Qué va a saber él de la nieve. Qué va a saber, si en Vergara el agua cae líquida del cielo y se acumula en los surcos que dan de beber a los granos de arroz, que a su vez dan de comer a los 4.000 habitantes del pueblo. Qué va a saber él de la nieve, si en Treinta y Tres el verano dura medio año y no hay montañas que choquen con el cielo llamando al frío. Él de lo que sabe es de bicicletas.

Él es Antonio Eric Fagúndez Lima, nombre de cantante melódico y piernas de transfórmer, nacido en 1998 en el pueblo que vive del grano que se seca, descascara, blanquea y almacena en los molinos que brotan de a decenas en los arrozales olimareños. La de los Fagúndez es una historia de amor. Eric ama las bicicletas porque su papá, Alejandro, ama las bicicletas y porque Antonio, su abuelo, las amó primero. En campaña las tareas rurales ocupan las horas desde que el sol asoma, y cuando no asoma igual hay que trabajar, carpiendo, ordeñando o lo que sea. Pero todo termina, y cuando el campo no pedía más –o el patrón, que no es lo mismo–, Antonio se largaba a la ruta de balasto y probaba las piernas que después competían en las carreras de Treinta y Tres. Transmisión de genes, de sangre y de aceite 3 en 1, Antonio, cuando llegó el momento, puso en manos de Alejandro una bicicleta y en algún momento pedalearon juntos en un pelotón, que es como una familia.

Correr es vivir, pero vivir de correr, que te den plata por eso, es nada más que un sueño para los que nacen en Uruguay, así que Alejandro, ya grande, va de vuelta a pedirles a los campos de Treinta y Tres el dinero necesario para comer. Alambrando vivía hasta que apareció una noticia en forma de niño y junto a Karina volvió a Vergara para esperar a Eric. La estabilidad del pueblo es más segura para un chiquilín que la changa campestre. Entonces Alejandro, tal como unía alambres, unió ideas y puso un taller de bicicletas que se convirtió en la cuna del niño, entre los fierros y las ruedas.

La vida a velocidad de sprinter

A los dos años tenía puesta la malla de competencia, al menos para las fotos, y muchos juran que aprendió a andar en bici antes que a caminar. Serán exagerados, pero no tanto. En el ciclismo no te das cuenta de nada: cerraste los ojos y, cuando los abrís, pasaron 200 kilómetros debajo de las ruedas. Alguien pestañeó mirando a un niño de dos años, tierno, y cuando los abrió ya habían pasado los torneos de infantiles, las competencias de mountain bike, el club Barrio Artigas, Rutas de América. La vida a velocidad de sprinter. Cuando le preguntan qué quiere ser de grande, dice “ciclista profesional”. De todos los uruguayos que han dicho eso, muy pocos lo han logrado. Eric tiene piernas para respaldar lo que dice su boca, y empieza el camino para cumplir su sueño.

Del pueblo a la ciudad, de la ciudad al departamento, del departamento al país. Cuando tocaba del país al mundo, porque sus piernas lo exigían, llegó la pandemia, que puso pausa a todo menos al reloj biológico. Ya había tenido una oportunidad en el País Vasco, breve, concreta, nada que pudiera significar una proyección. En Vergara a Eric le toca esperar. Nada sucede, se da cuenta de que se le escapan los años y, con ellos, la oportunidad de ser ciclista profesional. La vida se convierte en una fuga que el pelotón ya no puede alcanzar. Se desespera.

Agarra el teléfono y empieza a mandar su currículum a los equipos de España, por mail y por Instagram. Les escribe mensajes directos a los perfiles de redes sociales de los equipos de España, o los manda a sus direcciones de correo; golpea todas las puertas digitales que encuentra. El texto es sencillo y directo: “Hola, soy Eric Fagúndez, 22 años, nacido en 19/08/98. Soy de Uruguay, estoy buscando una nueva oportunidad por Europa. Ahora busco un equipo que me dé la oportunidad de volver. Le dejo un currículum, ¡desde ya muchas gracias!”. Uno, dos, cinco, 20, 30 mensajes. Con la obligación que da tener certeza de a dónde se dirigen los deseos, y la valentía de dejar de lado el orgullo y las formalidades. Adjunto, un PDF. Igual que en las carreras, nadie dirá que Eric Fagúndez perdió sin antes haber intentado ganar. Suspira, las botellas digitales flotan en internet, que será un mar –por algo hablan tanto de navegar–. Sueña que en alguna playa alguien encuentra su mensaje sin que sea demasiado tarde.

