Pablo Vega viene de un camino de vestuarios. Su padre, César Vega, no sólo fue mundialista en el 86 con la celeste, sino que además trilló como futbolista y como técnico. Jugó en el Atlante y dirigió en las selecciones mexicanas. Jugó en Mandiyú y dirigió en Godoy Cruz. Pablo viene de ese camino de vestuarios, desde los líos entre Godoy Cruz y Quilmes donde alcanzaba las pelotas mientras su viejo dirigía, a la prueba de admisión para entrar al ESEF (Escuela Superior de Educación Física, de México). Con Arlette se conocieron muy jóvenes y tuvieron a Iker, que cuando Pablo dice “soñaba con ser futbolista”, pregunta: “¿De qué querías jugar, papá?”. Y él asegura que quiere ser defensa o que ya lo es. Se encargó de la preparación física de la filial del América, con Efraín El Cuchillo Herrera, con apenas 20 años. Y a los 22 llegó a la Universidad de San Carlos, en Guatemala. En el aeropuerto no le creían que era el profe. Alcanzaron las finales y el recuerdo. Ahí conoció al chileno Sergio Chico Pardo, “una especie de segundo padre”. Con él trabajaron cerca de diez años. Fue extranjero siempre, hasta para volver, pero se le notan las raíces. la diaria conversó con Pablo Vega, preparador físico y amante del fútbol.

¿Se puede sintetizar el reto de ser preparador físico en un equipo de Centroamérica?

El reto en Centroamérica es ganar en condiciones geográficas y climáticas totalmente adversas. Vas a lugares que a las 9.00 hay 35 grados y a las 12.00 te ponen el partido, cuando hay 40 grados. Pasto de jardín en vez de césped; el grueso brasileño por los tobillos, pones las tapitas para el calentamiento y no se ven. Viajar el mismo día, viajes de ocho horas, de 12 horas, montañas, recorridos, o viajar toda la noche, desayunar lo que hay y que te tiren a la pista a las 12.00. Ver a tus jugadores y verte a vos en el medio de eso y mirarte cara a cara y decir “vamos a remarla” y ganar a veces, porque a veces se pierde la lógica. Todo eso te hace desarrollar un espíritu de equipo diferente. Las primeras veces me parecía que estaba mal y que había que cortarlo, pero íbamos y perdíamos, porque los jugadores estaban acostumbrados a otra cosa. Desayuno huevo con pancho, frijol, tortilla. Si mañana vuelvo a ir no hay que tocar nada, es como que te digan que no podés tomar mate antes del partido, o en México pedirles que no coman picante antes de jugar. El organismo está adaptado a jugar así. No entrenar porque la cancha está llena de ceniza volcánica, ese tipo de cosas pasan. Por ejemplo, estuve en Alde Frontera La Mesilla, que después fue Peñarol La Mesilla. La primera salida de Rodrigo Cubilla fue para jugar allá. La gente en la cancha está armada, los directivos están armados y andan pateando pelotas y caminando por la cancha. Hay lugares que se salen de la norma del alto rendimiento y entran a jugar factores externos que son sumamente difíciles de superar.

¿Cuánto tuvo que ver la crianza en una familia futbolera y de mundo?

Mi viejo jugó toda la vida al fútbol y los primeros chispazos que tengo de fútbol son del 87-88, con mi padre jugando en el Atlante de México. Después, cosas más claras que me acuerdo es alcanzar pelotas en Mandiyú de Corrientes; de ir a la escuela de mañana y de tarde a las prácticas. Ahí empecé a vivir el fútbol al costado de la cancha. Siempre con el empuje de que había que dar una mano, de pasar las pelotas, de ver cómo le pegaba aquel. El Abuelo [Daniel] Martínez, [Javier] Zeoli, Wilmar Cabrera, los asados en casa, las charlas de fútbol, el mate: empecé a palpitar el fútbol desde ahí. Prepararme para ir al estadio, entrar de mascota, los domingos el estado de ánimo después de ganar o después de perder.

