Como si se tratara de la restauración cíclica de una era primigenia del desarrollo y la explosión del fútbol en el mundo, el eje del Río de la Plata, tras el título de campeón del mundo sub 20 de Uruguay, vuelve a dominar el mundo del fútbol. Argentina plantó su bandera en diciembre de 2022 con su selección mayor, mientras que Uruguay, seis meses después, impuso su superioridad absoluta en jóvenes de 20 años.

Casi un siglo después de haber presentado al mundo la consumación del juego del fútbol que había nacido en campos de Gran Bretaña y que, como una pelota picando a través de los mares, había desembarcado en el Río de la Plata, Argentina y Uruguay, rivales y hermanos, vuelven con logros y juego, arte y estrategia, esfuerzo y creatividad, a desarrollar lo mejor del fútbol para imponerse en los mundiales.

Como antes

Los ingleses, los padres del fútbol moderno, tienen algo que por más compadritos que seamos, nosotros nunca podremos tener: el fútbol es de ellos, nació ahí, explotó ahí y desde ahí, tomando las más diversas formas, llegó al mundo.

Aquí arribó como llegaban nuestros inmigrantes a principios del siglo XX y en el Uruguay inclusivo de Batlle y Ordóñez. El fútbol, como el inmigrante, se hizo criollo, se hizo nuestro. Los uruguayos fuimos, tal vez de la mano –o del pie– de un escocés llamado John Harley, quienes cambiamos el juego, que por aquel entonces tenía el único molde del pelotazo. Como definió y documentó el doctor César L Gallardo, testigo privilegiado del más drástico cambio, Uruguay matrizó el pase corto y la picardía de la mentirosa gambeta, lo que le otorgó años de reinado absoluto al fútbol del Río de la Plata.

En tiempos en que no había grandes aviones y mucho menos vuelos comerciales, televisión o radios que se pudieran escuchar más allá de la antena, los uruguayos sorprendieron al mundo en 1924 siendo la primera expresión futbolística sudamericana que se mostraba y exhibía en Europa en la historia del fútbol moderno. Y fueron campeones olímpicos y mundiales.

Cuatro años después, ya con la presencia también de Argentina en campos europeos, ambos jugaron en Ámsterdam dos finales para ver quién era el mejor del mundo. Dos vueltas de almanaque más, en la primera Copa del Mundo, otra vez dirimieron fuerzas para saber quién dominaba el fútbol mundial.

La guinda ha vuelto a poner las cosas en su lugar, al sur del corazón, y no ha sido coyuntural ni casual, sino que ha sido la forma de jugar, la forma de organizarlo dentro de una cancha –no en su organización global de instituciones y campeonatos–, la manera de ejecutarlo y sentirlo, lo que ha puesto al fútbol del Río de la Plata por encima de todo.

Convicción, seriedad, esfuerzo

Según un anónimo u olvidado pensador de hace años, “los uruguayos no le temen ni a Dios ni al Diablo”. Sería bueno, además, agregar que los uruguayos nunca menospreciamos la historia ni la jerarquía de nuestros antagonistas, pero no nos permitimos fallar en la convicción, en la seriedad y en creer en que todo se puede si es con esfuerzo, organización y oportunidad.

Marcelo Broli, cerebral, lúcido, abierto, junto con el Ruso Diego Pérez y toda su experiencia vital, que rezuma mística celeste, señalaron el punto justo entre lo que se puede aspirar y lo que nos han enseñado a soñar y, por primera vez para muchas generaciones que lo esperábamos casi como designio de un mandato histórico en nuestras vidas, nos han hecho ser y sentir campeones del mundo.

También, que no alcanza con ponerse una camiseta celeste para ganar nada, porque ya está comprobado que nunca hubo victorias por herencia futbolística y sí maravillosas epopeyas, fruto de muy buenos desarrollos técnicos e inclaudicable esfuerzo, como el de este maravilloso mundial. Es así y deberíamos saberlo para seguir expectantes de la evolución de los jugadores de esta selección campeona de un pequeño país con grandes logros –aunque con muy pequeñas posibilidades debido a las enormes diferencias que marca la geopolítica del fútbol–.

La forma en que los uruguayos fuimos campeones del mundo a partir de estos chiquilines fue impactante por la solidez de sus expresiones futbolísticas en cada partido, coronada por la enorme superioridad que lograron manifestar ante un capacitadísimo rival como Italia en el partido final, en el que con un ritmo y un estilo de juego de altísima intensidad, responsabilidad y concentración, los uruguayos doblegaron de punta a punta a sus rivales.

El Río de la Plata ha vuelto a reinar en el mundo del fútbol y está bien que así sea.

Salud, campeones.