Tienes un email

Una notificación. Un mail. Una respuesta. “Le paso tu correo al director del equipo y te respondemos”. Eric se ilusiona en la misma medida en que se da cuenta de que no hay nada a que aferrarse. El “cualquier cosa te avisamos” con que las empresas despachan a los indeseados se huele en cada palabra. Y sin embargo, no. A 9.568 kilómetros, en Padrón, un pueblo de 8.000 habitantes en La Coruña, alguien se deja seducir por el atrevimiento de Eric y dice: “Ey, mira este chico aquí, de Uruguay”. Suso Blanco Villar, una pequeña leyenda del ciclismo español, con decenas de victorias profesionales y devenido director del equipo Club Padronés Cortizo, lee su correo electrónico. Tiene un problema: el plantel empezó a mermar por los rebrotes de covid, las restricciones a los viajes y las lesiones. Suso, que sabe todas las mañas, retiene el nombre de Eric Fagúndez, sin padrino pero demasiado atrevido como para morir infiel. No encuentra demasiada información del uruguayo atrevido, pero no la necesita: algo le seduce en el coraje. Los ciclistas viven, en las competencias, de eso que en España se llama cojones, y hay que tener cojones para mandar ese correo electrónico, y hay que saberse poseedor de piernas suficientes para defender esas palabras. De a poco, se convence de que ese chiquilín puede convertirse en chaval. Eric, en Vergara, todavía no se entera de nada, piensa que está pedaleando y esperando; en realidad, está viajando a España.

El “cualquier cosa te avisamos” se convierte en un “vente pa Galicia, chaval”. El único problema es que ir a España, o a cualquier lado, en medio de la pandemia, estaba en el orden de lo mitológico. Eric se debate entre la ansiedad, los nervios y la desesperación. Se queda quieto moviéndose en la ruta, viendo los árboles pasar. Espera pedaleando, entrena sin saber para qué. Su ida a España se vuelve una causa familiar primero, y del pueblo después. Empiezan a llamar a las embajadas, a las federaciones, al Comité Olímpico, a lobbistas, a amigos; leen reglamentos internacionales, de migraciones y ministerios. Hay que encontrar un hueco para filtrar por el mundo a un olimareño de 23 años que quiere andar en bicicleta. Pasan cuatro meses, idénticos y desesperanzadores, hasta que llegan las vacunas al mundo y al cuerpo de Eric. Falta, cuándo no, la plata. Los talleres de bicicletas no pagan viajes a Europa. En Vergara aportan una parte; un vecino de mejor pasar, otra. Finalmente, Eric Antonio Fagúndez Lima, mientras el mundo vuelve a girar, toma un avión a España.

Entre Vergara y Padrón

En el Club Padronés Cortizo lo tratan de llevar despacio. Compite en algunas carreras menores: todos quieren ver de qué está hecho el uruguayo antes de ponerle las pruebas difíciles. Sucede rápido. Eric se da cuenta rápidamente de que con el equipaje que lleva no le alcanza; está decidido a mejorar, y Suso lo prepara para competir como un ciclista con tono europeo. Gana en Vigo, acumula buenos resultados en Valencia, Galicia y Cantabria. No dice hostia, pero el caralho del galego le suena tan parecido al carajo con que putean los olimareños, que huele a tierra conocida. España no es su casa, pero de a poco se parece. El golpe de calor familiar lo ponen Betty y Roberto, dos padronenses de cuarentaitantos años. Eric, a sus 22, es demasiado grande para pedir que lo adopten, pero incluso los adultos, aunque vayan a ser ciclistas profesionales, necesitan un lugar donde siempre haya un plato de comida. Vergara está lejos; lo de Betty y Roberto está más cerca. En esa casa Eric se siente como en Treinta y Tres, y en las rutas de Padrón empieza a encontrar repechos que le templan los músculos. Desniveles que lo desafían y que lo seducen. En particular, una subida montañosa, llamada O Alto do Pereira, le empieza a resultar atractiva. Mientras la recorre, se imagina partiendo en mil pedazos una carrera, justo cuando empiezan los 2,6 km de ascensión. Lo piensa, lo sueña, lo dice, y lo hace realidad un sábado de fiesta en Galicia, el día que Padrón recibe la Clásica de Pascua, la carrera más importante del pueblo. Ese día, a Eric lo dejan en el pelotón mientras una pequeña fuga se gesta, pero en el Alto do Pereira, su subida, se cansa de esperar y pedalea hasta llegar a los escapados. Cuando los alcanza, todavía faltan 40 kilómetros para la meta, pero pasa tan rápido y los deja tan atrás, que disfruta en solitario el paseo que le queda, le sobra aire y tiempo para recorrer los últimos 250 metros pedaleando con los brazos abiertos. Después de eso, el niño mimado de Padrón se desata y gana en Galicia, en Valladolid, en Zamora, en Huesca.

