¿Qué representa la retirada de un futbolista para quienes lo siguieron, lo idolatraron, por lo que ha hecho en la cancha, por cómo ha hecho del juego su profesión y de su profesión su juego, por cómo ha llevado sus camisetas como bandera de sus y nuestras convicciones en la cancha, que muchas veces son a escala las de nuestra vida y otras no tanto?

¿Qué representa para el futbolista atravesar el umbral de lo que ya no es sin estar ni cerca preparado para el olvido que seremos, y avanzar por otro camino de la vida que ya no es el de toda su vida, el de lo que él cree que ha sido su vida, para empezar otra sin la camiseta empapada en sudor, sin sus herramientas y su esfuerzo, sin los miles o hasta millones detrás del alambrado que conforman por contraste la real figura del crack que ya no es?

Pasará mucho tiempo para que un futbolista tenga la honra y la gloria de vestir tantas veces la camiseta de la selección uruguaya de fútbol como Diego Godín, que en 17 años vistió en 161 ocasiones la celeste participando de cuatro mundiales, seis sudamericanos y una copa de las Confederaciones, y fue capitán 83 veces, en más de la mitad de los partidos que se puso la celeste al pecho, siendo el futbolista que más vistió la cinta.

La retirada del fútbol de Godín implica asumir una ausencia para siempre, por sobre una ausencia que ya se había empezado a colar, la de su juego pleno de jerarquía y entrega, la de un par de gambas que respondían sus exagerados mandatos, nuestras desesperadas expectativas de llegar y barrer, de llegar y meter ese cocazo que nos colocara en la dimensión desconocida de extender nuestros sueños y esperanzas en los 90 minutos que dura cada día, cada año de nuestra esperanza finita y fatua, como aquel gol contra Italia en Natal cuando todo pasó de ser la nada al cielo.

Esa es mi representación cenital de Diego Roberto Godín, el de Rosario, Colonia; aquel mediodía intenso de Natal, en Río Grande do Norte, cuando en la escalada de la desesperación asomó su cuerpo por sobre todo para hacernos gritar de emoción como recién nacidos en la esperanza.

Aquel Godín del 24 de junio de 2014, el del partido mundialista, en el que por segunda vez utilizaba la cinta de capitán que lo acompañaría con la celeste hasta su última aparición el 24 de noviembre de 2022 en Doha, marcando así un récord difícil de igualar para los próximos capitanes celestes –nueve capitanatos mundialistas sumando 2014, 2018 y 2022–, es la síntesis de su mejor expresión en el fútbol, jugando a pleno, defendiendo todo lo posible, apoyando, empujando y ofreciendo el gol de la clasificación.

¿Han pensado ustedes cómo los uruguayos recordaremos el Mundial de Brasil 2014? Yo sí. Muchas veces. Y lo conecto con Suiza 1954 y la construcción del recuerdo colectivo para las generaciones posteriores entre las que me incluyo.

Jugado, jugando

Ese Godín, –aquel Godín– es el mismo de Estudiantes de Rosario cuando era un chiquilín que destacaba en el área contraria, el de Defensor que casi ni conocemos, el de Cerro donde William Lemus lo acomodó de zaguero, muchísimo, pero muchísimo antes de que Eduardo Sacheri en la ficción pasara a Mario Juan Bautista Pittilanga de goleador a zaguero central en Mitre de Santiago del Estero. Es el mismo que debutó en primera bajo el ala segura y apacible de Gerardo Pelusso, el de Nacional, de Villareal, de Atlético Madrid donde hizo época. Tal vez en la cancha no haya sido el mismo en Internazionale de Milán, en Cagliari, en Atlético Mineiro y en Vélez Sarsfield, pero ninguno de nosotros duda de que con la selección, desde el primero hasta el último y más controversial de los partido en que completó los 90’, ante Corea en Catar 2022 –su último juego con la celeste fue un partido después frente a Portugal donde fue sustituido a falta de media hora–, siempre fue una figura sin igual.