¿Cómo fue el desenlace entre el intento por ser futbolista y la decisión de ser profe?

Nos fuimos a Godoy Cruz en el antiguo Nacional B. Siempre con el ADN uruguayo, de alguna forma defendiendo las raíces durante mucho tiempo. Desde ir a la escuela y no querer cantar el himno argentino, y después volver y ser extranjero acá también. Siempre entrené, me esforzaba por jugar y aunque no llegué a ser profesional, viví todo lo lindo del fútbol desde chico. Realmente impacta el fútbol como herramienta ante la vida, desde lo que te toca ser, desde cómo ayudás al colectivo. El fútbol es una herramienta para la familia, para el trabajo, para todo. Soñaba con ser jugador, quería jugar de volante central pero era muy lento, me pasaron de zaguero pero me faltaba juego aéreo, me pasaron de lateral y así. Nos volvimos a México, mi viejo fue a dirigir a las inferiores de la selección, salieron campeones del Mundo y me fui a probar al Atlante. Me fui dando cuenta sólo que no iba a quedar. Amaba el fútbol, entonces dije que si no podía ser jugador de primera, iba a ser profe de primera.

¿En la universidad también hubo que ganarse el puesto?

Ciudad de México, 25 millones de habitantes. Prueba de admisión: quedan 300 de 5000 que se presentan. No quedé. Me puse a entrenar para dar la prueba al año siguiente, empecé a ir a ESEF a entrenar solo y así conocí a los profes, me invitaban a alguna clase. Empecé a ser alumno sin ser alumno, desde la apertura de la gente. Les contaba mi historia, que venía de Uruguay, que había querido ser futbolista y que quería quedar en la escuela. Les pedía que me dijeran cómo eran las pruebas y cómo podía hacer para quedar y entrenaba; ellos me empezaron a entrenar. Cuando llegó la prueba me conocían todos. En ese año repartí en una farmacia, me arrimé a una escuelita de fútbol, estuve en búsqueda. Anduve bárbaro en las pruebas, además de la buena vibra de la gente que me conocía. Quedé en el lugar 5. Una alegría tremenda. Me tocó estar desde adentro y los cuatro años se pasaron volando. Seguí yendo a ver las prácticas de las juveniles de la selección de México, donde dirigía mi viejo, hasta que se fue a Veracruz y me quedé viviendo sólo. Mi viejo fue ayudante de Chucho Jesús Ramírez en las Olimpiadas de Atenas y tuvieron un interinato en la mayor cuando le fue mal al sueco Sven-Göran Eriksson.

¿De qué manera volvió el fútbol en ese otro rol?

Mi carrera como preparador físico empezó en la escuelita de fútbol del América. Había arrancado el primer año y salió, por parte de la federación, la carrera de preparador físico específico de fútbol. Cuando estaba cursando el segundo semestre me presenté a la escuelita del América. Cuando faltó uno me llamaron y estuve, y así me fui quedando de a poco. Llegaba la gente y ya tenía todo armado. Cuando un profe se fue, me dijeron de agarrar la categoría 92 del América. Después me ofrecieron la 94. Un día estaba preparando el entrenamiento y se acercó un tipo, era el Cuchillo Herrera, ídolo del América, un estandarte del club. Se sorprendió que yo llegara tan temprano para armar todo y se presentó. Me dijo que iba a ser el técnico de una filial del América en el ascenso y quería que yo fuera el preparador físico. De un día para el otro me convertí en profesional, con veinte años y jugadores más grandes que yo. Tuvimos una primera rueda floja, y en la segunda vuelta el Cuchillo decidió irse, quiso que yo siga, pero yo me fui con él. Se me cayó el mundo abajo, me quedé sin nada, sin la escuelita y sin el equipo. Cuando terminé el curso de preparador físico de fútbol, el Vasco [Santiago] Ostolaza le preguntó a mi viejo por un preparador físico para la Universidad de San Carlos, en Guatemala. Le dije que cortaba la carrera un año y me iba para Guatemala. Si están buscando un profe soy yo.