Un gran camino

El Club Padronés Cortizo ha cultivado una perla, con dedicación, cariño y recursos. El brillo de Eric es tal que encandila. Lo que los Fagúndez obtuvieron con los alambrados, el arroz, y los campos de Vergara Eric lo tendrá con el ciclismo. El Burgos-BH, equipo profesional y aliado al Padronés, pone delante del olimareño un contrato, que es decir un sueldo a cambio de ser ciclista. Eric estampa su nombre, recordando la firma de sus correos electrónicos lanzados al vacío del internet. Ahora sólo quiere correr, por primera vez, como profesional. Antes tiene cosas que hacer. Sus piernas no tienen límite: en noviembre está en Treinta y Tres, en enero corre la Vuelta a San Juan, en febrero vuelve a Uruguay y se consagra Campeón Nacional de Contrarreloj, en abril obtiene un lugar en los Juegos Olímpicos de París. A esa altura ya se había convertido en profesional, una tarde fría de fines de febrero.

Fue en O Gran Camiño, competencia del circuito europeo que atrae a los mejores: campeones del mundo, olímpicos, del Tour de France. Eric Fagúndez se prepara tanto para ese día que, 45 kilómetros después de la largada, sin que nadie sepa bien por qué, se suma a la fuga. Son ocho corredores que toman distancia del pelotón. David Cantera, director técnico, desde el auto de Burgos-BH le habla: “Eric, con mucha cabeza, si tienes que dejarte caer te dejas caer, tú tienes que aguantar hasta el final”. Él pedalea. 50 kilómetros después, le sacan dos minutos al pelotón, y el frío es tanto que empieza a granizar. La fuga aguanta otros 50 kilómetros. “Muy bien, potro, muy bien. Tu primera carrera en Europa y estás aquí, con gallos. Come mucho y bebe mucho”. Cuando quedan 25 kilómetros, el pelotón, furioso, los alcanza, pero la gesta es enorme, en el Burgos-BH no pueden creer lo que ha resistido Eric. El frío no para, empieza a nevar. Es 23 de febrero y en Vergara hay 33 grados. Eric no extraña, no cambiaría nada en la vida por ir en un pelotón profesional, llueva, granice o nieve; y ahora todo eso pasa al mismo tiempo. La ruta se vuelve blanca, tanto que la carrera se neutraliza, no se puede correr más. Los ciclistas buscan el refugio de los autos en medio de la ruta; ropa seca, bebida, comida, calor.

Eric se ríe, los ojos le brillan. “No siento los dedos desde hace horas. Tengo que mirar el cambio para hacerlo porque no siento los dedos”. Mira el cielo, se olvida, un instante, de todo. Qué locura, qué locura. No es un ciclista, es un niño que ríe. Por ahí andan Jonas Vingegaard, el campeón del Tour de France, y Rohan Dennis, bicampeón del mundo. Nada le importa a Eric. Se toma un permiso: ahora que alcanzó al pelotón de los sueños también puede ser un chiquilín de 24 años. Estira la mano con la palma para arriba, un copo de nieve se le apoya en la piel. “Es bonito. Nunca había visto nieve”.