En su primer libro, Daniel Torres Rodríguez se mete de lleno en el universo de la crónica turfística y se pone a competir con los más grandes y renombrados del género. Cualquiera que haya leído al menos una pieza periodística de esta estirpe sabrá que en ese terreno se juega fuerte, se escribe con precisión y estilo, en el borde de la exageración pero al lado del jinete, con un fino equilibrio entre la frialdad de los números –que indican un ganador y muchos perdedores– y la sangre de los animales cuando corren a toda velocidad.
Torres prefiere definirse como un cronista, no se ve a sí mismo como periodista ni escritor y, aunque es arquitecto de profesión, luego de un rato de charla en un bar del Parque Rodó queda claro que es de los buenos en cualquiera de estas labores, y vive para echar mano a un poco de cada una, como requiere la historia que –por fin– decidió contar en Cinzano: Campeón convicto y leyenda.
“Mientras escribía este libro, recibí dos consejos. El primero, cuando se disparó la idea, allá por el año 2011: “Es una historia buenísima, pero escribila rápido porque esto ocurrió hace más de 30 años y el tiempo pasa para todos”. Bueno, no le hice caso y, después de muchos comienzos fallidos y abandonos casi eternos, la terminé a finales de 2021. Diez años no es precisamente rápido, y el tiempo pasó para varios de los protagonistas; aquellas comunicaciones mantenidas con Randy Rouse terminaron siendo pocas, ya que murió en 2016. Panchito [Luis] Costa Baleta fue el que me dio el empujón final: en julio de 2021 llamó para decirme que precisaba un artículo con la campaña de Cinzano en Estados Unidos para el Museo del Turf –nada muy largo, porque la gente ya no lee, y mucho menos en internet–. Así que, escribiendo esas tres o cuatro páginas, me reencontré con información que ya tenía, descubrí información ‘nueva’ y volví a quedar atrapado en el ‘universo Cinzano-Lebón’. Esta vez, de manera definitiva”.
Así comienza este relato de película sobre uno, o dos caballos de Uruguay, allá por 1977; sobre sus jinetes, una carrera en Estados Unidos, un juicio, un posible engaño y un montón de personajes alrededor, a cual más pintoresco, como el jockey Larry Adams, el acaudalado Jack Morgan, el famoso actor Telly Savalas, el doctor Gerard, y Cyro Mattos Moglia, el primero que dijo: “Ese no es Lebón”.
No conviene spoilear nada más, para disfrutar de esta aventura de no ficción, disponible en papel o en formato digital a través de Amazon. Lo que sí se puede, y además conviene, es seguir indagando en el atractivo mundo del turf de la mano del coloniense Daniel Torres Rodríguez, que gentilmente conversó con la diaria sobre su libro y sus pasiones.
Para reconstruir las varias historias que cuenta el libro tenés que haber investigado mucho.
Me gusta ser bicho de hemeroteca. Cada vez que venía de Colonia para acá [Montevideo] me iba un rato a la Biblioteca Nacional y empezaba a chusmear algo, a chequear algún dato para lo que hacía en el blog En una baldosa. Empezaba así y me quedaba por horas. Por ahí empezaba buscando información de Cinzano de 1983 y de repente estaba leyendo sobre la última temporada de Michael Jordan en North Carolina.
Además de escritor y arquitecto, ¿sos burrero?
Sí, de chico. Mi padre [Claudio Daniel Torres] era futbolista y jugó en Huracán Buceo, Central Español, Progreso y Emelec de Ecuador. Tanto a él como a mi madre les gustaban los caballos.
Mi familia es de Colonia y cuando nos vinimos a Montevideo, los jueves íbamos siempre a las carreras en Maroñas. Imaginate, en Huracán no cobraba nunca, así que toda la diversión tenía que ser gratis. Los paseos eran: subirse al 4 [el ómnibus], pasar por el túnel [de la avenida 8 de Octubre] y seguir para el hipódromo. Yo estaba fascinado con el hipódromo. Si mi padre jugaba los sábados, el domingo también íbamos a ver las carreras. Después, cuando se fue a Ecuador, con mi madre y mis dos hermanos más chicos nos volvimos para Colonia y nos quedamos ahí.
Así que esto viene desde la cuna.
Sí, además los tíos de mi madre tenían caballos en Nueva Palmira. La biblia burrera siempre estuvo en casa. Yo aprendí a leer con esas revistas. Me acuerdo de leer El Diario de la noche, y los domingos comprábamos El País, que tenía una buena sección de turf. En un tiempo la habían sacado del diario pero volvió.
Acá, por suerte, no pasó como en Argentina: allá, en los 80, el turf llegó a ser tapa de diarios, y ahora, si preguntás, te dicen que es algo de timberos y malandros. Nada que ver.
Durante mucho tiempo yo tuve el prejuicio de que este era un mundo de cajetillas, y en realidad del turf viven 50.000 personas y es el segundo deporte más popular del Uruguay.