¿Cómo fue volver a esa pasión y con qué herramientas llegaste?

Cuando llegué al aeropuerto, donde supuestamente me iban a buscar, no había nadie. Tenía 22 años. Estuve un rato ahí, hasta que se me acercó uno y me dijo “¿vos no sos profe, no?”. Sí, soy yo el profe, le dije. El tipo estaba esperando un profe y llegué yo. “Se deben haber equivocado”, decía. No se equivocaron, soy yo. Me dejaron en una casa y me pasó a buscar Mario Tzic, primer amigo. Todo el mundo me miraba medio raro porque era un patojo [chiquilín]. Ahí arranqué el calentamiento: ímpetu, fuerza, todo lo que había adquirido y visto desde chico. Clasificamos a la liguilla, llegamos a la final para subir. Ya era novedad el patojo aquel que venía de México, pero era uruguayo. Perdimos con Mictlán en cancha de ellos: calor, gente armada, a las 12.00, por plata, por copa, por gloria, por orgullo. Los conejos del Mictlán, cancha gigante en la frontera con El Salvador. Dura como si le pusieras pasto a la vereda. Ahí conocí al mejor amigo que tengo en el fútbol, una especie de segundo padre, que era el ayudante técnico. Por etapas y entre estadios trabajamos juntos diez años: Sergio Chico Pardo, chileno. Me llamó para Peñarol La Mesilla en el 2009. Yo ya había terminado la carrera. Jugamos para no bajar. Me enfoqué en llegar a Comunicaciones y a la selección. La clásica, vivía en un hotel, andaba caminando para todos lados y lo que me habían dicho que me iban a pagar no era, era salteado. Pero a la pista en Primera, el sueño logrado. A los 26 años había superado como profe lo que había hecho como jugador. En el 2010 estuvimos en Heredia. Vivimos juntos desde cosas épicas, imposibles de alcanzar, hasta empanaditas de papa fiadas. Un amigo de la vida. En Heredia llevamos un montón de partidos invictos. Vivíamos en la nada. Cama con red porque en esa zona selvática de noche hay de todo. Calor, fútbol, viajar, pesada; el fútbol de Centroamérica desde adentro. En 2012 fuimos a Mictlán, faltaban 15 fechas, el equipo llevaba jugando 25 partidos y tenía 15 puntos. Estaba casi descendido. Llegamos a la última fecha con chance contra Suchitepéquez. Escuchábamos la radio en el banco. Lleno el estadio, cero a cero todo el partido. Había que hacer un gol si no bajábamos. Gol de Mainor Asencio Trejo, un muchacho de la vuelta, un golazo. Nos salvamos y pasamos a ser del pueblo. El preparador físico trabaja desde darlo todo de atrás del telón.

La anécdota: aquel clásico

El clásico de Mandiyú era Chaco For Ever. Ahí empecé a vivir la pasión, el esfuerzo que hay que hacer para ganar, a veces con lo poco que tenés. Cómo se compite ante los más poderosos, cómo ante la falta de talento se compensa con otras cosas, y la importancia de los grupos a nivel colectivo. Al fin y al cabo, con estos dos últimos años que vivimos en Uruguay en total son nueve. Los otros treinta años anduve atrás de la pelota, dando vueltas. Él también me ha dejado ese legado ante la vida; el de remarla, el de ponerle el pecho y cuando hay que bajarla, bajarla, y cuando hay que reventarla, reventarla. En el ropero hay banderines de intercambio, y un montón de camisetas, la de Danubio, la de Nacional del 74, la del Mundial del 86, Central, toda esa parte de la historia que queda en el placar, pero que son elementos que te permiten dar cuenta que hay muchas alegrías, y muchas cosas logradas a base de mucho esfuerzo.