barro al árbitro, los hat-tricks, más copas y copas, el derrotero del final, ese que lleva a los futbolistas de equipo en equipo hasta que la pelota dice basta. En el medio, Irlanda del Norte, la vez que lo amenazó un extremista del IRA, la recreación de un país en guerra, la ausencia de los mundiales, no pudiendo concretar ese hito en su carrera, quizás el único que le faltó, como a tantos otros. Sin embargo, el día de su funeral fue enterrado con honores de Estado y bajo el silencio de 500.000 almas, como demostrando que el valor de la grandeza puede estar en otro lado.