La idea-definición que encierra la frase “paso a paso” debe ser tan vieja como la historia de los tiempos, pero sin embargo en el fútbol hispanoparlante se popularizó en 2001 con Reinaldo Merlo, Mostaza, director técnico de Racing en ese momento, al que condujo a su título de campeón argentino después de 35 años.
El paso a paso suele estar en cada instancia de nuestras vidas y fundamentalmente en las competiciones deportivas, pero ya no sólo de lo que tiene que ver con los deportistas y los campeonatos, sino en una serie de colaterales que tienen que ver con quienes acompañamos el desarrollo de estos eventos.
En este Mundial sub 20 que a los rioplatenses nos cayó de sorpresa, en el entendido de que hace un mes y medio este torneo se jugaba muy lejos, en Indonesia, y sólo con la participación de Uruguay y no de Argentina, que había quedado eliminado, no había planes de cientos -que serán miles- de estar en el Mundial, pero cuando quedó a la vuelta de la esquina no hubo más que dar el primer paso e ir paso a paso.
Los uruguayos hemos debido promover la cultura del paso a paso. Seguro se podía organizar viaje y estadía para los dos primeros partidos en La Plata y el tercero de Mendoza, pero a partir de ahí la incidencia de la variable de la clasificación y en qué orden nos empezó a hacer las cosas a las corridas, porque uno no reserva hotel ni saca un pasaje “por las dudas”.
Ya les conté cómo debimos organizar el viaje de Mendoza a Santiago del Estero. Lo mismo sucedió con el hotel, hasta que terminara el partido de Uruguay y de ahí si seguíamos cómo seguimos, y entonces otra vez a cargar las páginas de Booking y encontrar esa cama e internet para esperar el partido con Estados Unidos.
De hecho, imaginarán que lo mismo sucedió después del triunfo que nos colocó en semifinales en La Plata: un bus que finalmente demoró 17 horas que nos trajo a Buenos Aires, uniendo cuatro provincias, Santiago del Estero, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires, por lo que quienes hemos seguido por tierra a Uruguay hemos atravesado ya nueve provincias de este hermoso país hermano.
¿Qué hacés por acá?
La llegada a Buenos Aires y su condición de cosmopolita se multiplica cuando las contiendas deportivas internacionales se concentran en su entorno. Antes de tomar el ómnibus a La Plata, una suerte de Copsa a Cuchilla Alta, caminando por el microcentro había una virtual invasión de chilenos que por miles llegaron a ver el partido de la Libertadores de Colo-Colo ante Boca, y de cariocas del Fluminense que este miércoles juegan ante River Plate. Es maravilloso caminar y cruzarse con pares por unas camisetas, y asimismo es un ejercicio reconocerlos, reconocerse. Seguramente, aunque sean unos pocos, también habrá de Liverpool que va a La Paternal contra Argentinos, también por la copa.
El crisol de nacionalidades se traduce en colores, camisetas, voces, que se contraponen con los giros locales y con todas las formas posibles de la palabra cambio, acción que emprenden decenas de argentinos para invitar a los turistas a conseguir una mejor cotización en una peor locación, que en algunos casos puede ser una pieza cerrada con una maquina contadora de billetes, pero también los hay sin tanta transa, donde el cambista mira para un lado y para el otro y uno se siente en una película del Bronx de los años 80.
Son tantas las veces que lo deben repetir que ya en algunos se detecta una automatización que hasta le cambia la fonética a la palabra cambio-cámbio-cambió-caaambi-cambioooooo. Los hay de chupín y corbata, de gorrito de cumbia villera, mujeres de boquitas pintadas, veteranos de voz aguardentosa: cambio. Y uno tiene que cambiar, porque en el hotel sólo aceptan billetes.
En fin, hay cambios y cambistas bien establecidos, donde uno pierde unos puntos en la transacción, se siente un poco estafado por esos 200 pesos menos que hubiese recibido en la oficina oscura y subterránea de los amigos de Don Gato.
Hay una tercera solución, cambiar en un cambio de verdad, en un trámite casi bancario, largo, tedioso, y con documentos y firma de papeles. Me voy frente al Obelisco al lado de un hotel, con oficinas de cajero y todo, y me dan unos pesos menos y hasta me voy contento. La señorita que me atendió a través del vidrio, con esos micrófonos parlantes incorporados como el de Bombita cuando va a buscar el auto al depósito de encepados en Relatos salvajes, me dice que no me puede hacer 475 porque los billetes chicos -eran de 50- se pagan menos.
Lo mismo o parecido está sucediendo con las entradas para semifinales y sobre todo para la final del Mundial -a la cual aún estamos lejos de llegar, pero en la que todos nos ilusionamos con estar-. En los hechos es difícil de entender que en un estadio con aforo de 50.000 personas no haya entradas disponibles. Es natural pensar en un ejercicio de especulación de comprarlas para tenerlas pensando en que Argentina llegara a la final –una proyección natural y hasta sensata para los campeones del mundo- o para su reventa, pero igual nadie puede imaginar un estadio lleno a entradas vendidas en una definición donde no juega el país organizador, a menos que lo haga un país limítrofe, que es el caso de Uruguay, pero la cosa es que las entradas no están en manos de los uruguayos. Un misterio, que otra vez nos conduce a los riesgos del mercado negro, la reventa, la falsificación y la estafa, en medio del paso a paso.
Bueno, con la celeste tatuada en el pecho voy arrancando hacia la ciudad de las diagonales para esperar el partido del jueves tranquilo y cerca de esta muchachada increíble.
Abrazo, medalla y beso.