Hay que leer a Osvaldo Soriano. En realidad, hay mucha gente para leer, sea por valiosa, por sus contenidos o por sus enfoques, para comprender algo más de sus desarrollos profesionales (o personales); en definitiva y sin ánimo de concluir ningún desarrollo filosófico, hay que leer por la causa que se quiera. Pero en esto del periodismo y el deporte, que es lo que nos compete en estas páginas, hay que leer a Osvaldo Soriano.
Arqueros, ilusionistas y goleadores (2023, Altamarea) es una reedición del libro que se publicó por primeva vez en 1998. Lo bien que hizo la editorial española: si yo tuviera ese quiosco, reeditaría todo Soriano, tal vez por negocio, seguramente por deseo.
Cada reedición es una posibilidad, una oportunidad para volver a recorrer un libro que ya estuvo entre nosotros; también es, lógicamente, una novedad para quienes no lo conocen, en esto de que “el público siempre se renueva”. Lo que trae este libro –uno de los siete que podrían considerarse parte de una categoría compartida entre artículos periodísticos y relatos o cuentos– es un punto de vista distinto sobre el fútbol y su show (televisivo) en el que se ha convertido entre zapatos de colores, músculos trabajados, peinados en serie y cuatro computadoras que creen verlo todo en nombre de la justicia.
De la mano de un personaje que es él mismo, nadie debería demorar más de tres o cuatro páginas en sentirse dentro de las historias. Sus (auto)personajes son muy empáticos, hombres errantes que le van buscando la vuelta al mundo en el pañuelo que les tocó como vida. Si tomáramos en cuenta una línea del tiempo, Soriano comenzaría sus relatos con los recuerdos del niño que (torpemente) jugaba al fútbol ilusionado con goles que fueran siempre a favor de San Lorenzo, equipo del que era hincha de los buenos –varias son las páginas que el escritor les dedica, muy especialmente a los fundadores del club–, hasta terminar siendo un viejo croto que cuenta sus memorias como se le da la gana.
Como periodista es necesario ser riguroso con los datos (y las fuentes), y Soriano daba cuenta de eso. Pero, además, o visto desde otro ángulo, también es necesario ser creativo para no decir lo mismo de la misma manera que todos. En este sentido, muchas veces, cuando el periodismo, en especial esto que últimamente han dado en llamar “crónica narrativa”, camina por la delgada línea de lo periodístico atravesado por un lenguaje más narrativo, se van abriendo puertas y ventanas por donde asoman razones para ficcionar. Cómo vivió Soriano ese caminar por la delgada línea ya no lo sabremos; pero lo que sí es visible son las joyas escritas que nos dejó, tan joyas que en varias de ellas ya no importa si es la verdad, si es verosímil o si no es nada de eso y es ficción de la buena.
En la línea de la ficción, Arqueros, ilusionistas y goleadores tiene varias joyas, como por ejemplo el cuento “El penal más largo del mundo”, una historia desopilante que ocurre en algún lugar de la Argentina profunda; también están las memorias de Míster Peregrino Fernández, a quien le decían así porque venía de Cali, y en la Patagonia, adonde fue a parar Fernández, venir de lejos le daba el estatus suficiente como para decirle a alguien, con distinción, Míster.
Pero, si se tratara de periodismo, la cosa se pone mucho mejor y, sobre todo, fundamental. En varios textos, como por ejemplo “El Chango Agüero, Schopenhauer y el descenso” o “Finales”, donde Soriano (y Página 12, donde salían publicadas sus notas) se tomaba algunas licencias para hablar de la cosa sin hablar de la cosa. Quiero decir: el 17 de julio de 1994, día de la final del mundo entre Brasil e Italia, el argentino se puso a hablar de fútbol casi amateur o de un mundial organizado por Juan Domingo Perón que se llamó Mundial de Fútbol Militar, para terminar concluyendo que el fútbol de ese hoy del 94 es cada vez más frío por culpa de la televisión. Hoy, en 2024, ¿es cierto?
En el otro texto, Soriano utiliza el concepto irse al descenso para hablar de alguna idea que trabajó el filósofo alemán Arthur Schopenhauer y aquello de que “la primera dificultad que encontramos para reconocernos a nosotros mismos es que nos resulta imposible recordar nuestra propia imagen frente al espejo”. Y se salvó del descenso en una jugada polémica. La cosa y su representación, pero con periodismo no urgente (lejos de por donde transita el oficio en estos días).
Hay que leer a Osvaldo Soriano. No por algo Ricardo Piglia, quien también supo de esto, definió así su pluma: “Hay mucha gente que narra bien la historia, pero son muy pocos los capaces de construir en una historia sencilla un sentido suplementario. A mi juicio, ese es el gran mérito de la obra de Soriano”.