La casa de los Téliz es una pequeña ciudad dentro de otra ciudad en el departamento de Treinta y Tres. Una pequeña ciudad con una parra que significa la sombra, y un cielo plural que significa la luz. Un patio inventado por un escritor, un escritor inventado por Gustavo Espinosa. A medida que bajamos por Manuel Oribe, los otros patios callan y vuelven a crepitar. La nave incluso calla y va cuál canción de los Buenos llevando los olores de todos los patios que fuimos.

La calle es un talón cuarteado en verano. Mientras la nave pasa callada, los cuerpos de los búhos giran, la señora en la esquina con la escoba, la bici que pasa siempre a la misma hora, una emisora, el noticiero. Las bicis de los pueblos llevan las noticias del río. Por Manuel Oribe, por Trápani, que una vez que Gustavo Espinosa la nombró en sus novelas, pasó a ser una calle mágica. Jacinto Trápani, donde había un bar con sillas blancas de plástico, una bandera de Lyda, un mostrador de comité.

Espinosa escribió un bar que se hizo realidad aunque no precisamente está en sus novelas, pero sí en sus días. Es el bar de Peñarol frente al teatro Municipal. El bar de Peñarol le digo yo pero en realidad no tiene nombre. Adentro todas las glorias manyas empapelan las paredes como en un living extraño amarillento. Amarillento y negro. Los negros son el tizne, o pedazos de la noche para liberar la memoria. Amarillenta es la camiseta, el papel añoso.

El bar está sobre Pablo Zufriategui, que es paralela a Manuel Oribe, donde viven los Téliz, y a Jacinto Trápani, donde vive una novela de Espinosa. Digamos que Treinta y Tres se puede dividir en ficciones.

Las ficciones superan la realidad así como la realidad supera las ficciones. Una vez entramos al bar de Peñarol y pedimos tres fernet. El hombre soltó el diario, junó Canal 4 de costado y se dispuso sin mediar palabra a servirnos. En las paredes el Indio Olivera, el Caballo De los Santos, la camiseta Reebok de Peñarol, la Nanque, el gol de la “Fiera”, el recuerdo de Fabián Perea, Nicolás Rotundo sosteniendo una pared que se viene abajo, Fabián Césaro sosteniendo la otra, el Tony Pacheco, eterna lengua afuera.

Sirvió los tres fernet sin hielo y sin coca. Nosotros no dijimos nada, en la pared como en un hospital, el Cebolla Rodríguez pedía silencio con el gesto del índice sobre los labios.

En la casa de los Téliz los libros cobraron vida. Está Onetti tirado en el sillón fumando, Roberto Arlt buscando sus juguetes, Cortázar acariciando el mismo sillón como si fuera de terciopelo, Espinosa y unos bichos extraños del espacio, Peri Rossi que fuma de la misma caja, Juana que peina una higuera diminuta del tamaño de una tapa, Delmira contado sus secretos, el Tronco Obaldía, el habla del pago.

Los libros hablan como muchedumbre en una estación. Las bibliotecas desnudas como árboles de invierno se erizan. Los libros volaron como pájaros huérfanos, que aprenden a volar de a cientos, para escaparse de manos derechas que prefieren pájaro en mano.

En el patio inventado por un escritor, un escritor que inventó Gustavo Espinosa, los libros se posan en la parra como benteveos, como palomas chuecas, como gorriones que bajan cuando los perros se distraen.

A Enrico el pelo se le cae por los costados de la cara como saltos de río. A los Téliz el pelo se les derrama más arriba de las sienes de la misma manera. Se cae por los costados de la cara como rutas de tierra. Como ríos de mapas, el pelo se acomoda a los costados de la cara como marcos de madera de puente viejo caído. Pero el pelo de Enrico es el único pelo blanco.

A Enrico el pelo se le acomoda a los costados de la cara como bardas de primavera. Como soplidos de un tren de carga, como la estela de un pucho que fuman en el sillón de terciopelo. Enrico habla con canciones. Acerca una fuente enorme de ensalada, vuelve a la parrilla y juna los puntos de la carne. El chorizo casero en Treinta y Tres es de alta factura.

En la tele juega Bruno. Ese es el cometido del asado. Ver a Bruno jugando en una cancha del mundo de las canchas. Lejos, lo más cercano es un relato con otro acento. Cerca, lo más lejano es la fuente con el pan. Bruno toca dos o tres pelotas con certeza y una con torpeza que pierde en el medio campo. Enrico, su padre, dice que “eso es bien de Bruno”. Sacude la cabeza de un lado a otro. En la tele, Bruno la sacude de la misma manera. Se viene un contragolpe.

Ahora es el Darno el que relata el partido. Bruno se acomoda el pelo que le cae a los costados de la cara. Enzo en la mesa hace algo parecido. Luciana se lo ata por enésima vez pero dos mechones le caen a los costados como caminos entre arrozales. A Bruno el pelo le enmarca la cara como un perfil de sierras; como frutos de acacias con semillas negras.

Cuando Bruno cae Enrico se para. Anita llora sólo un poco, como si ella misma se hubiese caído. Luciana prende un pucho y Enzo apoya el vaso. El fuego se queda quieto y Bruno se agarra la rodilla. Enrico sostiene la mesa, Anita se seca la cara con la camiseta de Bruno. Luciana da una pitada, Enzo vuelve a levantar el vaso. El partido se para y el asado también. El pueblo se calla y en todos los bares se corta la luz. Bruno tiene un esguince de rodilla y pide el cambio. Los libros ríen como botijas. En casa extrañan a Bruno, se nota en los perros. El partido no sabemos cómo termina, el asado sí.