Era mi perdición, les digo a unos y a unas que virtualmente apoyan su mano en mi hombro o me abrazan entre ceros y unos a través de internet.

Debe ser porque hace una punta de años mandé en estas mismas páginas este mensaje “Si alguien me da bola en este entierro y me pregunta por O’Neill, le voy a decir que era uno de los mejores futbolistas que pude ver en mi vida, que jugaba lo que pocos podían jugar y que, además, cuando lo conocí, era un gurí bueno, transparente y abierto. Y cuando me digan que era un borracho, que eso lo leyeron o lo vieron en la tele, les contestaré que pueden decir lo que quieran, pero que lo que es en realidad es un crack perdido”.

Desde su aparición, Fabián O’Neill me encandiló, y su juego, su arte, fueron los que hicieron que lo conociese, lo admirase y lo recuerde, e intente hasta ahora hacer perdurar su recuerdo como el de un futbolista sin igual. Un crack ahora perdido, un talento desperdiciado, un gran futbolista prematuramente liquidado.

Lo vi venir

Sí, el Fabi era mi perdición. Fue el mejor, uno de los mejores jugadores de fútbol que vi. Bueno, pero yo no soy Zinedine Zidane ni ninguno de esos cracks que son real medida para valuar lo que jugó este guacho, lo que era.

Soy apenas un hincha del fútbol que va achatando su culo en rugosos cementos, en paquetas butacas como de cumpleaños de 15, que se engancha en los oxidados alambrados, y tiene como marcha triunfal el jingle de unos chorizos o de unos rulemanes, mientras el cafetero mide su rítmica perfecta con el Café / café / calentito el café.

Fabián Alberto O’Neill supo sublimar mi vida, como la de tantos y tantas con su avasallante marcha de tractor, con su poesía de pelota, con la danza de sus caderas y sus piernas. Un genio con la guinda, Lennon, Rada, Charly y el Jaime tocando, derecha, zurda, calesita, engaño y un chumbazo que sacudía cualquier emoción. Elegantemente tosco, brutalmente delicado y fino.

Hermano te estoy hablando

“¡Dejá, hermano!”, me dijo una decena de veces la primera vez que lo traté, con 18 años y un partido y medio en primera división, que nos había marcado a algunos que atrevidamente ya presagiamos estar ante un crack.

“Poné que soy derecho, me tiraron a matar ¿puntero izquierdo? Lo que pasa es que le doy bien con la zurda”, dijo.

En realidad, no lo conocí en aquel otoño del 92, en la primavera de sus 18 años, esa fue la primera vez que lo traté. Lo había conocido un año antes en el Méndez Piana, cuando casi acodado al carrito del Rey del Maní fui testigo de una descomunal gresca en un clásico de cuarta, en la que un rubio morrudo, mientras todos los demás se daban de guasca en la cancha, atravesó el portón y se quedó sentado mirando cómo volaban piñas y se amontonaban empujones.

Unos meses después lo vi debutar por televisión ante Cerro Porteño en la vieja Olla en Asunción, y a la vuelta ya quedé hipnotizado y conmovido con su juego en el Centenario.

Soy bastante suertudo en eso. Pensé este es un fenómeno, le di unos manijazos al Gallego González, Jorge Burgell junto con Rafa Cribari nos aguantaron la cabeza y lo fuimos a entrevistar para que, un lunes, antes del partido de octavos de la Libertadores ante São Paulo, fuera tapa de la revista Sport.

“Ah, no se puede creer hermano”, me dice hace 30 años después de su primer partido en el Centenario. “¿Vos viste esa pelota que le pasé por los caños el otro día a ese muchacho de Wanderers? Fue de casualidad. Yo se la quise tocar por el costadito y correr enseguida, pero cuando se la voy a tocar le erró y me quedo parado. Cuando pasa la pelota recién ahí arranco. Después en los diarios pusieron ¡Qué jugada! Dejá, muchacho, si le había errado a la pelota”, remató.

Apenas lo había visto un par de veces y de lejos, pero ya su juego me había imantado, y ese día hice contacto con él. Me imantó más. Estábamos sentados en un banco de hormigón cuando me cuenta que el Chino Salvá lo había salvado, porque él se escapaba a Paso de los Toros y los dirigentes ya no querían que ese gurí volviera porque era un desastre en su compromiso: “Al principio era horrible. Uno extraña a la familia, a los compañeros. Aparte yo quería joda allá [en Paso de los Toros]”.