En tu escritura se nota que hay un tipo de rigor que parece propio del oficio de un periodista de turf.
Hubo una escuela importantísima con gente como Julio Folle Larreta [también conocido como Doncaster] durante las décadas de los 60 y 70. Y él había empezado mucho antes. Su crónica del primer Premio Pellegrini de 1938 –en el que ganó Romántico– es espectacular. Te transmite toda la emoción del momento. Había periodistas con mucha cultura. Si en esa época te querías meter a escribir de turf tenías que competir con grandes talentos.
Después, tenés a Fernando Savater, por ejemplo, que escribió una gran crónica del Derby de Epson y tiene un par de libros excelentes sobre turf [El juego de los caballos, 1984; A caballo entre milenios, 2001].
En el mundo del turf la narración parece uno de sus elementos fundamentales.
Claro. El último Derby de Kentucky lo ganó un caballo suplente comprado en una carrera de reclamo. El jockey era venezolano, nadie lo conocía, al cuidador tampoco. Nada hacía pensar que ese caballo iba a terminar ganando. El turf es como la NBA. Sin la narrativa que se construye alrededor, no tendría gracia. En el turf el único hecho real es que un caballo ganó: todo lo demás, cuanto más místico, mejor.
¿Cuáles son los referentes de tu escritura?
De turf, no sé. De chico leía mucho la revista El Gráfico. Me encanta cómo escribe [Ezequiel] Fernández Moores; aunque a veces se pone demasiado vueltero.
Te puedo nombrar al Gordo [Osvaldo] Soriano. Cada vez que leía un libro de él pensaba: “Qué lindo ser escritor”, aunque después me ponía a escribir y lo que me salía no me gustaba nada.
Leo mucha narrativa. Me gusta Horacio Quiroga, Edgard Allan Poe, y también Gay Talese. Pero no me considero escritor, nunca hice ningún taller. Me gusta escribir y me gusta cómo me quedan algunas crónicas. Estaría bueno que la vida me dejara seguir escribiendo otras cosas.
Después de tu niñez, ¿cómo continuó tu vínculo con el turf?
Me acuerdo de un verano en Colonia, yo tendría 12 años. Mi padre me dio permiso y con un primo nos tomamos el ómnibus para ir al hipódromo. Llegué, aposté y acerté con un caballo que se llamaba Doradito; lo corría la jocketa Esther de Armas. Pagó 20 pesos, pero para mí era un montón de plata. Y así todos los domingos, ininterrumpidamente, fui al hipódromo en Colonia hasta que me vine a estudiar a Montevideo. Los lunes escuchábamos el llamado de las carreras en la radio. Las anunciaba Jorge del Cerro, el Timbalero, un periodista de turf coloniense, ya fallecido, que tenía una gran hemeroteca en su casa.
El miércoles, Timbalero anunciaba el programa oficial con las carreras confirmadas, y el jueves ya lo podíamos tener en papel. Así que de jueves a domingo era un estudio constante, con dos o tres amigos del barrio. Y después en el hipódromo éramos toda una banda de adolescentes que entre carrera y carrera corríamos 100 metros en la arena.
¿Cómo te llega la historia de Cinzano?
Yo estaba trabajando en una constructora. En un tiempo muerto leí en internet que un caballo llamado Cinzano ingresaba al Salón de la Fama en la Asociación de Carreras del estado de Virginia, en Estados Unidos.
Algo muy interesante del libro es la forma en que hablás de los caballos.
Son lo más importante del turf. En el Derby de Kentucky, aunque el jockey arriesgue su vida y gane por su pericia, la corona de flores se la ponen al caballo, aunque no se entere. El animal es un deportista de alto rendimiento sin su consentimiento. Es el que hace el gran esfuerzo y tiene una gran nobleza. Lo de querer ganar no todos los caballos lo tienen. Solamente los buenos de verdad.
En el libro está la frase “no todos los caballos inteligentes son campeones pero todos los campeones son inteligentes”.
Todos saben dónde queda el disco y hasta dónde esforzarse. Invasor, que fue el mejor caballo del siglo XXI en el Río de la Plata, ganó una carrera en Estados Unidos por el hocico, y el jockey cuenta que cuando le aflojó el cuerpo en el disco el caballo sabía que ya había cumplido con su tarea. Un amigo tenía una yegua, La Entusiasma. Cuando venía adelante, se aflojaba porque no veía a nadie a los costados, pero cuando otro caballo la pasaba le daba como una bronca y arrancaba otra vez a correr. Era: “Acá mando yo”.
¿Qué te enamoró del turf?
Nunca me lo pregunté. Para mí el turf siempre estuvo en casa. El momento de paz más absoluto que conocí en mi vida fue una mañana en un stud. El aroma, los sonidos de las herraduras de los caballos que vuelven de entrenar, los que salen a correr.