Con Atlético Madrid, donde fue todo, capitán, figura, caudillo y goleador, pudo haber marcado su mejor momento, pero con la selección uruguaya lo superó jugando bien, mal o regular, siempre siendo el espíritu de la mejor expresión del fútbol celeste.

Hay una continuidad histórica trasladada en espíritu casi como recuerdos arcaicos que nos hace ver en alguien que está representándonos en el siglo XXI algo que seguramente traemos sin haberlo visto ni vivido, lo que pudieron haber visto los uruguayos del Pepe Batlle en Nasazzi, Álvaro Gestido, el Gallego Lorenzo Fernández, o sus hijos cuando vieron a Obdulio Varela, a Sixto González, a José Emilio Santamaría, o los que de niños vimos al Tito Nestor Gonçalvez, a Atilio Anchetta, y después nuestros niños a Paolo Montero a Diego Lugano.

Hay algo que se transfiere y nos conecta en la calidad, el esfuerzo y en el compromiso.

Diego Godín, luego de vencer a Italia en un partido por el Grupo D de la Copa Mundial de la FIFA Brasil 2014, el 24 de junio, en el Estadio Arena das Dunas en Natal.

Diego Godín, luego de vencer a Italia en un partido por el Grupo D de la Copa Mundial de la FIFA Brasil 2014, el 24 de junio, en el Estadio Arena das Dunas en Natal.

Foto: Sandro Pereyra

El Mariscal

Ya lo dejé registrado por escrito en el libro Uruguay en los Mundiales de Editorial Planeta, y es que muchas veces bobeando me pregunto qué hubiese pasado si aquel día la pelota no se hubiese ido al córner. Peor aún, y muy pobre de espíritu de mi parte, hubiera sido querer que el predicamento y la popularidad de Rodrigo Romano no fuera tal, y entonces aquel apodo hubiese quedado en el olvido prontamente. Ojo, no fue ni es un mal apodo, y da con algunos de los preceptos mínimamente exigidos para portar ese nombre. Pero lo que pasa es que yo con el paso del tiempo lo fui conectando con lo que pienso fue el juego y la actitud en plenitud del Terrible José Nasazzi.

Fue el 16 de agosto del 2006, en el sexto partido de la segunda era del Maestro Tabárez al frente de la selección uruguaya. En el estadio Municipal de Alejandría jugaban Egipto y Uruguay. Era un amistoso.

El córner vino de la derecha servido de buena manera por Fabián Estoyanoff. Él, avanzó hacia la pelota, y a la altura de la zona central del área chica voló por el aire, se arqueó y conectó de cabeza, como un goleador.

Y fue gol, golazo. Pero ni siquiera era su primer gol con la celeste, dado que un par de meses atrás, en mayo del 2006, había anotado en Belgrado, otro lindo gol de goleador, de delantero de área, de los que están ahí para mandarla a guardar.

Habla muy bien del poder de difusión del relator, que le empezó a llamar Faraón por ese gol a Egipto.

Es que pienso que sin ese gol, sin ese partido por televisión, sin esa magnífica llegada al público del relator, a Godín, en buena parte por lo que fue su magnífica carrera, todos le diríamos Nasazzi, Mariscal o hasta El Terrible, aunque Diego no tenga aquellos ojos saltones del hijo del tano y la vasquita.

Es que los puntos de comunicación entre esas vidas, esos espíritus, sus liderazgos, sus prestaciones deportivas con camiseta celeste y brazalete de capitán, también fuera de la cancha, los unen, los hace parecer demasiado. ¿Y qué capitán de lo que sea en el Uruguay no se quisiera parecer a José, el marmolero del barrio Bella Vista?

Es que Diego dejó de gurí su pueblo, Rosario, siendo un goleador de nota con la camiseta de Estudiantes de Rosario cuando aún no se había unido con El Colla (hoy es Estudiantes El Colla), y llegó a Defensor como el 9 que quería ser. Era 9, centrofobal, centrefordward como lo era el purrete José Nasazzi en el Lito, el primer club en el que jugó, o en el Roland Moor de la Liga Nacional adonde tuvo que ir para quedar libre y jugar en su Bella Vista, club para el que además marcó el primer gol que los papales hicieron en la primera división en 1923, cuando la celeste lo esperaba en primera línea para ser el capitán de capitanes.