Apuntes del dolor

A la semana el guacho se rompe los ligamentos cruzados antes de jugar. Tenía contrato para tercera división. Lo operaron y allá me fui entre recovecos a la pensión del Parque Central, con el grabador y la libretita en la mano, que los apoyé en los pies de su cama con su gamba enyesada y una camiseta Nanque vieja y gastada que hacía de pijama.

No los usé, me aflojé o me saqué la corbata, y me puse a conversar con el Mago, que recién empezaba a ser el Chiquilín. Fabián estaba solo, sin la abuela que lo crio, sin el tío, lejos de casa y bajoneado.

Menos de un año después, apenas con otros tres partidos oficiales entre pecho y espalda, pero esta vez con la celeste sub 20, Fabián la deja chiquita en el Mundial juvenil y otra vez en él hace foco el país futbolero. Entonces antes de su tercera tapa le digo “no jugaste ni 10 partidos y ya fuiste dos veces tapa. ¿En cuántas más vas a estar?”, y contesta: “Si pudiera todos los días, mejor, dice, quiero que me conozca todo Uruguay y si tengo la suerte de irme, ser conocido” y comenta: “La selección mayor es todo. La espero, ojalá tenga suerte porque es lo máximo. La primera vez que jugué con la selección de Paso de los Toros fue algo brutal, jugar en la selección mayor de Uruguay tiene que ser único”.

Y se fue a jugar a Italia, y a los años volvió para jugar en la selección mayor, y otra vez mi suerte de encontrarme con mi crack. Un abrazo, unos mates y un recado disimulado: “Te traje algo, pedíselo al viejo, el equipier [Walter Haynes]”. Era una camiseta de nieve del Cagliari, esta que tengo acá ahora conmigo y que no me puede dar calor ni contención para enfrentar esta puta muerte.

No corras más que ya no hay donde huir

¿Cuál será la conexión que hace que el arte de un futbolista nos conmueva de tal forma de quedar prendados a sus exposiciones, de la misma forma que uno quiere leer a tal autor o autora, que quiere ver los desarrollos de una actriz, escuchar la destreza de ese guitarrista?

No lo sé.

Yo estaba en el Tróccoli el día que en la hora este fenómeno metió un cabezazo único y salió a tirar la camiseta a los de la tribuna Argentina. Y el tipo corrió, tiró la camiseta y se peló. Yo estaba frente a la tele el día que dejó por dos veces sentado de culo a un tano y después se la dio a un compañero para que la mandara a guardar.

Yo lo recuerdo con su espalda ancha y sus morras musculadas, engañando a su marcador, como si fuera un Garrincha pero de Paso de los Toros.

Yo lo vi ya en las últimas, siendo un genio como en las primeras, como en aquellos increíbles partidos contra el Santos. Tenía sólo 29 años cuando dejó de jugar. No seas malo, Fabi, dejate de joder. Bo, guacho, sos un crack.

¿Por qué exponer públicamente la vida de un hombre y centrarse exclusivamente en un aspecto de su vida que no fue precisamente el que le dio el pase de lo privado a lo público? ¿Por qué escarbar y escarbar en sus excesos, festejados y recreados mediáticamente?

Ya está, Mago.

Ya está.

Aunque te hayas ido, siempre tu espíritu, el de crack, el de buena gente, el de uno de los más increíbles futbolistas que haya pisado las canchas, va a estar ahí, entre las matas de pasto, entre los alambrados remendados, entres los arcos de la Serie A o los del Omar Odriozola.

Es privada mi tristeza cuando el motor del recuerdo de un joven, que fue viejo mucho antes de llegar a estar gastado por los años, sean sus borracheras y sus excesos.

Ya lo dijo Manuel Picón en Garrincha: ¿Quién le robó de pronto la juventud?
¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?
¿Quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón?
¿Quién le llenó su copa en la soledad?
¿Quién lo empujó de golpe a la realidad?
¿Quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez?
¿Quién le gritó en la cara: “Usted no es nada, ya no es usted”?

Vos sos el Mago, Chiquilín, uno de los más grandes que vi en mi vida, y te aseguro que voy a seguir contando –con cada una de las letras– quién eras.