Ahí alrededor, en el estadio La Olla, en Asunción, Paraguay, donde ardía el centro de muchos mundos individuales y de un mundo colectivo que cabe en la palabra Racing, estaba lleno de gente que se pellizcaba las pestañas, el pasado y el alma y que siente que la pierna derecha de Gastón Martirena ingresó en la historia del fútbol cuando, con una fuerza que le vino de su infancia en Montevideo, pateó desde el rincón más a la derecha de la cancha y guardó la pelota en el fondo de los fondos del arco de un gigante llamado Cássio. Y no, no es así. O sí y no. Ese remate fue una realidad, un asombro, un sueño y, sobre todo, un golazo, pero la pierna derecha de Martirena entró en todas las memorias de ese momento, glorioso momento, en el que esa pierna y todo Martirena se enfundan en la bandera de su Uruguay y todo, todo, todo –la gente, que se pellizca, Racing, el fútbol, la vida, esa bandera– representa la felicidad.
Martirena, su golazo y su bandera podrían sintetizar una fiesta. De nuevo: sí y no. Son una fiesta. Pero las fiestas no se sintetizan. Las fiestas se gozan, se relatan, se lloran, se bailan, se saltan, se anochecen, se acarician entre amores, se eternizan. Y Racing, que paladeó levantar una copa internacional después de 36 años, que volvió a jugar una final luego de 32, que desgañitó tres gritos para su 3-1 inagotable sobre el Cruzeiro, que tocó y toca algo que escala por encima del cielo disfrutando del cielo, pero sin olvidar que hace algunos lustros venció a las sombras de demasiados subsuelos, ese Racing abarca cada una de las fiestas que existen adentro de una fiesta y las hace propias, infinitas, inolvidables.
La bandera que recubre la pierna derecha de Martirena y a Martirena completo es aplaudida, observada y lagrimeada por 35.000 hinchas (33.506 argentinos ingresaron por la final de la Sudamericana, informó la Dirección de Migraciones de Paraguay) a quienes no les faltó hacer nada de lo humano para palpitar allí. Lista abreviada: desesperaron por conseguir una entrada, urdieron cuántos mates y cuántas galletas ingerirían durante los casi 1.300 kilómetros que distancian a Buenos Aires de Asunción, que en el curso de ese recorrido compraron mandarinas en los puestos de Entre Ríos, que le tiraron plegarias suaves al Gauchito Gil a la altura de Corrientes, que parpadearon perplejos frente al santuario de san La Muerte erigido al costado del camino, que ejercieron paciencias en las filas largas para cruzar la frontera, que vociferaron desde un auto a otro para preguntarse de dónde venían o para confirmarse que andaban seguros de que Racing saldría campeón, que se apretaron en ómnibus de línea o de chárter o de lo que sea para entonar “te vine a alentar, la Guardia Imperial”, que auguraron que Martirena –“uruguayo, uruguayo”– haría un gol, que resistieron tanto los agobios del sol como el mal viento con gases lacrimógenos que unos cuantos aspiraron en la mal organizada zona de entrada a las populares, que se convencieron de que si algo bueno habitaba el futuro, eso bueno iba a pasar.
O sea, la fiesta de Racing es de su equipo campeón y de un movimiento enorme que reivindica, sin proclamarlo, que los días y las horas se justifican si hay una ilusión y si esa ilusión implica lo colectivo. Una fusión hermosa de esas dos dimensiones. Una fusión expresada, como a veces acontece, en una persona. Gustavo Costas, su entrenador, el portador de un itinerario por el que Broadway y Disney se asociarían para pagar una fortuna: fue mascota en varios partidos del Racing que se coronó campeón mundial en Montevideo en noviembre de 1967, se tornó futbolista profesional, integró el Racing de aquel último título internacional (justo, otro desenlace con el Cruzeiro) y se empoderó en su tercera experiencia como orientador de un plantel más que calificado para perseguir una esperanza que ese club que constituye su hogar añoraba como un agua o un beso.
Costas se agarró sus pelos de mascota, de muy buen jugador y de director técnico cuando Martirena metió un gol que concluyó una combinación bella, y un conjuro o un amague de maldición empujado desde el VAR impidió que se lo cobraran. A Martirena eso le importó poco. Se sentó sobre la maldición probable y la aplastó a derechazos. Afianzó el legado de otros uruguayos célebres y adorados en Racing, como el maestro Rubén Paz, como Nelson Pedro Chabay, ambos campeones continentales. Él quería estar como en esta foto que se clava en los archivos de Racing, esa que interpretan todos los reporteros gráficos, esa en la que la bandera oriental lo recubre y lo abriga hasta para imponerse al calor, esa que emerge después de sonreír entremezclado con su compatriota Martín Barrios (de pocos partidos y buenas actuaciones), esa que transcurre cuando un hincha y su hijo lo enfocan fascinados y admiten que ni lo conocían cuando desembarcó en Avellaneda desde su Liverpool identitario. Esa foto. Martirena y Costas, que se aferran y se hablan cosas que ni ellos pueden escuchar.
Los impecables estadígrafos de la pelota dirán de este instante de la tan poblada narrativa del fútbol que, con goles de Martirena, Adrián Martínez y Roger Martínez, Racing aupó una final que resolvió dominando en el comienzo, aguantando luego y extasiando en el cierre. Sin embargo, esa chica que reunificó su lazo con un exnovio para contar con quien moverse hasta Asunción, y ese señor de 88 noviembres que arribó en silla de ruedas hasta el Cilindro de Avellaneda para ayudar a llenarlo, y ese tipo que ni un segundo se quitó la campera y los pantalones gruesos porque en eso consistía su promesa, y ese profesor de música que le cuenta al planeta como si el planeta lo ignorara que Martirena rompió el arco en su golazo, y tantísimos y tantísimas más que demuelen las cuerdas vocales en la recepción en el Obelisco respetan las estadísticas, pero ahora dicen –y, seguro, dirán siempre– que lo que vale es el estremecimiento, que lo que les da sentido a las cosas es intentarlas, que en las biografías individuales y compartidas lo que perdurará es que este estremecimiento y este intento no se van más.
Lo sabe, además, Martirena, alguien que en otro tramo de este ahora larguísimo se marcha del hotel que albergó las esperanzas de Racing en Paraguay y saluda a una, y a otra, y a más, y a más, mientras reitera, con la energía que no se le gasta, un “dale campeón” que nadie pretende dejar de bramar.
Con una de sus manos devuelve cariño por cariño. Con la otra, amarra fuerte su valija. No es una valija así nomás. Va protegida por la bandera uruguaya. Y, como Racing, como ese golazo, como la cara encandilada de miles, ya tiene su lugar precioso en la historia.