¿Desde cuándo nos pasa esto? ¿Cuál es el momento de nuestra temprana niñez en el que cruzamos responsabilidad y expectativa, expectación personal, única, antes de un partido, de cualquier partido, que nunca en ese momento iniciático es uno de verdad, sino que es en la vereda, en el pasillo, en el parquecito?

En Uruguay, lo he descubierto ahora, muchas vidas asumen su primer momento de ser ellos solos, sin mamá, sin papá, sin abuelos, en el momento de pensar y ejecutar por sí mismos la recreación de una contienda de fútbol.

Horas o minutos pensando, imaginando, esperando por una serie de lances de contienda con una pelota cuando uno aún no sabe qué palabras llevan hache, o nunca ha pensado que ocho por dos será 16 porque se trata de sumar ocho más ocho.

Antes de que uno llegue sólo al almacén de la esquina con el billete enrolladito en la mano a pedir con el latiguillo “dice mamá” un kilo de azúcar, o lo que sea, ese niño ya ha pasado por otros lances más complicados y de responsabilidad absolutamente personal corriendo con mucho empeño y casi siempre nada de técnica y menos de sabiduría atrás de una pelota.

Me recuerda Mintxo que el gran escritor mexicano Juan Villoro dice que el fútbol es la magia de lo imprevisible, y ese posible acontecer futuro con todos sus potenciales gozos y sombras es lo que le da más grandeza al fútbol.

Para moverse en esa dimensión uno debe saber, ser, transitar de lado a lado el virtual futuro de la contienda. Es maravilloso.

En mi caso hace décadas que recorro ese camino. Horas de tensión, de especulación de sueños, y de futuras realidades. Días y madrugadas a la espera de lo que pase. Nadie como Roberto Fontanarrosa en su cuento “La observación de los pájaros” lo puede exponer de mejor manera.

Si esas cosas nos pasan desde niños, cuando sólo sabemos qué es gol y qué es afuera, cómo no vamos a quedar casi paralizados como colectivo cuando estamos frente a una final del mundo, algo que nuestros bisabuelos legaron a nuestros mayores como parte de nuestro ser, pero nosotros no vivimos, no jugamos o jugamos escasas veces, sino en nuestras ficciones recreadas cada vez que nos enfrentamos a una pelota.

A las ocho de la mañana en Buenos Aires ya tenía el amargo pronto, pero no estaba escuchando a Gardel sino una playlist de canciones celestes, que obviamente arranca con Lucas Lessa y algo soñábamos de niños: no me da miedo ni reacción negativa pensar que podemos ser campeones del mundo. Ya mido las cosas de una manera cuasi técnica y profesional. Igual siempre llevo unos refuerzos de fe en el bolsillo, pero me refiero a que no me da miedo ser seca por pensarlo, o por no haberme puesto el mismo buzo (aunque me lo puse). Ya les hablé de Santiago, el Viejo de El viejo y el mar de Ernest Hemingway, y así me siento. Le doy tantas vueltas al asunto, que lo siento posible. No me descompongo. Es un tema casi filosófico. ¿Qué está pasando? ¿Por qué justo hay un sábado de gloria, con el Jaime cantando a Luna Park lleno, y nosotros en Corrientes y Bouchard haciéndole los coros desde la popular, moviéndonos como la cuerda de primos en una buseca de viejos murguistas?

Cuando el recital de Jaime Roos está en pleno clímax, y a pesar de que son las once de la noche, la escena parece la de un multitudinario asado a las dos y media de la mañana y todas son “una que sepamos todos”. Me meto las dos manos de bocina, voceo un estridente “¡Vamo, Uruguay, vamo!”, y de la nada en el silencio justo arrancó un “Soy celeste” gutural que mis compañeros siguen y el estadio toma, rebota y se inflama.

Así a esperar, pensar, soñar la final del mundo. Haciendo explotar la CPU neuronal, buscando soluciones como si fuera Cabo Cañaveral en Houston el 12 de abril de 1970. Pero es 11 de junio en La Plata, Argentina, y podrá ser un problema pensar o imaginar una final del mundo, pero es la gloria ser y estar en una final del mundo.

Nadie, ni yo en mi pupitre cinco horas antes, ni los gurises en los vestuarios, ni Bianquita, la más chiquita de mis descendientes, jugando en su casa, ni el Mono Gambetta durmiendo la siesta antes del partido podemos hacer nada: no pudimos intervenir el futuro, pero vivimos aquel presente que ahora es pasado con la intensidad del más vital futuro.

¿Y qué es lo que puede pasar, tomar por asalto un paraíso fatuo y finito, pero espichar a futuro como el Gordo Casale, siendo y sintiéndose campeón?

Sí, sí, es eso lo que quiero, que estos guachos divinos me hagan campeón del mundo, mientras yo voy relojeando el mostrador de la vida y los veo a ellos, a sus coetáneos y coetáneas avanzar por el camino de la vida tan pleno de recompensas.

Una final del mundo. Una maravilla, única e irrepetible.

Ser campeón del mundo es un poco dar la vuelta olímpica de la vida.

Vamos nosotros.

¡Uruguay nomá!

Rómulo Martínez Chenlo, desde La Plata.