Todo de golpe. Todo fantasmal. Así fue la vida, y el electrizante cuarto de hora de la vida de Waldemar Victorino.

Fueron cinco, seis años de excepcionales apariciones, marcantes irrupciones, goles únicos e inolvidables, no por su factura, sino por su oportunidad e importancia.

Aparecía y paralizaba corazones.

Este martes desapareció, se mató y estrujó otros tantos corazones de los miles de guachos que en la grisura de la dictadura sin importar camisetas jugábamos a ser el Victorio, o el Nando, antagonistas tal vez sin haberse enfrentado nunca, y agachar la cabeza, y ¡tic!, adentro, y andá a buscarla al fondo de las piolas, golero, y quedarse ronco de la alegría, las enormes y pocas alegrías que podíamos tener en aquellos días tristes.

Waldemar Victorino, después de un corto pasaje en juveniles cuando era gurí, dejó para agarrar para las 8 horas de lo que pintara, y recién se hizo futbolista a los 22 años en Progreso, después pasó a River Plate donde debutó en la selección, y en 1979 pasó a Nacional, donde por primera vez después de seis años consecutivos que Fernando Morena inscribía su nombre como goleador del Uruguayo, Victorio se ponía al tope de los romperredes. Los hinchas de River lo adoraron, también los de Nacional, y fue para la celeste un relámpago de gloria.

Apenas un año después lograría en apenas unos meses concatenar una sucesión de hechos inolvidables para los hinchas del fútbol uruguayo, y de Uruguay, al anotar de cabeza y en el arco de la Ámsterdam el gol al Inter de Porto Alegre que le dio a Nacional su segunda Libertadores; unos meses después tres goles, uno por cada partido, en cada juego del Mundialito, incluyendo aquel que nos bañó de gloria y emoción, el segundo frente a Brasil, el que nos dio la Copa de Oro; y al mes siguiente cerraría su raíd rápido y furioso conectando en las inmediaciones del área chica en Tokio el gol con el que Nacional venció al Nottingham Forest, dándoles a los tricolores su segunda Intercontinental.

Ese relampagueante momento único seguramente marcó la vida del Victorio, que después se fue a Italia, al Cagliari, siendo el primer uruguayo en volver a jugar el Scudetto después de que se reabrieron las puertas para extranjeros. Colombia, Argentina, Ecuador, Perú, pero ya todo había pasado… y es que los goles se van.

“Y la fama es puro cuento... / Andando mal y sin vento / Todo, todo se acabó / Hoy sólo queda el recuerdo / De pasadas alegrías”.

Se fue el Victorio, se mató, le ganó la depresión que lo cagó a patadas en el área, y atrás venía la muerte que lo partió al medio, sin saber que nosotros, los guachos huérfanos de alegría, nunca olvidaremos aquel tórrido enero del 81, y con lo que nos den las gambas con artrosis, las caderas cangüecas y las sienes invadidas por un gris ceniza que no es Koleston, seguiremos tirándonos en palomita hacia adelante para reproducir aquella inflamable alegría celeste.

Qué pena, Victorio.