Diego y José llegaron a la notoriedad del fútbol pasando de jugar adelante y haciendo goles, muchos goles, para que la vida o el fútbol los condujeran allá atrás, al fondo, a liderar, a mostrar el camino.

Faraón

Cuántas cosas en común. En juego sin dudas. No lo vimos en la cancha al Mariscal, pero si a Godín. Y uno imagina, proyecta, cree, que jugaban muy parecido, ese quite justo y oportuno, elegante y brutal.

¿Ustedes han visto alguna vez una montaña de oro? No, no la han visto, pero ustedes y yo la podemos imaginar, con precisión de detalles.

¿Ustedes alguna vez vieron cabecear al Terrible? No, no lo vieron. No lo vimos. Pero lo podemos imaginar viendo a Diego subir, una y otra vez, acá, allá, en aquella área, en esta. El cuello estirado, la cuadratura de los hombros alineada a la línea de la pelota, y el golpe seco de la sien, haciéndola ir lejos, y fuerte, al más allá, del área de la cancha, de las redes.

Ese liderazgo defensivo con todos sus compañeros, ordenando, pidiendo, dando, siendo el primero en estar dónde hay que estar, sin aspavientos, sin groserías, sin liviandad.

Esa imponencia tranquila, sostenida por un liderazgo que trasciende cualquier cinta en el antebrazo, es la impostura que desde allá atrás, desde el fondo de los tiempos, fue forja de una forma de ser en el juego y en la vida. Firme, sensato, tranquilo, convencido.

El retiro de Diego Godín me lleva a Santa Beatriz en 1935, cuando los viejos héroes estaban en las últimas y casi descalificados por la afición peruana, los locales, sacaron fuerza y clase de la nada y triunfaron dando inicio al concepto de garra celeste con aquella inolvidable camiseta roja.

Godín en los hechos no se despide ni ganando ni con éxitos deportivos, ni vistiendo la celeste, pero su ausencia, la definitiva de las canchas con sus camisetas sudadas, deberá asociarse al capitán que terminó siendo un histórico defensa, uno de los capitanes de uno de los ciclos más inolvidables de la selección uruguaya.

Salú, capitán.

Poniendo el hombro*

Ya conocerán ustedes la historia de aquel delantero de pueblo, de aquel gurí querendón y portentoso que rompía redes, entre pichones y quesos, con la camiseta de Estudiantes de Rosario. Ya sabrán que Diego se fue para Montevideo con su bolsito e ilusiones y que volvió sin nada. Ya sabrán que allá en su Rosario natal alguien lo llevó de nuevo a Montevideo, a Cerro, donde primero devino en improvisado zaguero, porque faltaba no se qué gurí en la defensa de la cuarta; en impenetrable back después y en este dueño de áreas, baqueano del gol y del rechazo y portador por línea de los arrestos del Terrible Nasazzi, ahora.

Revisando para adentro, uno se encuentra ilusiones, nervios, muchos nervios, y unos viejos guiones escritos a máquina en viejas Remington que fueron las tablets de nuestros antepasados, quienes nos dejaron como legado, cual Homeros de historias mínimas, la certeza de que siempre es posible.

Y ahí estaba yo, verde como un sapo, abriendo mi caja toráxica para gritar a todo pecho. Cuando la cabeza-hombro de Godín ya había hecho que la pelota golpeara las redes yo, bajo el impoluto y plástico escritorio del mundo FIFA, me sentía el Indio Arispe en Colombes y quise rescatar la Remington de aquellos Homeros, que no pudieron encontrar estas recompensas en el camino.

Uruguay pa’ todo el mundo.

(*) Extracto de la crónica de la victoria de Uruguay ante Italia 1-0 en Brasil 2014.